THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

El amor, de Dante a los Chunguitos

El amor ha inspirado a todo el mundo de Dante a los Chunguitos así que he pensado que sería bueno dedicarle un folio o folio y medio. Hay cosas complicadas que se viven mejor con sencillez y es posible que el amor esté entre ellas. Entiendo ser poco romántico al decir que –según observo- el tiempo es el ingrediente del amor, no ya porque las realidades se enriquezcan y cobren un sentido con el tiempo, ni siquiera porque hay concomitancias entre permanencia y solidez, sino –ante todo- porque sólo con el tiempo van quedando claros los pasos del baile, sabemos dónde pisar y no pisar, y los dos en cuestión van acomodando un sistema de contrapuntos y balances que permite la consolidación del amor más allá del éxtasis y los paseos nocturnos de emotividad memorable. Frente a la consideración del hombre como animal nomádico y depredador, no es menos cierto que también es un animal que, en algún momento, busca ser domesticado. Posiblemente eso es algo que sólo las mujeres pueden conseguir aunque uno no sabría decir cómo: Dios, que las hizo, las entienda.

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El amor, de Dante a los Chunguitos

El amor ha inspirado a todo el mundo de Dante a los Chunguitos así que he pensado que sería bueno dedicarle un folio o folio y medio. Hay cosas complicadas que se viven mejor con sencillez y es posible que el amor esté entre ellas. Entiendo ser poco romántico al decir que –según observo- el tiempo es el ingrediente del amor, no ya porque las realidades se enriquezcan y cobren un sentido con el tiempo, ni siquiera porque hay concomitancias entre permanencia y solidez, sino –ante todo- porque sólo con el tiempo van quedando claros los pasos del baile, sabemos dónde pisar y no pisar, y los dos en cuestión van acomodando un sistema de contrapuntos y balances que permite la consolidación del amor más allá del éxtasis y los paseos nocturnos de emotividad memorable. Frente a la consideración del hombre como animal nomádico y depredador, no es menos cierto que también es un animal que, en algún momento, busca ser domesticado. Posiblemente eso es algo que sólo las mujeres pueden conseguir aunque uno no sabría decir cómo: Dios, que las hizo, las entienda.

En todo caso, la capacidad de encandilamiento que tienen las mujeres es algo permanente y constatable y –quizá por eso- en amor es casi siempre el hombre quien parte de alguna manera derrotado o debe demostrarse y demostrar –de ahí el enamorarse como quien se sube a un tablao. Para que nos quieran estamos dispuestos incluso a gastar dinero, optando con frecuencia por el heroísmo vagaroso de no querer a quien nos quiere, que es algo serio y seguro como un plan de pensiones. En todo caso, en una época de cierta denigración de lo masculino, quizá no estaría de más pensar en todo lo que los hombres han querido a las mujeres, que es, exactamente, una barbaridad. No tengo tan claro que sea positivo para las mujeres pero creo que para los hombres resulta muy formativo –muy instructivo- haber conocido en la juventud ese escabeche de la melancolía amorosa, aunque sea para huir del absolutismo adolescente y los fantasmas de la perfección.

Buen amor y mal amor, venus de salvación y venus de perdición: lo que vivimos como amor no siempre activa nuestros lados más soleados sino que, junto a la transigencia o la expresión del afecto, hormiguean el horror de constatar la propia debilidad o limitación o dependencia o todas las tretas y consuelos con que la vanidad engaña: en este mundo existe Ricky Martin, pero ella mira como un héroe a su varón claudicante y algo calvo. Generalmente, creo que es indicio de la calidad del amor aquello tan antiguo y tan hermoso del sentirse obligado.

Entre algunas mujeres existe la superstición de que tener en mucho su belleza implica hacerlas de menos pero –simplemente- ocurre que la belleza es aquello que menos nos explicamos y que mantiene la atención exactamente igual que un misterio. Estamos ahí como el troglodita que mira fascinado arder el fuego. El amante da honda significación a una gracia gestual: “vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende el corazón y lo refrena”. El amor, la atención: cuánta sutileza no habría en el Garcilaso que se fija en el pelo que “el viento mueve, esparce y desordena” mientras el amor se le va imprimiendo de modo imperceptible. En el hombre, la apreciación de la belleza tiene que ver con la hondura del alma, y la hondura del alma algo tiene que ver con la capacidad de afecto. Esto explica también un punto menos risueño: hay menos hombres con un solo tipo o proyecto de mujer que mujeres con un tipo o proyecto de hombre. En cuanto al sexo, existen motivos para pensar que afecta del mismo modo al camionero y al filósofo y que es un mecanismo más sencillo –on, off, stand-by- de lo que creyó el pensamiento glandular del siglo XX. Dicho lo cual, la predeterminación biológica es la que es y no deja de ser curioso –sólo curioso- el proceso físico-químico o afectivo-eruptivo por el que una persona civilizada se convierte en un jaguar, pero de esto, afortunadamente, nacen más niños que filosofías. Por supuesto, hay quien debiera predicar la castidad aunque sea por un ejercicio de realismo. Algún intermedio practicable habrá entre el “molas mazo” por sms y el “os ruego me dejéis pensar en vos” de Madame de Sévigné. Tiempo sin gracia: tendemos a ver la finura como un manierismo y no como una virtud del espíritu. Eso era compatible con todo lo pecuario y necesario que hay en el amor.

El flirt, el matrimonio, el adulterio, las cosas que pasan en las cenas de empresa, el cariño de peluche, la entrega paciente, la crueldad exquisita, la puerta grande y la cornada, “el ama” de Gabriel y Galán y las amistades peligrosas de Laclos: tantas y tantas acepciones y, al final, alguna radicalidad positiva tendrá el amor cuando sobrevive incluso a las tardes destructivas de domingo. Quizá es que amamos o –literalmente- nos vamos al infierno.

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