THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Es un auto de fe staliniano

«La eficacia paralizante de los estados de pánico políticamente inducidos radica siempre en la arbitrariedad de las sanciones punitivas»

Opinión
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Es un auto de fe staliniano

Luis Rubiales durante la entrega de medallas en el Mundial de Fútbol Femenino. | Europa Press

Hasta Iniesta, orador ya legendario por lo lacónico de su parca austeridad expresiva, se ha sentido esta vez obligado a pronunciarse, y en los términos más duros, desde los Emiratos Árabes Unidos, ese referente planetario de la causa feminista cuyo jeque le paga el sueldo todos los meses, para condenar sin paliativos el pico. Pues en los autos de fe, y a lo que estamos asistiendo no es otra cosa que un auto de fe laico, también los silencios resultan ser por definición culpables. Callar, pues, constituye una prueba irrebatible de taimada y secreta complicidad con el reo. De ahí que los vociferantes alguaciles voluntarios de la Santa Inquisición Woke exijan todos los días, desde las páginas de la prensa, los micrófonos de la radio y los estudios de la televisión, que testifique sin mayor tardanza Nadal, el tenista. ¿Qué tiene que ocultar Nadal? ¿A qué viene esa tan sospechosa reticencia suya a obedecer el mandato que de modo reiterado se le ha hecho llegar? ¿A cuento de qué ese irreverente escapismo suyo? Iniesta ha cumplido con lo que se esperaba de él, ¿por qué se escaquea Nadal? 

Nadal, sí, tiene la obligación inexcusable de deponer su testimonio inculpatorio contra Rubiales, y cuanto antes, en el tribunal invisible de los cancerberos de la ortodoxia, so pena de que caiga sobre su persona la ira justiciera de las legiones mediáticas. Pero si los silencios constituyen evidencia palmaria e indubitada de complicidad activa con el criminal, ¿qué no iban a suponer en términos de ilícito penal tipificado las palmadas con las manos? Aplaudir a un reo de la Santa Hermandad careciendo de la preceptiva autorización previa, constituye una gravísima herejía merecedora del más contundente y ejemplar de los castigos. Por eso procedía recurrir a la célebre práctica stalinista de la autocrítica, adaptación moderna de las confesiones públicas de las brujas antes de ser sometidas al fuego purificador de la hoguera. Método, ese de la autocrítica ahora utilizado para humillar ante España entera a los imprudentes De la Fuente y Vilda, teorizado en  profundidad por el propio Stalin en un ensayo suyo de 1925, Los fundamentos del leninismo, y años después practicado de forma entusiasta por los jóvenes guardias rojos de Mao durante las purgas masivas cuando la Revolución Cultural. 

«Pero si los silencios constituyen evidencia palmaria e indubitada de complicidad activa con el criminal, ¿qué no iban a suponer en términos de ilícito penal tipificado las palmadas con las manos?»

Así, el adiestrador De la Fuente acaba de someterse hace unos días a un remake chusco en forma de rueda de prensa de los célebres procesos de Moscú en los años treinta. E igual que en aquellas farsas siniestras en las que el fiscal Vyshinski, tras enumerar las imaginarias faltas y traiciones cometidas por los encausados, les instaba a declarar, uno a uno, ante el público de la sala sus imperdonables errores ideológicos, el seleccionador ha tenido que arrastrar por los suelos su dignidad personal en medio de muy severas admoniciones por parte de los redactores de la prensa deportiva (todos varones, por supuesto) que procedieron a enjuiciarlo de modo sumarísimo. Ejercicio de contrición y propósito de enmienda que en el caso de las víctimas del Gran Terror, tal como posiblemente vaya a ocurrir con Vilda y De la Fuente, no garantizaba en absoluto su posterior rehabilitación. Pues, bien al contrario, los infractores nunca volvían a ser readmitidos en el partido, constituyendo la ejecución sumaria ante un pelotón su destino más frecuente. 

Por lo demás, en todo proceso inquisitorial, como el que ahora nos ocupa, se invierte por principio la carga de la prueba. Ante la Santa Inquisición 2.1 es el acusado quien debe demostrar su inocencia, no el acusador el obligado a probarla. De ahí que desde el Gobierno no se haya instado en ningún momento a la presunta víctima de la agresión sexual, la señora Hermoso, para que acudiese a la justicia ordinaria, tal como sí suele hacer la Administración en cualquier otro caso encuadrado en ese tipo de delitos. Ante la justicia ordinaria, Rubiales habría sido inocente hasta que se demostrara lo contrario. Demasiado peligroso. Esa es la razón última de que nadie, ni Gobierno, ni airadas falanges troglofeministas, ni alguaciles mediáticos, nadie, reclame de la señora Hermoso el sencillo trámite de acercarse a la Audiencia Nacional para firmar una denuncia. No se olvide que la eficacia paralizante de los estados de pánico políticamente inducidos radica siempre en la arbitrariedad de las sanciones punitivas. Por eso la preferencia del Ejecutivo por los llamados «tribunales» administrativos, engañoso oxímoron funcionarial en el que las figuras del fiscal y del juez conviven dentro de la orondo estampa del Gran Inquisidor Iceta y su meliflua prosodia. Es un auto de fe staliniano.

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