THE OBJECTIVE
Javier Benegas

El sonido de lo inevitable

«Esperemos que, a la hora de la verdad, impere en los españoles el compromiso, la capacidad de sacrificio y el sentido de la responsabilidad»

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El sonido de lo inevitable

Bolsa de Madrid. | Eduardo Parra (EP)

Por mérito propio, los españoles nos hemos convertido en la antítesis de aquella afirmación de George Borrow, en la que aseguraba que «la gravedad y la compostura son aspectos fundamentales del carácter de los españoles». Por el contrario, gana vigencia la advertencia según la cual «aquel que desee familiarizarse con la anatomía morbosa de los gobiernos; aquel que desee conocer hasta qué punto se puede envilecer y arruinar un gran Estado, debe estudiar la historia de España». Para regocijo de los fatalistas, los españoles parecemos estar predestinados a repetir los mismos errores una y otra vez; a caer y levantarnos, haciendo de tripas corazón, pero sin avanzar un solo paso. 

En contra de lo que la propaganda vendió hace 44 años, la democracia no es un fin en sí mismo sino un medio para garantizar la libertad y el buen funcionamiento de las instituciones. El simple voto no es suficiente: debe servir para controlar a los gobernantes y proporcionar una eficaz representación. Desgraciadamente, en 2004 una mayoría de españoles decidió abonarse a la propaganda oficial y dar un salto al vacío para demostrar que todo era posible con simplemente desearlo. En pleno auge de la emotividad y el voluntarismo, de la fiebre consumista, el dinero barato y el incesante bombardeo de derechos desvinculados de cualquier responsabilidad, esa mayoría desertó por completo de la realidad. Y las vidas y patrimonios de todos quedaron a merced de un presidente nefasto que hizo y deshizo a voluntad hasta abocarnos a un desastre económico e institucional sin precedentes. 

En aquella ocasión evitamos el colapso gracias a un rescate parcial del sistema bancario, más concretamente de las cajas de ahorro, donde partidos, sindicatos y mercantilistas habían generado un agujero colosal. Salvados por la campana, al menos podríamos haber sido agradecidos y demostrar propósito de enmienda. Pero no lo hicimos. Por el contrario, echamos la culpa al crac financiero de EEUU de 2007, que derivó en una crisis financiera internacional, y a la explosión de la burbuja inmobiliaria. 

Aunque a la postre estos sucesos resultaron decisivos, lo que a punto estuvimos de contemplar fue la implosión de un sistema político y económico basado en el derroche, el endeudamiento y la dependencia crónica de la financiación exterior. Por más que se difundiera a los cuatro vientos que el Mercado o el capitalismo, que un cómico Sarkozy propuso reinventar, eran el enemigo, el origen del problema estaba en los gobiernos (los partidos) y en la complacencia generalizada de un cuerpo de electores más dispuesto a votar en contra del adversario que a exigir a los propios ejemplaridad, solvencia y realismo. La reacción de los mercados fue la consecuencia lógica del acreedor frente a un país con más de cinco millones de parados, que no creaba empleo, que no crecía, que no hacía reformas de calado y que vivía instalado en el déficit en un entorno internacional donde el crédito desaparecía a la velocidad de la luz. Una bomba de relojería. 

Lamentablemente, casi nadie quiso mirarse en ese espejo. Muy al contrario, cada cual a su manera se dedicó a buscar cabezas de turco y se entregó con furia al fulanismo, ignorando el verdadero problema: la desidia y el oportunismo generalizados. Si acaso, la diferencia entre el ciudadano de a pie y los «poderosos» es que estos últimos, dada su posición de ventaja, habían rentabilizado el oportunismo imperante con especial virulencia, mientras que el común apenas logró algún apaño y, cuando llegaron las vacas flacas, acabó desvalijado. 

Superado el susto inicial, igual que Felipe II culpaba a los enemigos externos, incluso a la Divinidad, de los graves problemas de su imperio, se concluyó que la crisis era el producto de una concatenación de errores del Mercado, conspiraciones y tramas financieras. El modelo político, si bien tenía carencias, funcionaba razonablemente bien y era mejor no tocarlo. Así que circulen, porque no hay nada que mirar aquí. Los partidos políticos siguieron por donde solían y las campañas electorales volvieron a ser los habituales concursos de regalos. 

Sin embargo, lo que había sucedido tenía otra moraleja que nos prevenía de una verdad inescapable: que la vida es un deporte muy duro. Y que quien prometa lo contrario, miente. Los paraísos terrenales no existen. Por eso las religiones, que son bastante más honestas que las ideologías, aluden a ellos refiriéndose al más allá. En la vida lo que hay es incertidumbre; un sube y baja continuo que dura lo que dura nuestra existencia. Y confiar la prosperidad a imaginarios colectivos y fantasías acaba generando una factura imposible de pagar. 

Cierto es que unos son más responsables que otros, pero que nadie se engañe. En España casi nadie es inocente. No hay más que tirar del hilo de cualquier prebenda o corrupción, por arriba o por abajo, para comprobar que muy pocos de los que son tentados, jóvenes o viejos, ignorantes o sabios, progresistas o conservadores, ateos o creyentes, se resisten al reconocimiento inmerecido o al dinero dudoso. Nuestra mala situación no sólo se explica con las corrupciones más importantes, también hay un fondo de corrupciones menores que se nutre de la irresponsabilidad generalizada, de la política entendida como unos contra otros y, sobre todo, de la compra mediante el voto de una seguridad incompatible con cualquier compromiso con la libertad. En palabras de Cayo Salustio: «son pocos los que prefieren la libertad, la mayoría sólo quiere un amo justo».

Pronto, los años de la Gran recesión podrían acabar pareciendo un dulce preámbulo, porque los acontecimientos que están a la vuelta de la esquina prometen poner a prueba nuestra capacidad de resistencia y, sobre todo, esa solidaridad de cartón piedra que, en años de bonanza, cuando el dinero público no era de nadie, se convirtió en el emblema de la política de las buenas intenciones que se lleva el viento. Vamos a comprobar quiénes actuarán de forma responsable y acorde con las exigencias del momento, y quiénes se van a negar a pagar su parte alícuota de la factura, forzando al resto a soportar una carga doblemente inhumana.

También comprobaremos, de hecho, ya es posible hacerlo, quién seguirá vendiendo humo legislativo, con leyes como «solo sí es sí» u ocultando nuestra dramática situación con polémicas puritanas, y quién, por el contrario, se atreverá a hablar de los garbanzos. Esperemos que, a la hora de la verdad, impere en los españoles el compromiso, la capacidad de sacrificio y el sentido de la responsabilidad. Porque ya no se trata de evitarnos el dolor —el dolor, me temo, será inevitable—, se trata de escoger las consecuencias.

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