THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

Arquitectura del suicidio

«Ojalá más muertes mentales que la cascada de noticias sobre asesinatos autoinfligidos con que nos levantamos hoy»

Opinión
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Arquitectura del suicidio

Familiares y amigos de las gemelas de Sallent (Barcelona) que se lanzaron por el balcón de su domicilio. | EFE

También era marzo cuando vi caer a un chaval por el viaducto de Segovia, una tarde lluviosa en Madrid el día en que ETA anunció aquella tregua, con su soberbia tosca y pueril habitual. Se llamaba Edu, me enteré después. Como el Baroja que vio al condenado a muerte con las alpargatas fuera de los pies, ya una vez llegada su hora, en una imagen que lo perseguiría siempre, yo también recuerdo el reguero de sangre espesa cayendo calle Segovia abajo, fundiéndose con la lluvia de la nueva primavera sin terrorismo que Edu, un chaval de dieciocho años, no disfrutaría ya más. 

No supe en cambio de las razones que lo llevaron a colarse por el hueco mínimo de las mamparas disuasorias de la calle Bailén. ¿Qué motiva a alguien a saltar? A las gemelas de Sallent ya se han encargado los feminismos oficiales de buscarles las razones, pero sólo quien salta lo sabe. Respeto.

Leo estos días (desde hace dos años) los diarios de Cioran y cuenta, año 67, que está escribiendo un artículo sobre el suicidio que le ha prometido a Marcel Arland, editor de la Nouvelle Revue Française. El 20 de mayo, dice: «Sienta bien escribir sobe el suicidio o, mejor dicho, pensar que se va a hacer. ¡No hay tema más relajante! Pensar en el acto de matarse hace casi tan libre como el acto el acto mismo. Quien se mata mentalmente (el arte de matarse mentalmente) ya no es un esclavo». 

Ojalá más muertes mentales que la cascada de noticias sobre asesinatos autoinfligidos con que nos levantamos hoy, muchos de ellos, y duelen más aún, protagonizados por jóvenes. ¿Para cuándo un Ministerio de la Vida? Siendo la primera causa de muerte no natural en España, con datos como los 4.003 suicidios de 2021, superando la escalofriante cifra de los cuatro millares, los 177 millones de euros promovidos por el negociado de Irene Montero para frenar las violencias machistas se quedarían cortos en este caso.

Porque en dicho Ministerio de la Vida, se analizarían las causas, siempre múltiples, que llevan a la peor decisión, a la única irreversible, la única real (pues reo, ese condenado a muerte, viene de real). Y en ese análisis de causas y orígenes, en ese diagnóstico fino, convendría analizar lo macro y lo micro, lo público y lo privado, lo íntimo y lo éxtimo. La arquitectura, sin ir más lejos, debería ser analizada en ese Ministerio salvavidas. 

Leo La tercera clase (La Navaja Suiza), una durísima novela coral de Pablo Gutiérrez sobre la vida no menos dura de esos chavales de la Cádiz profunda condenados al narcotráfico de hachís como único horizonte vital. Y subrayo un párrafo esclarecedor sobre sociología y peculiaridad demográfica del entorno: «Cuatro torres tan peripuestas y tan absurdas, arbolitos, arriates, soportales, angustia urbanística; de esa angustia proviene el drama, un drama de coeficientes, de habitabilidad y de metros cuadrados». 

«Ojalá más muertes mentales que la cascada de noticias sobre asesinatos autoinfligidos con que nos levantamos hoy»

Ese paisaje que asumimos por defecto y menudo defecto. Especialmente en tantas ciudades españolas que se mueven en esa bipolaridad de los centros históricos recoletos y engalanados y la molicie urbanista de un desarrollismo de vuelo bajo del bloquismo hormigonil más zafio, ramplón y deprimente. Siempre pensé que la creación de la citada ETA debía mucho también a ese paisaje sin esperanza perpetrado por arquitectos a sueldo desde sus estudios chic de barrio cool.

Como tampoco ofrecen esperanza otras arquitecturas a las que se arroja a los niños en esa edad, precisamente tierna, sin alternativas, sin paños calientes, creando el primer trauma, quizá el origen de los desgraciados y posteriores saltos por la ventana. De nuevo, La tercera clase (escrita por un profesor de instituto, por cierto) y una reflexión de Lupe, una de las profesoras: «Lo más parecido a una prisión es un instituto de enseñanza secundaria, indistinguibles: la arquitectura, el mobiliario, la garita del conserje, las puertas de hierro con doble cerradura, los baños horripilantes, el descuido, la desesperanza, la rutina de timbre-patio-timbre, la sensación de que miles de almas en pena ya padecieron por esos mismos lugares».

En mis años de soñador, anhelaba la creación del llamado Partido de las Pequeñas Cosas. En la creencia de que esos detalles en apariencia menores, como empezar el día con la violencia del madrugón y el frío inclemente, para ingresar en un centro ¡educativo! lo más parecido a Alcatraz donde se te trata de «borrego» y «zopenco», no era lo más edificante en mi sociedad soñada. 

En cada suicidio, hay un mensaje. Quizá toque desmantelar ciertas arquitecturas, las físicas, pero también las que dieron paso a esos armazones mentales de hormigón de los que aún somos presos. 

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