THE OBJECTIVE
Anna Grau

La Patria de un escritor

«Estamos ante la Patria de un gran escritor, entero e insobornable, que ha escrito lo que nadie se atrevió a escribir en todo este tiempo, que asumió todos los riesgos de esa historia como los sigue asumiendo»

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La Patria de un escritor

HBO

Recuerdo que me costó sentarme a leer Patria, de Fernando Aramburu. Este tipo de novela impone mucho incluso sin abrir. Se daba además el caso de que alrededor del libro se había establecido un cordón no sé si sanitario, pero sí cargado de silencios. De silencios más y más ominosos según más y más te acercabas al epicentro del sufrimiento civil vasco. El tipo de sufrimiento civil vasco que ves pasar de refilón cuando, pongamos, te vas a cenar con Fernando Savater al casco viejo de San Sebastián (muy cerca de donde mataron a Gregorio Ordóñez), y compruebas que todavía a día de hoy, a estas alturas, al paso de Savater y de con quien él sale a cenar, surgen miradas asesinas. Tan nítidas que hielan la sangre.

Me costó sentarme a leer Patria porque todas las novelas anteriores que había leído con el tema de ETA de fondo contenían mucha más rabia y desazón que literatura. Entendiendo por literatura no contarlo todo más o menos bonito, con más o menos estilo, sino contar algo real como la vida misma, pero haciéndolo trascender. Haciendo que el hecho de contarlo sirva para algo.

No hace tanto, en este país han triunfado novelas que, con la óptica actual, nos parecerían panfletos proetarras. Ocurrió en 1981: Cristóbal Zaragoza, alicantino, profesor de literatura en Barcelona, se alzó con el XXX Premio Planeta por su novela Y Dios en la última playa, que cuenta cómo un joven vasco se acaba haciendo de ETA, acaba recibiendo la orden de ejecutar a un militar, le entran las dudas, decide incumplir la orden…y a partir de ahí, imagínense lo que pasa.

«He escrito una reflexión moral sobre Dios, la vida y la muerte, sobre lo criminalmente absurdo que es matar», declaró Cristóbal Zaragoza la misma noche que le dieron el Planeta. Más cosas que declaró: «El tema se me ocurrió cuando, cada día, hace un año más o menos, nos daban la noticia de que mataban a alguien. Ahora no sé ni me preocupa cómo sentará a ETA la novela. Mi sentimiento hacia los terroristas es de piedad. No he hecho una novela anti-ETA. Todos los personajes que salen en ella son muy humanos, son seres humanos y lo trato con el mismo respeto que a cualquier persona».

Para el autor, un terrorista era «un ser humano como otro cualquiera. En este caso, ese terrorista se encuentra al final y tiene grabada entonces la noción exacta de la existencia de Dios, le pesa en la conciencia el hecho de que tenga que matar». «Se trata de un buceo en la conciencia, no es ni moralista ni moralizante. Tampoco es política. El amor, por otra parte, también ocupa en ella un lugar importante», declaró por último.

Yo me leí Y Dios en la última playa. Eran tiempos en los que no te entraba en la cabeza no leerte el Premio Planeta todos los años. También eran tiempos en que cierta manera de ser progre pasaba por justificar o cuanto menos «entender» las acciones de ETA. Faltaba mucho para Hipercor, para Miguel Ángel Blanco…para que todo el mundo tuviera todo tan claro como ahora.

¿Era una buena novela Y Dios en la última playa? No mucho, en mi opinión. Más efectista que profunda, con indiscutibles buenos momentos (recuerdo una escena en que el etarra evoca cómo iba a pescar con su novia antes de dejarla plantada para ingresar en la banda terrorista, y cómo les acompañaba su hermano mayor, que llevaba las cañas de pescar al hombro, que cargaba con el peso todavía invisible entonces de tanta vida por vivir o destruir…), pero globalmente fallida y atragantada de aspaviento. Más lacrimógeno que conmovedor. El caso es que en su día quedó como una novela valiente, precisamente por osar adentrarse en la mente de los que mataban, y a qué ritmo entonces, por cierto. Por intentar comprender, que no necesariamente justificar, cómo se había llegado a eso.

Han pasado cerca de cuarenta años. Ya nadie se atreve a escribir novelas que busquen penetrar, no digamos empatizar, con la intimidad psicológica de los terroristas. Pero lo más curioso es que en todo este tiempo nadie se hubiese atrevido tampoco a lo contrario. A intentar «abrir» literariamente el melón del corazón de las víctimas. A asomarse a esa realidad no desde el manifiesto político, la crónica de prensa o el duro y acerado relato judicial. A entrar en el mismísimo infierno con el verbo desnudo en la mano.

