THE OBJECTIVE
Jordi Amat

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«Al defender la posibilidad que los padres condicionen la educación para la ciudadanía de sus hijos, Vox ha logrado patrimonializar la idea de familia en su polo para oponerlo al de una agenda progresista que se siente superior»

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En el pleno de la Asamblea de Madrid se iban a debatir temas diversos —la emergencia climática, un pacto por la ciencia, la corrupción en la sanidad…—, pero aquel jueves 14 de noviembre del año pasado estaba claro que las políticas digamos feministas acabarían por imantar la controversia y harían del hemiciclo un escenario más de la perpetua batalla cultural que maniata la política española. Mientras la portavoz de Unidas Podemos interpelaría a la presidenta para preguntarle cómo se garantiza el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo, la diputada de Vox se interesaría por las medidas que se estaban tomando para disminuir la tasa de abortos. Una cosa no es incompatible con la otra, pero la defensa de una posición por contraste con la otra sí vincula a una tradición digamos ideológica asociada a una idea de la mujer y a una idea de la familia que quieren ser presentadas como contradictorias.

No es un debate sencillo. Al contrario. En él se entrecruza la ética de cada uno con la noción del individuo que de facto asume el Estado y también el modelo de sanidad pública que se defiende. Quizá por ello, para evitar su complejidad, el debate de esa mañana acabó polarizado por otra cuestión identitaria más simple y no menos polémica incluida en el orden del día: la petición de que en las escuelas de la Comunidad de Madrid se tomen medidas para combatir los estereotipos sexistas. Y este sí era un tema perfecto para clavar la agenda del partido, del uno y del otro, porque tiene la virtualidad de retroalimentar la pulsión antagonista de la que se nutren y donde se replican los populismos.

Era una propuesta de Podemos a la que, entre otros diputados, respondió Alicia de Rubio, de Vox. Pero su respuesta fue esperpéntica: proponer una clase no de feminismo, sino una de costura porque “empodera mucho coser un botón”. Con este discurso era más bien improbable que una mujer potencialmente votante de su partido pudiera sentirse reconocida en la tradición moral asociada a unos valores que puede sentir como suyos. Más que defender una idea de la familia, en esa chusca intervención se situaba a la mujer en una inequívoca posición subsidiaria para combatir las políticas de género. Un fallo estratégico evidente. No reincidirán. Lo ha demostrado la campaña propagandística que ha usado el “pin parental” como eslogan.

En este caso, al defender la posibilidad que los padres condicionen la educación para la ciudadanía de sus hijos, aunque sea solo sobre el papel y al precio de degradar la autoridad formativa de la escuela pública, han logrado patrimonializar la idea de familia en su polo para oponerlo al de una agenda progresista que se siente superior y sin pecado concebida. Y han acertado. Lo contaba con la inteligencia de la claridad el politólogo Oriol Bartomeus, autor del ensayo El terremoto silencioso sobre comportamiento electoral. Si el votante mayoritario del partido reaccionario es un hombre de mediana edad, en esta campaña han sabido dirigirse directamente al sector donde apuestan por seguir creciendo y que hasta ahora podría haber establecido distancias con ellos: el de la mujer casada con ese hombre y que, ante las políticas de identidad que impugnan su modelo de vida, se refugia en un partido que de manera beligerante y desacomplejada, frente a la corrección dominante, defiende la familia tradicional. Usando esta batalla han desbloqueado su conexión con un sector de votantes potencial que aún no había dado el paso. El código pin ha funcionado.

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