THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Cuando todos quieren vivir a costa de todos

«Las élites están enfocadas en legislar el futuro porque, si la revolución tecnológica lo cambiará todo, ¿qué sentido tiene atender las tribulaciones de millones de sujetos?»

Opinión
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Cuando todos quieren vivir a costa de todos

Xinhua News

Si usted, querido lector, siente que la precariedad le envuelve gradualmente o que en su casa la crisis económica parece haberse vuelto crónica, no señale a los burócratas, expertos y políticos, porque sus problemas poco tienen que ver con los intereses, fijaciones y ocurrencias de estos personajes. Su enemigo es la revolución tecnológica. 

Esta revolución, nos dicen, alterará radicalmente la forma secular de entender el mundo, de trabajar, relacionarnos y vivir. De ahí que los expertos dediquen sus esfuerzos a anticipar las graves tensiones socioeconómicas, incluso éticas, de ese nuevo mundo que está por llegar, y que políticos y tecnócratas esbocen regulaciones para avances que, más allá de la imaginación, todavía no existen. Es decir, las élites están enfocadas en legislar el futuro porque, si está escrito que la revolución tecnológica lo cambiará todo, ¿qué sentido tiene atender las tribulaciones de millones de sujetos que realizan actividades condenadas a extinguirse? Poco se puede hacer por ellos, salvo animarlos a que se adapten a los nuevos tiempos. Renovarse o morir.

La consigna es clara. No es momento de cuestionar la deriva del Estado social, sino de reforzarlo de cara al futuro. Así, cualquier problema relacionado con la realidad actual se convierte en una cuestión menor. Por ejemplo, ¿a quién le importa que en España, un país con un desempleo estructural escandaloso, obtener la licencia para el negocio más básico requiera abonar una bonita suma de dinero a una gestoría especializada, porque de otra forma uno se perderá sin remedio en la selva normativa? Esto es algo tan normal que la propia Administración, según vomita en la cara del solicitante sus requerimientos y éste siente que el vértigo le invade, le facilitará una lista con algunas gestorías.  

Siguiendo esta lógica, se asume como normal que una actividad tan básica como la reparación de automóviles esté sujeta a una maraña de leyes, como la declaración responsable de talleres de reparación de vehículos de la Dirección correspondiente; la Ley 21/1992, de 16 de julio, de Industria, modificada entre otras por la Ley 25/2009, de 22 de diciembre; la Ley de Evaluación Ambiental de la Comunidad de turno (ojo, el texto consolidado); el Real Decreto 559/2010, por el que se aprueba el Reglamento del Registro Industrial Integrado; el Real Decreto 1457/1986, de 10 de enero, por el que se regulan la actividad industrial y la prestación de servicios en los talleres de reparación de vehículos automóviles, de sus equipos y componentes; la Ley 34/2007, de 15 de noviembre, de calidad del aire y protección de la atmósfera (BOE 16/11/2007), modificada por el Real Decreto 100/2011, de 28 de enero, por el que se actualiza el catálogo de actividades potencialmente contaminadoras de la atmósfera y se establecen las disposiciones básicas para su aplicación…

Y quien dice un taller para automóviles, dice una panadería, una academia de idiomas o cualquier otra actividad sin demasiadas pretensiones. Como es lógico, cuanto más alto se apunte, con mayor normalidad caerán sobre nuestras cabezas toneladas de normas, regulaciones y arbitrariedades. Así, si lo que se pretende es crear una industria en toda regla, y milagrosamente se logra cumplimentar los trámites previos, la Administración tendrá de plazo un año para contestar. Y si transcurrido ese tiempo no lo hace, el silencio administrativo se entenderá como desestimatorio. Llegados a este punto, averiguar por qué se ha denegado el permiso, y subsanar las supuestas deficiencias, supone iniciar una nueva y aún más incierta travesía en el burocrático mar de los Sargazos. 

Todas estas normalidades tienen, claro está, su merecida recompensa. Por ejemplo, que nuestro país sea subcampeón mundial en tiempo dedicado a la burocracia (entre los países desarrollados), sólo por detrás del monstruoso Estado francés, foto finish mediante, y campeón absoluto en dificultades tributarias para los que se atreven a crear una empresa, según los propios interesados.