¿Se acuerdan del famoso discurso de Churchill ante el Parlamento británico, cuando juró combatir al nazismo en los cielos, en las playas, etc? Sus oponentes políticos, los partidarios de contemporizar con Hitler, se batieron en retirada rezongando entre dientes: «Ha lanzado la lengua inglesa a la batalla». Como lamentándose, para entendernos, de que con el mero poder de la palabra, todo un pueblo pudiese pasar en un segundo de acobardado a invencible.

Durante tantísimos años a nadie se le ha ocurrido escribir nada como Patria porque muchos decían que una novela así no se podía escribir. Que el tema era demasiado sensible, demasiado inflamable. Demasiado explosivo y demasiado delicado. Cuando finalmente Fernando Aramburu la escribió, no faltaron algunos palmos de narices alrededor de su instantáneo, mayúsculo éxito. No faltó quien, y no precisamente en círculos proetarras, tratara de disminuir aquello diciendo por lo bajini –estas cosas siempre se dicen por lo bajini- que «no había para tanto» y que la novela «no hace justicia a lo que de verdad hemos vidido aquí».

Pero alguna justicia haría, algún nervio vivo tocaría, cuando repentinamente y abrumadoramente tanta gente conectó. Yo misma vencí mis prevenciones y me senté a leerla, y una vez sentada ya no me levanté, mientras el corazón se me iba llenando de algo que iba más allá del agradecimiento. Lo digo con toda la humildad de no ser ni siquiera vasca, de ser «sólo» una catalana que algo sabe de cómo una comunidad se va resquebrajando y rompiendo por dentro mientras van pasando cosas que todo el mundo dice que no se pueden decir. Ni escribir. Hasta que ya es demasiado tarde.

A diferencia de la novela de Cristóbal Zaragoza, la de Fernando Aramburu me pareció y me parece una obra maestra. Porque paso a paso, diálogo a diálogo, escena a escena, cincela tantos matices posibles del dolor, de la angustia, del arrepentimiento, del miedo, de la culpa, de la no culpa, que como lectora sientes que te vas anegando de capacidad de comprender sin miedo a juzgar. O viceversa.

Y de repente sale el cartel del anuncio de la serie de HBO y se lía todo este cristo que a  mí, ya me perdonarán, me ha pasmado un tanto. Porque a ver: ¿qué sentido tiene elogiar una novela por su capacidad de afrontar el drama vasco desde más de un punto de vista, de romper los clichés del maniqueísmo, y luego poner el grito en el cielo por un cartel que, con todo el mal marketing que se quiera, llama la atención sobre eso mismo, sobre el hecho de que no estamos ante una obra fácil ni lineal? En Euskadi ha habido muertos porque alguien los mataba. Contar la historia de quien los mataba, incluso de quien se sigue resistiendo a pedir perdón por haberlos matado, ¿es delito de lesa política o de alta literatura? ¿Negó alguna vez Truman Capote que los protagonistas de su aclamada A sangre fría habían cometido un crimen atroz? ¿O Dostoievski que Raskolnikov fuese un asesino?

Me he leído con lupa el comunicado de Aramburu calificando de «desacierto» el cartel promocional de la HBO y me parece tan ponderado y tan bien escrito como la novela misma. Un gran escritor lo es desde que se levanta hasta que se acuesta. Me gusta lo que dice y cómo lo dice, sin perder los nervios ni los papeles, defendiendo la fidelidad global de la serie (habrá que verla…) a lo que él escribió. Me quedo especialmente con esta frase, tan noble como hermosa: «Atribuyo el cartel a una estrategia de márquetin que no comparto. Incumple una norma que yo me impuse cuando escribí mi libro: no perder de vista el dolor de las víctimas del terrorismo, tratarlas con la empatía y el cariño que merecen. La serie, en mi opinión, sí lo hace».

Es importante saber mantener la calma en un momento así, escribir algo así cuando tienes que escribirlo pisando huevos. Patria es una gran novela porque se las arregla para sortear momentos humanos muy vidriosos, muy difíciles de describir, y lo hace, pues sí, salvaguardando en todo momento y lugar la empatía y el cariño que toda víctima merece.

Es casi un lugar común decir que la patria de un escritor es su lengua. En este caso, estamos ante la Patria de un gran escritor, entero e insobornable, que ha escrito lo que nadie se atrevió a escribir en todo este tiempo, que asumió todos los riesgos de esa historia como los sigue asumiendo. El cartel de HBO puede ser exactamente eso, un desacierto, una torpeza. Incluso puede ser una estupidez. Igual que algunas de las reacciones sospechosamente exageradas y fariseas que ha suscitado. Pero ni el cartel es un crimen, ni es un crimen escribir bien de todo lo malo que pasó. Y pasa.

Siempre he creído que la literatura llega a donde no llegará nunca la política, porque la política nos encuentra siempre acorazados, con la opinión hecha, mientras que una historia bien contada aviva nuestra curiosidad, ablanda estereotipos y nos arma, sí señor, para la empatía y el cariño. Con las víctimas de absolutamente todo. También de la necedad y de la incomprensión.

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