THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Las exigencias del día

«Los grandes gobernantes han sido, en muchos casos, intelectuales fracasados o aficionados»

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Las exigencias del día

Josep Tarradellas | Europa Press

En la última sesión del Clan del Oso Tabernario, que periódicamente reúne en la capital a algunas de las mejores cabezas que quedan en este país –con muy elegidos invitados puntuales, una invitada en el caso del pasado miércoles, apasionada, responsable y de  frialdad moderada–, se habló de la cuestión de la vocación política, en principio para tratar de entender la general inanidad de nuestros gobernantes y la muy particular vacuidad de nuestro actual presidente del Gobierno, cuya moral vacante va camino de convertirse en signo de nuestra época. Antes, un maestro socrático lanzó la cuestión infinita del vocativo griego como llamada que excluye el valor meramente predicativo de los dioses, puesto que lo divino solo se manifiesta en su condición de acontecimiento. Se habló luego, por supuesto, de las disquisiciones de Max Weber en torno al Beruf. Así es como Lutero, en las cartas de San Pablo, tradujo tanto el término klésis, referido al llamamiento divino, como las palabras érgon y pónos, que remiten a «obra» y «ocupación». En un pasaje concreto de la Carta a los Corintios, Lutero, de acuerdo con la interpretación de Weber, habría unificado en una sola palabra, Beruf, el llamamiento divino y la profesión o el trabajo: Ein jeglicher bleible in dem Beruf, darin er berufen ist, es decir, «que cada cual permanezca en la profesión a la que ha sido llamado». O como traduce Casiodoro: «Cada uno en la vocación en que fue llamado, en ello se quede».

Según Weber, los países católicos carecen de esa doble acepción de Beruf que convierte toda actividad pública en algo santo, puesto que de la calidad de la vocatio interna depende la vocatio externa y al final el estado de la sociedad a la que uno pertenece. Se trata de un extremo discutible, puesto que en español «vocación» ha terminado por emanciparse del ámbito religioso para denominar cualquier llamamiento profano y laboral, aunque tal vez el término no lleve tan aparejado como en la ética protestante la noción de deber. Más allá, de todos modos, de estos problemas de detalle, la cuestión nos sirve para reflexionar en torno a la clásica relación entre la vita activa y la vita contemplativa, entre la acción política y la introspección teórica. ¿Qué es lo que impulsa a alguien a participar en la cosa pública? ¿Y cómo influye el pensamiento en el político? Hannah Arendt habló del misterio que supone la decisión que el estadista toma en soledad después de escuchar a sus consejeros, comparándolo con el enigma de la decisión del sujeto moral ante sus problemas. ¿Cuál es el ámbito al que se repliega el gobernante para dictar sus órdenes? ¿Y qué ocurre cuando ese ámbito, como en el caso de nuestro actual presidente, parece haber sido sustituido por las ondulaciones de la propaganda y la oportunidad? ¿Qué ha pasado en realidad cuando un gobernante ha sustituido la foto al teléfono por la comparecencia en el Congreso para informar, por ejemplo, del despliegue militar en Ucrania?

En su ensayo Mirabeau o el político (1927), una de las mejores reflexiones que se han escrito en España sobre el asunto, Ortega analiza la relación, siempre suspicaz y parasitaria, entre el intelectual y el hombre de acción. Además de dar una definición de política que sigue siendo absolutamente vigente («política es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado para una nación»), Ortega especula sobre las diferentes constituciones espirituales de uno y otro tipo, el político que vive del engaño, la persuasión y la mentira y el intelectual que define y protege la verdad pero que sólo triunfa en el martirio y el naufragio. Si el intelectual es «un hombre enfermo», el político exhibe «una espléndida fisiología» de animal que no se ve a sí mismo. Uno y otro, sin embargo, se necesitan como partes de esa única conciencia escindida que Shakespeare fue el primero en evidenciar de una manera exacta y cruda: And thus the native hue of resolution / Is sicklied o’er with the pale cast of thought («Y así el matiz nativo de la resolución / se opaca con el pálido reflejo del pensar»). La ética guerrera del viejo rey Hamlet ya no se corresponde –esa es la tragedia– con la nueva llamada del príncipe y heredero, estudiante de Wittenberg, condenado a pensar y demorar the deed, la acción. Aquello que distingue al político verdadero del vulgar gobernante es, según Ortega, esa nota de intelectualidad que, «como un fuego de San Telmo», corona la combustión de su espíritu.

Los grandes gobernantes han sido, en muchos casos, intelectuales fracasados o aficionados. Ortega recuerda que César, mientras cruzaba en su litera los Alpes, compuso un tratado de Analogía. Mirabeau escribió en prisión una Gramática. Y  Napoleón, en su tienda de campaña, sobre la nieve rusa, redactó el minucioso reglamento de la Comedia Francesa. «Yo siento mucho», dice Ortega, «que la veracidad me obligue a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de quien no haya oído cosa parecida. ¿Por qué? Muy sencillo. Esas creaciones suplementarias y superfluas son síntoma inequívoco de que esos hombres sentían fruición intelectual. Cuando una mente se goza en su propio ejercicio y al audaz obligado añade el lujoso brinco –como el músculo del adolescente que complica la marcha con el salto por pura delicia de gozar su propia elasticidad–, es que posee su pleno desarrollo, que es capaz de todas las penetraciones contemplativas». En nuestro tiempo, Josep Tarradellas, un hombre sin estudios superiores, fue sin embargo un lector obsesivo de Montaigne y llegó a tener una colección imponente de ediciones de los Ensayos, conservada en su archivo del monasterio de Poblet. Su trayectoria política no se explica sin ese trasfondo estoico.

Ortega, en realidad, estaba hablando de lo mismo que había abordado Max Weber apenas unos años atrás. Se trata de un problema intempestivo y constante en todas las culturas. El propio Weber trajo a colación el diálogo, en la Gita, entre el dios Krishna y el príncipe Arjuna en el campo de batalla. El príncipe ha tirado el arco, abatido por tener que luchar contra familiares y amigos. Krishna, sin embargo, le recuerda su obligación de guerrero y la necesidad de actuar para preservar el orden social y cósmico, sin dejar de advertirle que uno debe conocer el desapego y la distancia y aprender a vivir dentro y fuera del tiempo. El canto divino se convierte así en una guía a la vez civil y espiritual.

Al final de La ciencia como vocación (1919), Weber trae a colación una cita de Isaías (21, 11-12), que no es del todo exacta pero que a él le sirve para su reflexión.  Tal y como él la transcribe, la bella canción del centinela edomita, de la época del exilio, dice lo siguiente: «Una voz me llega de Seir, en Edom. ‘Centinela, ¿cuánto durará la noche aún? El centinela responde: ‘La mañana ha de venir, pero es noche aún. Si queréis preguntar, volved otra vez’».  Y acaba comentando Weber: «El pueblo a quien esto fue dicho ha preguntado y esperado durante más de dos mil años y todos conocemos su estremecedor destino. Saquemos de este ejemplo la lección de que no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder, como hombre y como profesional, a las ‘exigencias del día’. Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el daimon que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia». Weber estaba, de alguna manera, impugnando el mito de la salvación que ha inspirado todas las utopías de Occidente. Pero en die Forderung des Tages –«las exigencias del día», una cita de Goethe que a su vez procede de Kant– sigue resonando una vocación interna –el daimon– que acoge la luz de la mañana sin olvidar la sombra inquietante del centinela.

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