THE OBJECTIVE
Argemino Barro

Trump, el gladiador

«Quizás esta vez sea distinto: es posible que no veamos a Trump tanto como antes, que no llene las portadas y que no pueda lanzar sus granadas de mano en Twitter»

Opinión
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Trump, el gladiador

Donald Trump. | David Dee Delgado (Reuters)

«El caso es que, cuando vio aquella sangre, se empapó a la vez de la monstruosidad, y no apartó su rostro, sino que fijó su mirada. Y se bebía las furias, ¡y no lo sabía! Y se deleitaba en el crimen del combate, ¡y con cruento placer se emborrachaba! Y ya no era aquel que había venido, sino uno más de la multitud (…) y un auténtico compinche de aquellos por los que se había dejado llevar». 

Así explicaba san Agustín la transformación de un muchacho del Bajo Imperio romano, reticente a asistir a los brutales juegos gladiatorios, pero seducido, finalmente, por sus amigos y por la sangre que vio verter en la arena.

El sabio cristiano escribía en el siglo IV, pero bien podría estar explicando el paisaje político estadounidense del último lustro. El joven que se deja arrastrar por las pasiones tribales que inspiran los combates a muerte somos nosotros: las audiencias, los votantes. El gladiador, estemos a su favor o en su contra, es Donald Trump.

Desde el principio de su andadura presidencial, se ha citado la afición de Trump por la lucha libre como una de sus fuentes de inspiración política. En 2015 Estados Unidos ya estaba polarizado. Trump lo entendió y se ofreció como catalizador: sería el campeón de las clases rurales y blancas contras las élites costeras que, según él, habían secuestrado el país. Las fuerzas centrífugas que desgarraban el sistema se aceleraron, creando un mundo tan binario como una lucha a muerte en el Coliseo.

Esto ya sería historia antigua, tan antigua como los escritos de san Agustín, de no ser porque el ciclo está a punto de repetirse. 

El último año y medio ha sido de asueto. Con Trump centrado en respaldar candidatos menores y exiliado de las redes sociales, hemos tenido oportunidad de respirar, de poner nuestros miedos y esperanzas en otras historias, mientras el Gobierno de Joe Biden procedía de manera más o menos burocrática, más o menos predecible. Con los aciertos y errores típicos de cualquier administración.

«Los allegados de Trump le piden que lance ya la campaña, apoyado por encuestas muy favorables y un cofre de guerra de 103 millones de dólares»

Pero este paréntesis de relativa normalidad está a punto de terminar. La redada del FBI a la mansión de Trump en Florida, donde el expresidente guardaba, aparentemente, montones de documentos de alto secreto, ha insuflado fuerzas al gladiador: le ha dado la valiosa pátina del victimismo, del héroe popular acosado por las huestes del «estado profundo». Conscientes del tesoro político que se han encontrado, los allegados de Trump le piden que lance ya la campaña, apoyado por encuestas muy favorables y un cofre de guerra de 103 millones de dólares.

Aunque quizás esta vez sea distinto: es posible que no veamos a Trump tanto como antes, que no llene las portadas y que no pueda lanzar sus granadas de mano en Twitter. Es posible, incluso, que hayamos desarrollado un callo contra sus gamberradas, que nos hayamos vacunado. 

Pero, ¿quiénes somos nosotros? Muchos de sus seguidores hace tiempo que viven apartados, como en otro planeta. Un planeta en el que Joe Biden robó las elecciones y ahora libra una «guerra contra los disidentes», en una especie de golpe globalista final contra los verdaderos patriotas de América. 

La relativa normalidad del Gobierno de Biden solo ha disimulado, metido debajo de la alfombra, lo gravemente dividido que está este país. En los próximos meses tendremos oportunidad de comprobar hasta dónde llega la herida, porque la apuesta, a la vista del intento de golpe constitucional de 2020, es alta: lo que se jugará esta vez en la arena va a ser la viabilidad de la democracia estadounidense. 

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