Otra consecuencia de la normalidad imperante es que las preferencias mayoritarias de las nuevas generaciones se alejen de ser emprendedor (en el Estado social, empresario es una palabra malsonante), y muchos jóvenes afirmen preferir trabajar para la Administración, por tedioso que resulte. Esta preferencia no sólo está relacionada con el ambiente cultural. Los jóvenes demuestran cierto pragmatismo, hacen sus elecciones fijándose en lo que eligen los demás y las consecuencias de estas elecciones. Y lo que observan es normalmente disuasorio. 

Las burocracias, nos dicen, crecen sin tasa debido a la Ley de Parkinson: las competencias y el personal se expanden para consumir los recursos disponibles. O que se comportan de acuerdo con otras máximas, como el principio de Peter: en las organizaciones jerárquicas, el personal es ascendido de forma sistemática hasta que, inevitablemente, su incompetencia aflora, y todos los puestos importantes acaban ocupados por incompetentes. También se han elaborado teorías más elegantes. Por ejemplo, William A. Niskanen sostiene que las oficinas se expanden porque los burócratas buscan maximizar su presupuesto para mejorar su posición (atribuciones, tamaño del departamento que dirigen, número de subordinados). Lo que limita este proceso es que, a pesar de todo, deben cumplir hasta cierto punto con la función prometida y, si constantemente caen por debajo de lo esperado, su presupuesto será recortado por gobernantes descontentos.

Sin embargo, todas estas teorías no explican por qué el infierno burocrático ha alcanzado la pavorosa dimensión actual. Esto no es solamente el producto de una mayor especialización, la maximización del presupuesto o las aspiraciones personales del burócrata. Es, sobre todo, resultado de decisiones políticas tomadas por representantes elegidos en las urnas. Antes, el pueblo a menudo pedía más de lo que el gobierno estaba dispuesto a proporcionar; es decir, los gobernantes moderaban las demandas populares. Hoy, la acción política no solo se pliega velozmente a cualquier estímulo mínimamente popular, sino que el gobierno mismo crea ese estímulo e, incluso, actúa antes de que exista como tal.

Es la inmarcesible «vocación de servicio» de unos políticos sospechosamente solícitos, junto a la complicidad popular, lo que ha convertido el infierno burocrático en algo tan normal como real. Nada hay, pues, que mirar ahí. Por el contrario, el desafío de la revolución tecnológica no cesa de rugir en las noticias, en los discursos políticos y en los estudios académicos, donde se insiste en que las principales causas de la pobreza y el desempleo son la falta de formación, el atraso tecnológico y la presión de la globalización.

Desde luego, hay muchas causas, pero la burocratización, con su temible derivada, la hiperregulación, es, sin duda, uno de los principales problemas que, lejos de extinguirse con la revolución tecnológica, seguirá expandiéndose y condicionando muy negativamente las expectativas de millones y millones de individuos. De hecho, las demandas populares, atomizadas en particularismos locales y cantonalismos, nuevas identidades, autopercepciones, victimismos, miedos sanitarios, etc., serán diligentemente atendidas por los políticos creando nuevas leyes, normas y regulaciones en una espiral sin fin.      

En una escena de The Wire, dos trabajadores contemplan las ruinas del glorioso pasado industrial de la ciudad. De repente, uno de ellos le dice al otro: «Antes fabricábamos cosas. Hoy todos metemos la mano en el bolsillo de los demás». Apuesto a que la tendencia a que todos quieran vivir a costa de todos no cambiará en el futuro y que, en consecuencia, la burocracia, lejos de reconducirse, seguirá aumentando. Y cabe preguntarse, de cara a la temible revolución tecnológica, ¿de qué servirá poseer la mejor formación si el legislador determina caprichosamente quién puede ejercer una actividad y quién no? ¿Cómo aprovecharemos la más formidable tecnología, si la farragosa burocracia sirve para favorecer a unos en detrimento de otros de forma arbitraria? ¿Qué utilidad tendrá una mayor capacidad de adaptación, si la complejidad y contradicción de las normas permite ejercer la discriminación, enriquecerse y conculcar, por la vía de los hechos, el principio de igualdad ante la ley?

Para terminar, sólo una última observación. Llama la atención que la arbitraria imposición de las mascarillas en exteriores haya provocado tanta indignación y que, sin embargo, nos hayamos dejado envolver en el preservativo gigante del Estado social tan dócilmente.

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