THE OBJECTIVE
Ferran Caballero

Niké

¡En 14 de Julio!, se exclamaba twitter. Ya no respetan nada. Empieza uno declarando la guerra a Occidente, poco después empieza a matar niños a machetazos y de eso pasa uno a no respetar las fiestas nacionales y a no saludar a las vecinas. Nuestros periódicos traen un De Quincey tras otro. Y con ellos la lógica sorpresa de que alguien que siempre saludaba, ¡que incluso fumaba!, sea capaz de semejantes atrocidades. También en nuestros periódicos hay vecinas de escalera que creen, como deben creerse estas cosas, que entre la educación y la civilización hay sólo un peldaño y que el más cojo lo salta. También entre nuestros premios Nobel hay quien, como la joven Malala, cree que con armas se puede acabar con el terrorista pero que sólo con educación se puede acabar con el terrorismo. Esta es, claro está, una noble mentira que tiene la innoble consecuencia de ocultarnos que la civilización es, precisamente, saludar al vecino y ceder el paso a las señoras; es el sistema de propinas  en todo el largo etcétera de propinas que hacen un poco más tranquilo y agradable nuestro paso por este valle de lágrimas.

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Niké

¡En 14 de Julio!, se exclamaba twitter. Ya no respetan nada. Empieza uno declarando la guerra a Occidente, poco después empieza a matar niños a machetazos y de eso pasa uno a no respetar las fiestas nacionales y a no saludar a las vecinas. Nuestros periódicos traen un De Quincey tras otro. Y con ellos la lógica sorpresa de que alguien que siempre saludaba, ¡que incluso fumaba!, sea capaz de semejantes atrocidades. También en nuestros periódicos hay vecinas de escalera que creen, como deben creerse estas cosas, que entre la educación y la civilización hay sólo un peldaño y que el más cojo lo salta. También entre nuestros premios Nobel hay quien, como la joven Malala, cree que con armas se puede acabar con el terrorista pero que sólo con educación se puede acabar con el terrorismo. Esta es, claro está, una noble mentira que tiene la innoble consecuencia de ocultarnos que la civilización es, precisamente, saludar al vecino y ceder el paso a las señoras; es el sistema de propinas  en todo el largo etcétera de propinas que hacen un poco más tranquilo y agradable nuestro paso por este valle de lágrimas.

Con semejante espíritu imaginaba d’Ors una escena en la que un coche averiado detenía el tráfico durante demasiado tiempo y que, al arrancar de golpe y por sorpresa, cogiendo en descuido al mecánico y al conductor, embiste contra un carro y un tenderete. Teniéndolo todo para terminar mal, la historia termina bien porque todos y cada uno de sus protagonistas son hombres de ejemplar urbanidad. Hombres civilizados, cabría decir. Hombres que entienden que la vida civilizada no es una vida sin accidentes, mecánicos patosos ni conductores descuidados.  Tampoco nosotros podemos imaginar ya una vida civilizada sin fanáticos ni terroristas. Pero deberíamos cuidarnos muy mucho de pedirle a la civilización lo que no está destinada a dar, porque esta es, como advierte Gómez Dávila, la manera más eficaz de volver irrisorio lo que nos da.

Si De Quincey tiene la virtud de recordarnos cuál es el orden de nuestros valores, los atentados contra Niza, nuestra diosa de la victoria, deberían servir para recordarnos tanto el tipo de guerra que estamos librando como el tipo de gloria al que debemos aspirar.

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