THE OBJECTIVE
Manuel Sanchis i Marco

El dominio de quienes son nuestros iguales

«Dar por buena la amnistía equivale a admitir que los gobiernos democráticos anteriores tienen parte de responsabilidad en la crisis generada por el ‘procés’»

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El dominio de quienes son nuestros iguales

Ilustración de Alejandra Svriz.

La hipotética amnistía que baraja la dirección del PSOE para los encausados del procés me obliga a reflexionar sobre su significado político, con independencia de su sentido jurídico material y formal. Que no esté recogida en la Constitución Española (CE) significa que puede ser legal, pero no necesariamente constitucional, ni legítima. Si la CE prohíbe los indultos generales [art. 62(i)], el argumento jurídico a fortiori prohíbe las amnistías: si está prohibido lo menos está prohibido lo más (a minore ad maiorem).

Quizás no figura expresamente porque la propia CE es fruto, y adquiere su legitimidad, de la amnistía de octubre de 1977, la del abrazo. Aquella que hizo posible la CE, no al revés. Aquella amnistía legitimó nuestra democracia, y el abrazo fraternal entre españoles cerró el episodio más reciente de furia ciega y vergüenza nacional: la guerra civil, de la que pronto hará un siglo y de la que debemos pasar página, no sin antes haberla leído debidamente. Algunos compatriotas no quieren pasarla, pero otros no quieren leerla.

¿De qué hay que hacer hoy borrón y cuenta nueva? ¿Cuál de los gobiernos de los últimos 44 años ha sido ilegítimo? En términos políticos, dar por buena una amnistía equivale a admitir que los gobiernos democráticos anteriores tienen parte de responsabilidad en la crisis que los encausados del procés se autoinfligieron de forma unilateral tras violar la rule of law. Esto último, no cabe en ninguna constitución democrática del mundo. El imperio de la ley, no el imperio por la ley, viejo principio por el cual se gobiernan los Estados democráticos de derecho que se someten a la supremacía de la ley, se identifica con los derechos humanos y la democracia como valores universales e indivisibles. Sin imperio de la ley no hay democracia, ni libertad, ni derechos humanos de primera y segunda generación.

«Con la amnistía se crearía un incentivo de impunidad, y se establecería un precedente que otros pronto reclamarían»

Los países que acatan el imperio de la ley no dan amnistías. Estas se sólo se decretan en situaciones predemocráticas. Lo contrario equivaldría a reconocer que no son Estados democráticos de derecho. En cierto modo, ya lo anticipó Kant en La paz perpetua: «La verdadera política no puede dar un paso sin haber antes rendido pleitesía a la moral (entendida como la construcción de un orden de derecho), pues toda política debe doblar su rodilla ante el derecho» [Tecnos, 1994:60]. Hay poquísimas excepciones, pero no se asemejan, ni de lejos, a la situación de Cataluña. En 1989, por ejemplo, la Asamblea Nacional francesa aprobó una amnistía para los independentistas de Guadalupe y Martinica, los cuales renunciaron a continuar con sus desaguisados. Pero ni Cataluña es un dom-tom, ni los dirigentes del procés renuncian a volverlo a hacer, ni se habla de reparar los daños causados sobre los bienes jurídicos que el Estado debe proteger. Con la amnistía se crearía un incentivo de impunidad, y se establecería un precedente que otros pronto reclamarían.

Creo que el hombre nace en un orden estatal constituido y no puede adherirse libremente al contrato social que le diera origen. Por eso, la mayor aproximación posible a la idea de libertad para un ciudadano descansa en el principio de mayoría absoluta. Únicamente la idea de que puedan ser libres, si no todos, tantos como sea posible, nos conduce al principio de mayoría. De esta idea, según Kelsen, «ha de derivarse el principio de mayoría, y no –como acostumbra a hacerse– de la idea de igualdad. Que las voluntades humanas son iguales entre sí constituye el presupuesto del principio de mayoría. Ahora bien, este ser-igual es sólo una imagen y no puede significar la efectiva mensurabilidad de las voluntades o de las personalidades humanas, su consideración puramente cuantitativa. Sería imposible justificar el principio de mayoría con el argumento de que más votos tienen mayor peso que menos votos. A partir de la presunción puramente negativa de que uno no vale más que los otros no se puede deducir positivamente que deba imponerse la voluntad de la mayoría. Si se intenta derivar el principio de mayoría únicamente de la idea de igualdad tendría inevitablemente ese carácter mecánico y absurdo que le reprochan los partidarios de la autocracia. Sería sólo la expresión pobremente formalizada de la experiencia de que los muchos son más fuertes que los pocos» [De la esencia y valor de la democracia, KRK, 2009:51-52].

Defiendo los principios de la Revolución Francesa que figuran en la tumba de Marat: Unité et indivisibilité de la République, Liberté, Égalité, Fraternité ou la mort. De ellos nació el liberalismo moderno, y, si le añadimos el principio de igual libertad para todos, el socialismo reformista democrático. Pero he de confesar que, hoy por hoy, no veo que el PSOE se rija por estos valores. Además, la hipotética amnistía no figuraba en el programa electoral. Quien tenga ojos para ver entenderá que, sobre este asunto, la voluntad mayoritaria de los españoles no se corresponde con la mayoría aritmética en las Cortes. Quienes votaron al PSOE contra Vox, nunca imaginaron que estaban dando un voto, sin su consentimiento, a favor de la amnistía. El mandato de los electores nunca es un cheque en blanco para los elegidos.

«Esta amnistía somete la voluntad general de los ciudadanos al ‘diktat’ de las minorías»

En mi opinión, la esencia de la democracia queda desvirtuada cuando, sobre un asunto tan medular, a los sujetos de la soberanía nacional no se les permite pronunciarse. Cambiar los ocho miembros del Tribunal Constitucional que el Congreso y el Senado proponen al rey, por ejemplo, es perfectamente constitucional (art. 159.1). Ahora bien, aunque dicho cambio no estuviese previsto en ningún programa electoral, requeriría los 3/5 de los votos de las respectivas cámaras. Por la misma razón, si quienes dicen representarnos tuviesen el menor atisbo de duda en asunto tan grave como una amnistía, lo lógico sería apelar al ciudadano, porque «[c]ada vez que un número mayor de individuos conquista el derecho de participar en la vida política, la autocracia retrocede y la democracia avanza […], entendida precisamente como la realización en el terreno específicamente político del valor supremo de la libertad» [Bobbio, Estado, gobierno y sociedad, FCE, 2010: 203-204].

La democracia española no sólo respeta a las minorías, sino que esta amnistía somete la voluntad general de sus ciudadanos al diktat de las minorías. Un hecho legal que no facilita la convivencia –sino que la daña– y nos sitúa frente a un legalismo autocrático: el de quienes han infligido un grave daño a sus instituciones y conciudadanos, y a sí mismos, han violado repetidamente el imperio de la ley –y, consiguientemente, la democracia y los derechos humanos–, y han prometido seguir violándolo. La voluntad de la mayoría queda así comprometida, y quienes la conformamos vemos amputada nuestra libertad.

Caminamos descalzos por el filo liso de una navaja, a cada paso se abre un abismo bajo nuestros pies desnudos: a un lado nuestro sistema democrático, al otro, un régimen autocrático. Pero el alma libre de los ciudadanos siempre se rebelará contra el dominio de quienes son nuestros iguales.

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