THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Elogio de los claroscuros

«Si Mark Twain quería ser de veras antiesclavista (que lo quería), nos toca a nosotros corregirlo, pues el pobre no fue capaz de serlo con el empaque debido»

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Elogio de los claroscuros

Jorge Salvador | Unsplash

Cuenta la Biblia que el profeta Eliseo era calvo. Este detalle tiene su importancia porque, mientras ascendía hacia la ciudad de Betel, varios de sus muchachos se pusieron a mofarse de él: “¡Sube, calvo! ¡Sube, calvo!”. También nos refiere la Biblia que, entonces, “él se dio la vuelta, los vio y los maldijo en nombre del Señor. Salieron en aquel momento del bosque dos osos, que despedazaron a cuarenta y dos de aquellos jóvenes” (2 Re 2:24).

Es poco probable que usted, amigo lector, escuche este sangriento relato en alguna iglesia o catequesis. Se considera uno de esos pasajes bíblicos incómodos que leen con mayor frecuencia los ateos que los creyentes, deseosos los primeros de reprochar a los segundos cuán cruel es en el fondo ese Dios en que creen.

Con todo, esta narración ahí sigue, en todas las biblias del mundo; ningún cristiano ha propuesto aún expurgar las Escrituras de sus episodios más embarazosos. Tampoco se ha propuesto borrar, por ejemplo, las frases de San Pablo menos halagüeñas para las mujeres: como aquella que recomienda a las esposas ser sumisas ante sus maridos (Col 3:18) o quedarse calladitas en las reuniones, pues hablar en ellas es cosa de hombres (1 Cor 14:34). A lo más que se llega es a prescindir discretamente de leer justo estas frases, pongamos, durante un enlace matrimonial: no parece un buen modo de engrasar las relaciones entre los futuros consuegros. Fue el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, quien sí sugirió en su día publicar una versión editada de los evangelios que los purificara de cualquier línea moralmente cuestionable; pero Jefferson, al fin y al cabo, era un fanático ilustrado, no un cristiano.

Estos avatares de la Biblia tienen importancia porque constituye uno de los textos fundadores de nuestra civilización. De él se nutre gran parte de nuestra visión moral. Y bien, incluso en unas páginas tan importantes para nuestra distinción entre vicios y virtudes, unos y otras se entremezclan de un modo que pondría de los nervios a cualquier pedagogo contemporáneo. “¿Por qué no se deja más clarito a los lectores (diría nuestro escandalizado pedagogo) qué es lo bueno y qué es lo malo? ¿No se supone que Dios es bueno y que es mala la crueldad, que Eliseo era un enviado divino? ¿Por qué entonces tuvieron que desayunarse aquellos dos osos a unos chicos traviesetes? ¡Y encima instigados por los que se supone que deberían ser los representantes de la bondad!”.

Sin duda, el Dios de la Biblia no es tan majete como le gustaría a nuestra mentalidad actual: esta prefiere con mucho a ositos como Yogui y Bubu que a los vengadores de Eliseo. Pero, en realidad, ¿es que hay alguien que esté a la altura de las elevadísimas exigencias de nuestra mentalidad actual? Desplacémonos desde Judea hasta nuestra otra gran fuente, Grecia: ¿nos resulta hoy en día aceptable una apología de la guerra como es la Ilíada? ¿O ese relato tan machista, la Odisea, en que un hombre, Ulises, afronta intrépidas aventuras marinas mientras su mujer, Penélope, ha de aguardarle, paciente, guardando su hogar?

Todo esto por no mencionar los mitos helenos, en que el más alto de los dioses, Zeus, se dedica a embaucar a una fémina tras otra; cuando no secuestra a un chaval, Ganímedes, para convertirlo en su amante y camarero. ¿Es que hay alguna excusa para no “cancelar” inmediatamente al pervertido sobón de Zeus, por decirlo en la neolengua actual? ¡Si Woody Allen, Plácido Domingo o Kevin Spacey han tenido que sufrir mucho más por (presuntamente) mucho menos!

Más allá de las anécdotas culturalistas, creo que lo dicho puede revelarnos un rasgo típico de nuestra era, que va separándonos a los occidentales de nuestro pasado cultural como si un terremoto abriera un enorme abismo entre él y nosotros: vivimos tiempos que no aceptan las sombras, los claroscuros, los matices. Hoy se exige que los textos con que educamos a nuestros hijos sean tan solo luminosos, sin las enormes complicaciones y recovecos en que nos enredan esas antiguallas que son la Biblia o la Odisea. Por eso se censura en la novela Huckleberry Finn cualquier uso de la palabra nigger (“negrata”): si Mark Twain quería ser de veras antiesclavista (que lo quería), nos toca a nosotros corregirlo, pues el pobre no fue capaz de serlo con el empaque debido. O se prohíbe la novela Lolita en bibliotecas públicas: las Administraciones deben velar por nuestra luminosidad moral y un amorío de un adulto con una menor parece vía poco digna para ello.

