THE OBJECTIVE
Jorge Freire

Uno de los vuestros

«El éxito de un ensayista es una aporía irresoluble: para que te respeten, tienes que ser un soso; para que te lean, tienes que ser un poco idiota»

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Uno de los vuestros

Carola Melguizo | The Objective

Recuerdo la que se armó cuando, en un conciliábulo de escritores, se me ocurrió hablar de una escena de A bordo del naufragio, de Alberto Olmos. «¿Olmos?», me preguntó un conspicuo autor de novela quinqui, «¿el parguela que nos toma por el pito del sereno?» Varios personajes perfectamente caracterizados entraron al trapo. Como no frecuentaba los saraos literarios, desconocía que cinco de los seis que formábamos el corrillo pertenecían al noir. Rondaba la primavera de 2016 y acababa de publicar mi primer libro, así que todavía me sorprendían algunas cosas. Por ejemplo, que tuvieran noticia de Olmos, un autor al que yo leía con unción, por uno de esos textos deliberadamente polémicos que casi nunca permiten medir la talla de quien los firma. Se titula «La novela negra nos enterrará a todos» y está incluído en Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad (Círculo de Tiza). En él toma a chacota el supuesto carácter «comprometido» que atribuyen al género y señala la evidente falta de calidad de muchos de sus productos. Levantó ampollas. He vuelto a leerlo y, además de ser mejor de lo que recordaba, sigue teniendo razón.

El éxito de un ensayista es una aporía irresoluble: para que te respeten, tienes que ser un soso; para que te lean, tienes que ser un poco idiota. Aunque el éxito de Lector Mal-Herido se debía a las controversias que suscitaba (uno se imaginaba a Olmos parapetado tras un abrojo, al acecho de un mal libro para acribillarlo), algunos lo seguíamos por otro motivo: lo había leído todo. Poquito ha cambiado con el correr del tiempo, porque Olmos sigue atizando polémicas (ahora, en El Confidencial) y los libros en España siguen sin dar para comer. En sus palabras, «cobrar por un libro las horas exactas que has empleado en escribirlo es algo que casi nunca se da. Por eso la literatura era un arte, porque ponía a la gente a trabajar contra todo sentido práctico» (p. 21).

Es cuento viejo. Dostoievski, apremiado por la escasez, escribió en un tris El eterno marido solo para descubrir que no tenía dinero para pagar el envío. De la peripecia de García Márquez y su mujer para reunir los 82 pesos que costaba enviar a Argentina el manuscrito de Cien años de soledad hay hasta vídeos virales; finalmente se mandó troceado, previo paso por el Monte de Piedad. Una tarde aciaga, Baudelaire hizo un sencillo cálculo: dividió todos los beneficios que le había dado su pluma entre los días de su vida que le había consagrado: un franco y medio por jornada. Sobra decir que no se trataba de dinero. Quien pueda vivir sin escribir -Rilke dixit-, que no escriba.

Mi artículo favorito de Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad habla, precisamente, de la pobreza. «La prueba definitiva de que no hay pobres es la necesidad que tenemos de importarlos y el gran valor que se les da, habida cuenta de su escasez. Si hubiera muchos españoles pobres, seguiría habiendo partidos de izquierdas. Pero la izquierda, a nivel mundial, ha descubierto que habiendo más pijos sensibles y yonquis de la superioridad moral que pobres, es mejor que te voten pijos y veganos a que te voten pobres» (p. 339).

¿Hay afectación moral más abyecta que el falso interés por los menesterosos? Para que afloren las virtudes de la miseria, es preceptivo que las sufra el prójimo. Por eso, para que no se rompa el hechizo, el objeto de nuestra piedad debe mantenerse a una prudente distancia. No es que los pobres sean irreales, como reza el dictum de Pasolini, sino que basta con una formación semipresencial para diplomarse en altruísmoEn la parábola bíblica, el mendigo Lázaro es despachado con indiferente diligencia por un rico -trasunto de Caifás- en medio de un banquete. Basta echar un vistazo a la cuenta de cualquier influencer para advertir que esto ya no funciona así. De producirse hoy el encuentro, el adinerado comilón habría aprovechado para hacerse un selfi con el pobre Lázaro antes de mandarlo a paseo.

Quienes hoy ensalzan a Olmos pensando que es de los suyos lo condenarán mañana. Uno lee la prensa para que le digan que aquello que intuía es verdad -para confirmar, digamos, juicios analíticos a priori- y no para que le lleven la contraria. Por alguna razón, Olmos evita halagar al lector, que es un recurso practicado con éxito por muchos de sus colegas. Bataille diferenciaba entre los escritores (écrivains) y los escribientes (écrivants). Los primeros se mueven por el placer, ven en la literatura un fin en sí mismo y, en ocasiones, ignoran lo que están diciendo realmente; los segundos, que saben de antemano lo que van a decir, trabajan por demanda social y, más que escribir, testimonian, denuncian y conciencian. En una época en que abundan los escribientes, cabe celebrar que siga habiendo escritores como Olmos.

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