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Xavier Pericay

El menoscabo del mérito

«La podredumbre que afecta a nuestra democracia tiene expresiones mucho menos vistosas pero tanto o más lesivas que los efectos de Pegasus»

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El menoscabo del mérito

La ministra Portavoz, Isabel Rodríguez (i) y la ministra de Sanidad, Carolina Darias (d). | Europa Press

Se habla mucho estos días, a propósito de los casos de espionaje, de degradación democrática. No seré yo quien lleve la contraria. Pero, sin desmerecer para nada la gravedad de los hechos y su funesta repercusión en la imagen exterior de España –la interior, rota ya en mil pedazos, mejor la dejamos estar–, mucho me temo que la podredumbre que afecta a nuestra democracia tiene expresiones mucho menos vistosas pero tanto o más lesivas que los efectos del Pegasus de marras. Empezando por todo cuanto afecta a la educación –pública, en especial–, eso que antes se conocía como enseñanza y, antes aún, como instrucción. Y por más que en este fangal haya donde escoger –remito al lector, sin ir más lejos, a lo expuesto en el reciente ‘Manifiesto en defensa de la Enseñanza como bien público (contra la LOMLOE y las leyes que la preceden)‘–, me da que no existe nada tan trascendente como la cruzada emprendida por nuestros pedagogos y legisladores en contra del mérito.

Primero porque son ya muchas décadas de menoscabo sostenido. Pero, sobre todo, porque esa doctrina educativa ha ido inculcando en nuestros jóvenes y ya no tan jóvenes la creencia de que valores como el esfuerzo y el trabajo en vez de favorecer el aprendizaje y el crecimiento personal, los dificultan; de que no hay nada peor que intentar ser el mejor o, por lo menos, uno de los mejores, y alcanzar de este modo el reconocimiento debido. En un mundo cada vez más competitivo, donde lo que se premia es precisamente el espíritu de superación y el triunfo, cuando llega –véase, por ejemplo, el deporte, pero también otros ámbitos, como el mundo de la empresa–, el modelo educativo implantado en España persigue justo lo contrario. Al que destaca o lo intenta, se le cortan las alas o se le ponen trabas, y al que se conforma con ir tirando o fracasa incluso en el cometido asignado, se le pondera su actitud.

Todo ello se ha agudizado en los últimos años, en especial desde que Pedro Sánchez preside el Gobierno de España. El desarrollo mismo de la ley Celaá, con la supresión de las notas numéricas y los suspensos y el impedimento de las repeticiones de curso, unidos a la ausencia de evaluaciones externas que permitan acreditar el nivel de conocimientos de los alumnos, redundará en perjuicio del esfuerzo y el espíritu de superación a que aludíamos más arriba. Y lo mismo ocurre, aunque de forma más general –o sea, no sólo en el campo de la enseñanza–, con el descrédito de las oposiciones en el mundo de la Administración al que conduce la Ley de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público aprobada a finales del año pasado.

El pasado martes leíamos aquí mismo cómo la plataforma Defensa Turno Libre había denunciado ante la Comisión Europea la mencionada ley, al entender que contraviene, entre otras disposiciones legales, al artículo de la Constitución que prescribe que «el acceso a la función pública» debe producirse «de acuerdo con los principios de mérito y capacidad». O sea, mediante la superación de un examen de oposición donde estos principios queden acreditados. La ley del Gobierno no sólo favorece a los trabajadores interinos de la Administración en detrimento de quienes no lo son, con lo que conculca el principio de igualdad de todos los ciudadanos en el acceso a un empleo público, sino que ni siquiera exige que estos trabajadores temporales aprueben el examen para poder beneficiarse de dicha interinidad. Sobra añadir que detrás de esos interinos está el lobby sindical, esa aleación de paniaguados del gobierno de turno –y, de forma notoria, de los gobiernos de izquierdas–.

En otras palabras: se sustituye el examen de oposición, garante del mérito y la capacidad, por la cooptación, convirtiendo a miles de interinos en funcionarios de carrera. Resulta difícil no asociar a dicho procedimiento un modo de gobernar en que lo último que importa es el libre juego, la igualdad de oportunidades y el interés general.

A comienzos de 2021 le preguntaban a la entonces vicepresidenta Carmen Calvo si el Gobierno iba a terminar la legislatura. Y ella respondía tan pancha: «Sí. Tenemos que culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país». Dudo que exista mejor ejemplo de cooptación. Y de degradación democrática, por supuesto.

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