THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Oscuros neones

Si David Lynch solo tiene una obra maestra, es ‘Blue Velvet’; si tiene dos, la segunda es ‘Mulholland Drive’

Rancho Notorious
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Oscuros neones

'Blue Velvet' (1986)

Durante una estancia académica en Nueva York en la primavera de 2017, tuve la oportunidad de ver Blue Velvet en un centro cultural de Brooklyn que quedaba a un paso de mi apartamento. Aquella debía ser la tercera o cuarta vez que me adentraba en las luminosas tinieblas de la película de David Lynch, que por alguna razón Dino de Laurentiis se avino a producir en 1986 tras el monumental fracaso de Dune en taquilla dos años antes. Pero si aquella experiencia como espectador ha permanecido en mi memoria, es debido a la sorprendente reacción del público que me acompañaba: jóvenes urbanitas de aspecto hipster que durante toda la proyección no dejaron de reír a mandíbula batiente. No importaba que en pantalla se viera a un vecino sufrir un colapso en el jardín, al psicópata interpretado por Dennis Hopper golpear a la cantante a la que da vida Isabella Rossellini o al joven Kyle Maclachlan recibir una paliza a los sones de una cancion de Roy Orbyson: todo era motivo de irrisión para aquel desconcertante grupo de espectadores. Confieso que jamás he encontrado respuesta a la pregunta que plantean aquellas carcajadas: ¿se trataba de una suerte de infantilismo receptivo, era una risa nerviosa ante los abismos del alma o habían entrevisto en la película algo que yo no he visto todavía? No es que Blue Velvet carezca de humor: una fina ironía la recorre de cabo a rabo. Pero la reacción jubilosa de aquella audiencia no parecía tener que ver con ella; se diría que estaban viendo una comedia. Y Blue Velvet puede ser muchas cosas, pero no es una comedia.

De ahí que sintiese alivio cuando, hace un par de semanas, vi de nuevo la película en un cine y no encontrase ni rastro de aquellas risotadas. En el marco del lanzamiento que ha hecho la distribuidora Avalon, el benemérito Cine Albéniz de Málaga programó Mulholland Drive durante un par de semanas y a eso ha añadido un ciclo dedicado a la obra de Lynch: cada jueves, una de sus películas. Personalmente, lamento la ausencia de Inland Empire, su último film en sentido propio; una enigmática revisión de Mulholland Drive que pide a gritos una mayor consideración. Pero uno solo puede agradecer la oportunidad de ver estas obras de nuevo en la gozosa oscuridad de la sala —algo arruinada en los últimos tiempos por las luces de emergencia y las ocasionales pantallas de teléfono móvil— y en pantalla grande. En el caso de Blue Velvet, además, pudimos disfrutar de la versión restaurada, en imagen y sonido, que supervisase el propio director para la Criterion Collection: son tiempos dorados para la afición al medio.

Así que el público congregado el Cine Albéniz, entre los que se contaban muchos jóvenes, se mantuvo en silencio. Fue, de hecho, un silencio grave y atento que tampoco abunda ya; el misterio de la trama concebida por Lynch se desplegaba ante unos espectadores sobrecogidos por la intensidad de las pasiones humanas e interesados por la incógnita de sus motivaciones. Es el tema de la película, por lo demás explicitado de distintas maneras durante el metraje: el extraño salvajismo del mundo que subyace a su apariencia cotidiana. No solo dicen los personajes que el mundo es extraño; ellos mismos emergen de las tinieblas a la luz —inolvidable aparición de Laura Dern en mitad de la noche suburbial— y se empeñan en practicar arriesgados ejercicios de voyeurismo de los que salen aureolados por una falsa inocencia. Pero el silencio de mis conciudadanos resultaba estimulante también por otro motivo: una pequeña multitud que se enfrentaba a la complejidad de las conductas humanas en una época —la nuestra— cuyo consenso público se empeña en suprimirla. Frente a la moralización puritana dominante en nuestra conversación colectiva, en la que abundan las voces de quienes reclaman del arte el cultivo de virtudes pedagógicas, Blue Velvet representa justamente lo contrario: un viaje al lado oscuro que Lynch ejecuta con un soberano dominio de la forma y una desconcertante capacidad para turbarnos a través de las imágenes sin por ello dejar de confortarnos.

