THE OBJECTIVE
José García Domínguez

La Francia insumisa de Mélenchon

«Tras dos siglos de internacionalismo, lo que queda de la izquierda acaba de descubrir las viejas fronteras del Estado-nación como último salvavidas»

Opinión
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La Francia insumisa de Mélenchon

Jean-Luc Mélenchon. | Eric Gaillard (Reuters)

Por primera vez en lustros, la extrema derecha no va a seguir siendo la fuerza política mayoritaria entre los obreros y las capas populares francesas en unas elecciones de ámbito nacional. Algo bastante parecido a un milagro cuya autoría cabe atribuir en exclusiva a ese viejo disidente del Partido Socialista, Jean Luc Mélenchon, quien un día tuvo la clarividencia estratégica de asumir la misión imposible de hacer que resucitase la izquierda en Francia por la vía de forzarla incluso a desprenderse de su nombre. Un nuevo bautismo que comenzó primero con el cambio de denominación de su propio grupo político, cuando el Partido de la Izquierda, que por tal respondía la escisión melenchonista, pasó a denominarse La Francia Insumisa. 

Y que continuaría más tarde, cuando ese Frente Popular del siglo XXI, el camión escoba que ha reagrupado los restos del naufragio de socialistas, comunistas varios y ecologistas bajo su autoridad ahora indiscutida, la Nueva Unión Popular, Ecológica y Social, igualmente eludió, y tampoco de modo casual, introducir toda referencia al término «izquierda» entre los vocablos que componen su marca. Una ausencia terminológica, decía, para nada fortuita. Pues tampoco por casualidad Chantal Mouffe, pareja sentimental e intelectual de Ernesto Laclau, el gran ideólogo de referencia de los movimientos populistas alumbrados por las formaciones posmarxistas en América Latina y Europa, fue una de las primeras integrantes de su proyecto tras abandonar las filas del PSF. 

El término «izquierda» lo considera corrompido por los socialistas desde que, ya con Mitterrand, iniciaran el giro hacia la asunción íntegra de los principios del libre mercado, un lento proceso de desteñido ideológico que se había consumado cuando Hollande eligió como ministro de Economía en su Gobierno a un joven y prometedor ejecutivo de la Banca Rothschild llamado Emmanuel Macron. Por eso, Mélenchon optó por asumir el lenguaje acuñado por Laclau, ese que contrapone por norma no a izquierda y derecha, sino a los de arriba frente a los de abajo, al pueblo contra la élite. Una estrategia de comunicación que les lleva a disputar con Le Pen la lucha por la hegemonía en el espacio iliberal haciendo uso de sus mismas armas retóricas. Y funciona. Pero eso, el diseño inteligente de estrategias de segmentación de mercados sociológicos y comunicación política, lo podría haber hecho también cualquier directivo de marketing electoral que fuera bueno en lo suyo. 

Si Mélenchon está funcionando, cuando todo el mundo ya daba por muerta y enterrada a la izquierda en Francia, no es solo por eso, ni siquiera principalmente por eso. Mélenchon funciona porque se ha atrevido a romper con uno de los pocos fundamentos dogmáticos que ha compartido toda la progresía occidental, tanto la socialdemócrata como la comunista y poscomunista, desde la década de los años ochenta del siglo XX. El axioma consistente en desconocer cualquier vínculo causal entre el nivel general de los salarios y la inmigración. Así, la izquierda europea lleva casi medio siglo negándose a acusar recibo de lo obvio, a saber: que los salarios continúan congelados desde hace cuatro décadas en todas partes, ¡cuatro décadas!, mientras que la productividad no ha cesado de crecer durante todo ese tiempo, el fenómeno económico más desconcertante  de nuestra época, por la simple razón de que el incremento exponencial de la oferta de mano de obra que ha traído la globalización impide que suban. Tan sencillo como eso. 

Pero la izquierda canónica prefiere seguir pensando que los obreros son ignorantes y estúpidos, triste carne de cañón intelectual que se deja manipular por los demagogos de los mass media, de ahí que se hayan pasado a votar en masa a la extrema derecha. Pero resulta que no son ni tan ignorantes ni tan estúpidos. Ocurre, por el contrario, que han sabido interpretar mucho mejor el nuevo escenario mundial, acaso porque lo sufren en su día a día cotidiano, que sus antiguos partidos de referencia. Algo que ese Mélenchon también ha acertado a ver. Por eso su defensa desacomplejada de las aduanas frente al principio de la libre circulación de inmigrantes. Tras dos siglos de internacionalismo, lo que queda de la izquierda acaba de descubrir las viejas fronteras del Estado-nación como último salvavidas. El nacionalismo, al menos en Francia, vuelve a ser algo revolucionario.

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