THE OBJECTIVE
Juan Mas

Tensión en el victimario

«Una dinámica de la que no puedo evitar acordarme cuando observo la enfermiza relación que la izquierda ha entablado con las minorías. La adulación constante del cuánto te quiero yo, y qué poco te quiere tu padre. Y qué arma de adulación más efectiva, en esta época nuestra, que la victimización, que es dar acceso al adulado a la categoría moral por excelencia»

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Tensión en el victimario

Flickr | Flickr PSOE

Un argumentario «tránsfobo» de Ferraz se ha filtrado a los medios, convirtiendo los actos en memoria de Pedro Zerolo en un conato de enfrentamiento interno entre minorías. El argumentario venía a decir lo mismo que aquél célebre autobús: que las niñas tienen vulva y los niños, pene. Bañado, eso sí, en el léxico aceitoso que los ideólogos del género usan para vestir de teoría lo que normalmente son trivialidades.

Y no; no es que el humo de Hazte Oír se haya infiltrado en el PSOE. Tan sólo es el recordatorio periódico de las feministas pata negra (las terfas, en germanía) de que mujeres, lo que se dice mujeres, sólo son ellas. Que el primer banco del victimismo está reservado a su nombre. Y que las transexuales, esas inmigrantes ilegales del sexo débil, pueden ir buscándose otro hueco.

Yo fui niño hace los suficientes años, y en un entono lo suficientemente conservador, como para que los hijos de divorciados aún fueran un exotismo. El «pobrecillo» siempre iba cosido al nombre de aquellos chavales a los que, por otro lado, se les colmaba de jugosos cohechos por parte de unos padres en contienda (al menos, según el imaginario de la época: la realidad era otra cosa mucho más rica y variada). Una dinámica de la que no puedo evitar acordarme cuando observo la enfermiza relación que la izquierda ha entablado con las minorías. La adulación constante del cuánto te quiero yo, y qué poco te quiere tu padre. Y qué arma de adulación más efectiva, en esta época nuestra, que la victimización, que es dar acceso al adulado a la categoría moral por excelencia.

René Girard señaló que el prestigio de la víctima en occidente, esa especie de legitimidad moral que otorgamos a quien ha sido objeto de una vejación, no es sino un residuo cristiano. En todas las sociedades antiguas había sacrificios y se recurría a mecanismos más o menos cercanos al del chivo expiatorio. Pero sólo el cristianismo concentra todo el énfasis en la pureza e inocencia de la víctima; en lo injusto y altruista de su sacrificio, y en que ha de venir con gloria. Una estructura mental que secularizada y, por tanto, desvinculada de su sentido originario, deriva hacia la aberración hipertrófica de este momento. La de considerar que a la víctima todo le es disculpable, en justa restitución de su agravio; la de erigirla en fuente de la más alta legitimidad. Una legitimidad que, en el fondo, es poder. Porque se trata de eso, en definitiva. De ahí ese celo de los colectivos en proteger sus accesos a ese poder, el interés en mantener la exclusividad sobre ellos. Con mayor o menor fundamento: a los efectos de esta columna me da igual si la razón la tienen las mujeres cis o las trans.

No sé si acabaremos viendo peleas de mulatos, pantonera en mano, por ver quién tiene un negro más puro. O si llegará el día en que atesoremos interseccionalidades como si fueran una especie de criptomoneda moral. Pero sería deseable que, en algún momento, reparásemos en que los verdaderos perjudicados de esta lucha, que no es sino una lucha de poder, son aquellos a quienes se dice defender. Que, a cambio de un reconocimiento puramente nominal, pierden cosas como el respeto a su libertad de elección de ideas. O la posibilidad de integrarse en la sociedad como ciudadanos plenos, y no como miembros de un colectivo y subordinados, en todo, a él. Aquellos cohechos de los fines de semana alternos estaban bien. Pero, a partir de cierta edad, uno debe darse cuenta de que son un precio por hacernos rehenes.

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