En ese sentido, llama la atención que la película contenga tantas de las marcas de estilo que se convertirán en recurrentes en la obra posterior del director. Ahí tenemos el plano nocturno de la carretera desde el frontal del coche, durante la excursión en la que el delincuente Frank Booth apalizará al joven Jeffrey Beaumont; las imágenes del fuego, de carácter casi abstracto; la aparición de la cantante Dorothy Vallens, desnuda y magullada, que remite a la superviviente de Twin Peaks que regresa del bosque; la pareja de empleados de la ferretería, uno de ellos ciego y sin embargo infalible en el uso de la maquina registradora, que recuerda a la de los hermanos mecánicos de The Straight Story y tantos otros representantes de la excentricidad de esa América interior que tanto ama el director; la habitación barata donde pasan el rato los esbirros de Ben, el socio de Frank, se parece mucho a aquella en la que viven los humanos con cabeza de conejo de Inland Empire. Lo que yo no recordaba es que la película fuese tan hitchcockiana: hay elementos de Rear Window en el sostenido propósito de indagar sobre las vidas ajenas y la sospecha de que el sueño americano esconde una pesadilla que no se logra reprimir. Pero también están los contornos herrmanianos de la música de Angelo Badalamenti, el modo en que se filman los nombres de las calles, la fascinante solidez del «malo» de la película y esa aparición de Laura Dern que remite a la de Judy/Madeleine en Vertigo. No es que Lynch sea Hitchcock o caiga bajo su hechizo a la manera en que lo hacen De Palma en casi todo su cine o Demme en El eslabón del Niágara; sencillamente, es sensible a su influencia. ¿Y acaso no podría aplicarse a Lynch aquella famosa formulación de André Bazin sobre el director inglés, de quien dijo que cada plano es para él como una amenaza o una angustiosa espera?

Dicho esto, la personalidad de Lynch se afirma con fuerza a lo largo de una cinta que él mismo escribe y en la que logra mantener un tono que oscila entre la literalidad y la ironía. La madre del joven Jeffrey ve telefilmes en los que sale una pistola o un asesino sube una escalera, sin sospechar que su hijo está implicado en una turbia historia que contradice la apariencia idílica de Lumberton: esa ciudad donde el sonido de un árbol que cae al suelo tras ser talado sirve al locutor de la radio local para marcar el paso de las horas. En el mismo lugar donde los saludables jóvenes del instituto practican el fútbol americano y la iconografía —del diner al descapotable— remite a los idealizados años 50, un perturbador mafioso retiene secuestrados al marido y el hijo de Dorothy Vallens en compañía de unos grotescos esbirros. Resulta inolvidable el momento en que ese mafioso, llamado Ben e interpretado por un Dean Stockwell que fue una estrella infantil en el Hollywood de la segunda mitad de los años 40, toma un micrófono que proyecta luz sobre su rostro maquillado para interpretar, en indisimulado play-back, una canción de Roy Orbison —otra querencia de Lynch— directamente relacionada con lo que la película nos está contando: In Dreams. ¿Acaso no es la película un sueño de Jeffrey? Cuando todo ha terminado, el joven despierta de una siesta en la butaca de su jardín y se encuentra con sus familiares en un clima de felicidad doméstica. Pero cuando saluda a su padre, al que suponíamos maltrecho tras el ictus que sufre al comienzo de la película, lo encuentra haciendo una barbacoa en compañía de su suegro y sin rastro de su dolencia. Y si uno se fija, no es seguro que el padre de Jeffrey sea el padre de Jeffrey tal como se nos había presentado al comienzo de la película, sino que quizá sea —detengo la imagen en casa y ni por ésas queda claro— uno de los gángsters de Frank Booth; ése al que da vida Jack Nance, protagonista de Cabeza borradora y vecino de Twin Peaks que descubre el cadáver de Laura Palmer.