No es que hayan faltado antecedentes de esta actitud rigorista. El maniqueísmo, por ejemplo, esa religión que interpreta el mundo como una lucha entre el Dios del Bien y el Dios del Mal, entre las Luces y las Tinieblas, cosechó cierto éxito durante los siglos III y V, e incluso cautivó algunos años a un tipo tan reflexivo como San Agustín. Diversos movimientos gnósticos, desde los valentinianos a los cátaros, han pespunteado también nuestro pasado con esa convicción: en el mundo puede distinguirse, debe distinguirse, radicalmente entre buenos y malos. Y por eso el Antiguo Testamento, que no guarda las debidas formas (Moisés, que se supone que es de los buenos, asesinó a un hombre; Jacob, al que le ocurre lo mismo, timó a su propio hermano), debería, según otra de esas sectas, la marcionita, excluirse de lo sagrado. Cancelarse, que diríamos hoy.

Es completamente razonable que si estamos a favor de la Luz (o de las Luces, como dirían en el siglo XVIII) rechacemos también las estatuas a personas que estuvieron lejos de ser puras. Solo los seres de luz, que no tienen claroscuro alguno porque de ellas mismas procede su luminosidad, merecen honores. Sí, sin duda Churchill batalló con denuedo contra el nazismo, pero también difundió ideas racistas, contribuyó al imperialismo e implantó toda una red de campos de concentración donde padecería torturas, sin ir más lejos, el padre del expresidente Obama; nada resulta más lógico, pues, que negarle todo culto. Sí, sin duda Colón culminó una hazaña marítima memorable, pero ya en su época fue acusado de despótico, cruel y nepotista: ¿no estaríamos ensalzando tan abominables vicios si hoy le dejásemos sobre un pedestal?

No tiene mucho sentido debatir con quien odia el claroscuro mostrándole los aspectos positivos de Churchill, Lolita o la Biblia: el mero hecho de que cualquiera de ellos posea en sí alguna sombra basta para desacreditarles por completo, por más que acumulen asimismo facetas brillantes. Reconozcámoslo: vivimos cada vez más rodeados de analfabetos morales, en cuyo vocabulario ético solo existen dos palabras, “buenos” y “malos”. Las redes sociales, sin duda, contribuyen a esta ola: “esto es bueno” y “Fulanito es malvado” son frases que, por burdas que sean, cuentan con la insuperable ventaja de caber bien en un tuit.

Por consiguiente, solo nos queda un camino si queremos combatir estos tiempos. Hemos de reivindicar el claroscuro. Hemos de dejar de considerar como “errores” los pasajes más truculentos de la Biblia, de la literatura, de nuestra historia. Bien al contrario, esos grandes relatos nos enseñan justo lo que el analfabeto moral de nuestros días debe aprender. A saber: que en todo lo humano se entremezcla lo más elevado y lo más bajo. Que en todo lo que más nos importa (amor, patria, dioses o fiestas) habrá siempre sombras, porque es en los días más soleados cuando estas se marcan mejor. Y que si te crees un ente de luz es solo porque no has mirado aún a tus espaldas: allí se proyecta una larga silueta, a menudo más sombría que la de todos aquellos a quienes ansías iluminar.

De nuestras aulas salen jóvenes cada vez más imbuidos de un sinfín de dogmas refulgentes: paz, ecología, empatía, diversidad… Esos jóvenes, empero, chocarán enseguida con un mundo que no es tan luminoso como les han enseñado que debería ser. Incapaces entonces de lidiar con el claroscuro, caerán en el odio a sí mismos o a la humanidad. Probablemente estemos ante la generación que más idiomas habla; pero de poco sirve esa facultad si solo la aprovechas para ir poniendo al mundo etiquetitas de “bien” y “mal” en seis lenguas diferentes. Ninguna gráfica, de esas que tanto gustan a los expertos en educación, ninguna estadística ni ningún numerito nos dejarán claro qué nos está pasando (salvo, tal vez, el creciente número de jóvenes adultos que necesitan medicarse para llevar una vida normal). Pero en las estanterías cada vez más abandonadas de nuestras antiguas bibliotecas, los viejos libros inconvenientes de antaño guardarán la respuesta y, si nos atreviésemos a enfrentarnos a sus claroscuros, también una puerta de salida ante tanta simpleza.

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