THE OBJECTIVE
Joaquín Leguina

Deseados e indeseables

«Napoleón invadió España, además de por sus ambiciones políticas y personales, por otras no tan perversas, como era la de modernizar el país»

Opinión
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Deseados e indeseables

Fernando VII.

Permítanme que hoy, martes de agosto, escriba del pasado, pues no apetece demasiado hablar del presente político, ni del calor, ni de un asesinato en Tailandia. Así que echaré un rato la vista atrás, hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.

Pero antes una mirada al callejero. En la Puerta de Toledo de Madrid, no lejos del río Manzanares, hay un gran arco de triunfo, cuyas inscripciones son latinas, pero cualquiera puede leerlas sin riesgo de error. Está dedicado a Fernando VII, «vencedor de los franceses». Cerca de allí, subiendo hacia la Plaza Mayor por la calle de Toledo, en la acera de la derecha, se levanta otro monumento, más humilde, dedicado también a este monarca sin escrúpulos. Lo firma un tal Conde de Motezuma (sic) en nombre del pueblo madrileño… y a mí, que vivo cerca de ambos monumentos, se me revuelven las tripas al ver sus inscripciones.

España, al menos desde la paz de Basilea (1795), era de facto un satélite de Francia. La batalla de Trafalgar (21-X-1805), cuando ya Napoleón era emperador (fue coronado el 18 de mayo de 1804) es la muestra más fehaciente de aquella alianza desgraciada. En estas condiciones, ¿por qué Napoleón se decidió a invadir España? No hay duda de que detrás estaban sus ambiciones políticas y personales, pero tengo para mí que también latían en su cerebro algunas otras no tan perversas, como era la de modernizar España, dándole una patada en el trasero a una Monarquía que se mostraba tan incapaz como corrupta.

Las intrigas palaciegas entre Godoy y los reyes, por un lado, y Fernando, entonces Príncipe de Asturias, y su camarilla, por el otro, componían un espectáculo deplorable. Azanza, el embajador español en París no dudó en calificar aquellos manejos de «intrigas de putas».

El 11 de octubre de 1807, a instancias de Beauharnais, embajador de Francia en Madrid, Fernando escribió a Napoleón una carta obsecuente y miserable, solicitando su casamiento con una dama francesa a gusto del Emperador, con el ánimo de desplazar del trono a su padre (Carlos IV). Napoleón, en lugar de responder, le pasó la carta a Carlos IV, quien mandó prender a su hijo y lo sometió a un proceso cuyo juicio se celebró en El Escorial, resultando una farsa que se zanjó cuando Fernando pidió por escrito perdón a papá y a mamá. 

En estas condiciones, ¿qué condena histórica merecen quienes pensaron que la llegada del rey José era una liberación? Ninguna, pero los afrancesados se equivocaron al despreciar dos sentimientos que anidan en el corazón de los hombres: la dignidad y la identidad colectiva.

Napoleón cometió un error impropio de su genio militar. Declaró la guerra a Rusia y hubo de batirse en dos frentes, lo que, tras los fracasos de la helada estepa y las últimas batallas en la Península Ibérica, lo llevó a la derrota y, prisionero, a la isla de Elba.

Fernando VII el Deseado llegó a Valencia en abril de 1814 y se entrevistó con Bernardo del Mozo, quien le dio un manifiesto absolutista firmado por 69 diputados. Aquel fue el manifiesto de los persas, pues comenzaba así: «Era costumbre de los antiguos persas…». El Deseado se abrazó a los persas y el 4 de mayo firmó un decreto en el cual declaraba nula y sin efecto la Constitución de Cádiz.

El 21 de julio de 1814 se restableció el Santo Oficio y comenzó la represión contra los liberales. Juan Martín (El Empecinado), Espoz y Mina, Porlier… acabaron en el exilio o ante el pelotón de fusilamiento. Un final muy español, es decir, horripilante.

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