THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

El atractivo sexual de la riqueza es irresistible

«Belleza y dinero: dos formas equivalentes del ‘sex appeal’. Y hasta, si me atreviese, diría que son la misma cosa»

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El atractivo sexual de la riqueza es irresistible

Imagen de promoción de 'Soy Georgina'. | Netflix

Que partiendo de la escasez más incómoda Georgina Rodríguez haya alcanzado, mediante el matrimonio con el famoso futbolista Cristiano Ronaldo, la fama y la riqueza, y hasta se haya convertido en icono popular, de manera que sale en la prensa cada día y le dedica a su opulenta banalidad Netflix una serie, que está teniendo éxito grande, es normal. Y que los moralistas de guardia se indignen o se extrañen ante su banalidad, es lo raro. Siempre le han gustado a (casi) todo el mundo las historias del apostador astuto o afortunado que hace saltar la banca del casino de Montecarlo más, mucho más, que las angustias abismales de El jugador de Dostoievski.

Cierto que no hace tanto tiempo, una figura como ella para acceder a la fama tenía que «dar» algo, pagarla de alguna forma: si no con talento o con habilidades de alguna clase (actuar, cantar, andar sobre el alambre, o cualquier otra disciplina más o menos peregrina, como por ejemplo, en el caso del gran Houdini, escapar de ataduras, de esposas, de cadenas)… si no con algo de eso, por lo menos con la difusión de algún vídeo robado con escenas de su vida sexual, como en los casos de Paris Hilton, la Kardashian o la «vigilante de la playa» Pamela algo.

Ahora se ha alcanzado un nivel de estilización de la fama en que ya para alcanzarla lo mejor es no hacer nada salvo andar con felino contoneo como las llamadas «supermodelos» (poseedoras del gancho irresistible del silencio: «Me gustas cuando callas, porque estás como ausente») o hacer el mamarracho y decir tontadas desde casa, como los influencers; o mejor aún, casarse bien, la pura ósmosis, como en el caso de la señora Trump o de Georgina.

Que son irreprochables, de una convencionalidad eterna, puro atavismo. La mujer pobre, joven y guapa busca y se enamora del hombre rico, pues la riqueza –fíjate qué curioso—es un precipitador que ayuda mucho a revelar la belleza interior del varón feo: resulta que, estudiado en la intimidad por la Bella, la Bestia es, como cualquier otra persona, un niño desvalido, una sensibilidad lacerada, un corazón anhelante; y de forma recíproca el rico persigue la belleza, que es un tipo de dinero que no posee y que, una vez descifrada, revela también la oculta complejidad, delicada y admirable, de la que aquella (la belleza) es máscara y llave.

Belleza y dinero: dos formas equivalentes del sex appeal. Y hasta, si me atreviese, diría que son la misma cosa.

Empleada en una tienda, con estudios de inglés gracias a su estancia como camarera en Londres (¡siempre se ha dicho que el conocimiento de idiomas ayuda a abrir muchas puertas!), Georgina, fantasía social sobre el amor que se presenta como golpe de suerte, es la última manifestación de un atavismo milenario y de vigencia permanente, imperturbable por más cambios de mentalidad que postule el feminismo. ¿Por qué habría de caerle mal a nadie esa joven? ¿Por qué habría de caerle bien?

El cuento de la Cenicienta, con su zapatito de cristal y su príncipe azul puede dar dentera y hasta repugnancia, puede ser combatido y expulsado, por machista, de la lista de recomendaciones de lectura para las nuevas generaciones, pero habita en una circunvalación cerebral y se reencarna incesantemente, por ejemplo en la película Pretty woman, que es la preferida de varias generaciones de mujeres cándidas que creen o desean creer que un golpe de dados las podría transformar de patito feo en cisne blanco.

Empezar otra vez la partida de la vida, pero ahora con baraja nueva y triunfos en las manos y en las mangas, es una fantasía humanísima. Su formulación en la alta cultura está en La gitanilla de Cervantes; y su refutación, en La desheredada, una de las mejores novelas de Galdós, donde la pobre y bella Isadora –«¡cree en tus sueños! ¡No renuncies nunca a tus sueños!», repite esa intensa campaña de propaganda que tanto sirve para vender boletos de lotería como para hacer aceptable y mágico el sistema— apuesta su vida entera a un desengaño atroz.

No vale la pena pensar ni un minuto más en un fenómeno insignificante, que además se repite tanto, y contra el que no hay nada que decir. A los seres contentos con su suerte y sus bolsos de marca, que Dios los bendiga, siempre y cuando no den lecciones.

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