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Argemino Barro

Donald Trump: tres venenos contra la democracia

«Ahora Trump está como en el exilio; ya no goza de cuenta de Twitter, ni abre los informativos, ni despierta el interés histérico de los últimos años. Pero quizás no le haga falta. Su trabajo ya está hecho»

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Donald Trump: tres venenos contra la democracia

Europa Press

Desde que lanzó su candidatura presidencial insultando a los mexicanos, en 2015, seguir a Donald Trump ha sido más parecido a observar un extraño ritual chamánico que una carrera política al uso. El verdadero partido siempre se ha jugado en otro campo, un campo oculto, enterrado en la geografía de los sesgos cognitivos.

El despliegue de las malas artes del expresidente, que veremos a continuación, desembocó en el asalto al Capitolio de hace un año; un episodio que desvela como ningún otro la naturaleza del rencoroso divorcio por el que pasa el pueblo estadounidense. Según una encuesta de Ipsos y ABC News, uno de cada cuatro norteamericanos cree que el ataque al Congreso se hizo para «proteger la democracia». Y dos de cada tres votantes republicanos, contrariamente a toda evidencia, siguen pensando que Joe Biden ganó con ayuda del fraude electoral.

Es un paisaje pavoroso cuya historia, una vez más, tenemos que trazar. El declive democrático de Estados Unidos se explica por factores mucho más grandes y decisivos que la figura concreta de un demagogo. Pero ha sido el demagogo quien ha sabido acelerar la enfermedad, administrándole tres venenos al paciente.

El primer veneno está en la forma: Donald Trump no se guía por las reglas de la política, sino de la televisión. Su mente funciona como un reality show: un ecosistema donde prima la sensación, el impacto, el morbo y la sorpresa. Lo aburrido, a menudo lo veraz, es descartable. Solo quedan la imagen y la grasa. He speaks cable, me decía su biógrafa, Gwenda Blair. El lenguaje de la televisión por cable.

Cuando era presidente, Trump veía la televisión varias horas al día, en lo que su gabinete llamaba «tiempo ejecutivo». Para él era como ir al gimnasio. Una manera de afilar su memoria muscular, de mantenerse alerta, como el deportista que practica miles de veces al día el mismo ejercicio. ¿Qué dará que hablar esta semana? ¿Qué anzuelo picarán los periodistas y cómo puedo manipularlo?

Cualquier asesor político, al menos hace seis años, hubiera dicho que abrir una campaña atacando a la minoría latina más grande de EEUU, 37 millones de mexicanos, hubiera sido un suicidio. Pero fue un momento televisivo excelente, irresistible. Los periodistas caímos en la trampa. Solo fue el principio. 

El segundo veneno estaba presente en el sistema: los medios de comunicación no estaban equipados para entender a Donald Trump. Ya no por su estilo amarillista, que desde los años setenta había sido la marca personal del magnate, sino por la pérdida de conexión entre los altamente especializados y sofisticados medios urbanistas, y el demos; especialmente, las clases rurales blancas.

Donald Trump no inventó nada. Solo intuyó lo que ya existía: un granero emocional listo para ser explotado. Un próspero campo de espigas sentimentales pidiendo una hoz, una mano firme que las recolectase y les diese un uso. Así que el gran salesman confeccionó un producto nativista y se puso a vender crecepelo a los calvos.

El entonces candidato se ganó la confianza de unas cuantas decenas de millones de votantes: les dijo lo que ansiaban oír, que ellos eran la gente decente, trabajadora y buena, los honestos, los fuertes, la sal de la tierra, y que su esplendorosa patria había sido robada por unos hipócritas presuntamente preocupados por la capa de hielo de Groenlandia, pero inmunes al sufrimiento del vecino; autoelegidos portavoces de los débiles y los humildes, pero desde sus ambientes acomodados; expertos en esto y lo otro, pero incapaces de cambiarle la rueda a un coche.

Una vez Trump consiguió esa lealtad, con una mezcla de mensajes populistas, humor e incorrección política bañada de xenofobia, pasó de ser un candidato republicano a un jefe tribal. Un agitador capaz de partirle las piernas al Partido Republicano y quedarse él con las riendas: con el control de las bases.

En el año 2000, o en 2008, o en 1976, su estrategia probablemente no habría funcionado. Pero en 2016 el país estaba maduro: el pueblo americano había empezado a tramitar el divorcio. Trump solo tenía que acelerar el proceso.

Entre sus muchas técnicas de polarización, ha primado la de dar a elegir entre dicotomías cada vez más extremas. Cuando tenía oportunidad, Trump presentaba al país una situación maniquea y lo forzaba a elegir bando. 

Así, uno puede no estar totalmente de acuerdo en que hincar la rodilla en un partido de fútbol americano, como hizo Colin Kaepernick mientras sonaba el himno, en protesta por los casos de brutalidad policial, sea algo terrible y antipatriota. Pero, si hay que elegir entre Trump y los manipuladores mediáticos que ven racismo hasta en la sopa de fideos, un conservador elige a Trump.

Uno puede saber que, evidentemente, no todos los inmigrantes indocumentados que cruzan la frontera son unos criminales, pero, si hay que elegir entre las medidas estrictas de Trump y las políticas complicadas y blanditas de los demócratas, un conservador elige a Trump.

La técnica chamánica más astuta de esta tribalización es que, el otro lado del espectro, la izquierda político-mediática participa en la espiral: se lanza de cabeza. La lealtad conservadora a Trump es directamente proporcional al profundo asco que le tienen los progresistas, a la obsesión, a los editoriales y ataques constantes, muchas veces plagados de sesgos e imprecisiones.

Estas dos fuerzas opuestas se enzarzaron en un baile de locura, girando cada vez más rápido, como una peonza de amor y de odio, de lealtad y traición, que ha ido deshaciendo los tejidos sociales e institucionales de Estados Unidos. 

La mentira del supuesto fraude electoral de 2020, que empezó a diseminar meses antes de los comicios, ha sido la última y más importante falsa dicotomía que Trump ha presentado al electorado. Una buena porción del país, pese a las abundantes pruebas en contra, se creyó el bulo, y una porción de esa porción acabó corriendo como una jauría por los pasillos del Capitolio. Un año después, las opiniones se mantienen intactas, petrificadas en algún lugar profundo del subconsciente.

El tercer veneno es el más fundamental: Donald Trump ve el mundo como una guerra sin cuartel, una agonía donde las supuestas líneas rojas del honor, la transparencia o la veracidad solo son tretas que se han inventado los débiles para dominar a los fuertes. 

En semejante escenario, donde los caníbales se devoran los unos a los otros en la lucha por el poder, solo existe la táctica de la tierra quemada: elogiar hasta el infinito a aquellos que te sean adictos y calumniar hasta los infiernos a los que no; moldear la percepción de la realidad con 30.000 mentiras en cuatro años, agotar las defensas psíquicas de la audiencia, denigrar al sistema para convertirse en la única alternativa y alentar un ataque contra las instituciones que certificaron tu derrota.

Ahora Trump está como en el exilio; ya no goza de cuenta de Twitter, ni abre los informativos, ni despierta el interés histérico de los últimos años. Pero quizás no le haga falta. Su trabajo ya está hecho. La lealtad está labrada, la insidia ha echado raíces. Mientras, cultiva una maquinaria electoral millonaria, sigue siendo el republicano más popular del país y mueve sus fichas, posiblemente, de cara a 2024.

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