Sea o no el caso, la idea de que todo ha podido ser un sueño constituye otra de las ironías de Lynch, pues resulta inverosímil que los implicados en esta historia de perversidad y violencia puedan salir indemnes del trance. Sin embargo, es la impresión que produce ese epílogo en el que la familia se reúne y Dorothy Vallens recupera a su hijo, mientras el sol ilumina las rosas y los bomberos saludan a los vecinos: actúan como si nada les hubiera sucedido o todo estuviera resuelto. Creo que Lynch nos habla de la vida, del cine, del sueño americano: fingimos normalidad, tomamos un vermut al salir de la sala donde se nos ha mostrado un crimen, nos contamos un relato nacional que tapa las atrocidades cometidas por los fundadores. Y cuando tenemos delante a un petirrojo, como sucede al final de Blue Velvet, vemos en él una bondad que el insecto atrapado en su pico viene a desmentir. Todo, sin embargo, son sonrisas: un happy ending que ironiza sobre la tradición hollywoodense del happy ending.

Oscuros neones 1
Fotograma de Mulholland Drive

Mulholland Drive, en cambio, no tiene un final feliz. Estrenada hace ya veinte años, es una película fascinante: si el director americano solo tiene una obra maestra, es Blue Velvet; si tiene dos, la segunda es Mulholland Drive. Originalmente concebida como una serie televisiva de la que apenas se rodó un piloto, cuyo montaje provisional fue rechazado por la cadena ABC, la película pudo hacerse gracias al francés Alain Sarde, productor de altura que ha trabajado con Kusturica, Godard o Polanski; la participación francesa explica, por cierto, que el vestuario corra a cargo de Agnés B, una diseñadora francesa aficionada al cine que ha financiado la edición de la obra completa de Eric Rohmer en Blu-Ray ejerciendo con ello de admirable mecenas de las artes: ojalá tuviéramos en España a alguien que se animase a hacer lo propio con la obra de Luis Buñuel.

La película retoma los temas habituales de su autor y, como sucede con Blue Velvet, puede encuadrarse en el marco genérico del neo-noir o post-noir. Sin embargo, añade algo que no estaba en Blue Velvet y volverá a estar en Inland Empire: la meditación sobre Hollywood y el propio cine como fábrica de mitologías. Paradójicamente, solo un amante del cine clásico podría haber hecho Mulholland Drive, cuyo título ya es evocador de una geografía tan literal como fantástica: una estrecha carretera sobre la que proyectamos nuestras fantasías, tal como han sido alimentadas por la dream factory californiana. De ahí que la frase pronunciada por Betty (Naomi Watts) se refiera a un suceso real y, no obstante, posea resonancias metafóricas: «There was an accident in Mulholland Drive». Y con ese accidente da inicio la película, que adopta el punto de vista del narrador omnisciente que dosifica la información que se nos suministra en forma de puzzle: vemos lo que quien nos cuenta la historia quiere que veamos, sin ceñirnos al punto de vista de un solo personaje a pesar de que —como descubriremos— la película puede entenderse como el producto de una sola mente torturada. Nada de eso es evidente a primera vista; hay que ver la película al menos un par de veces para empezar a darle sentido. Tampoco hay que preocuparse por cuadrar todos sus detalles; seguramente sea imposible.

Todo empieza con una limusina que asciende por Mulholland Drive: una hermosa mujer (Laura Harring) que parece actriz o modelo es conducida colina arriba por un chófer y su copiloto. Otro vehículo, más abajo, avanza disparado; son jóvenes que han salido de fiesta y comprendemos que algo terrible sucederá. Entonces, el primer coche se detiene y uno de los hombres sale portando un arma con el que debe disparar a la mujer; antes de que pueda consumar el crimen, se produce el choque al que la mujer sobrevivirá. Conmocionada por el impacto, se alejará del lugar y terminará por colarse en el apartamento de una señora —situado, se subraya, en Sunset Boulevard— que se marcha de viaje. Es allí donde la encontrará Betty, sobrina de la propietaria que viene de provincias con la intención de probar suerte en la industria del cine. Lynch es elocuente al presentárnosla, regodeándose en los clichés del relato de trasposición que lleva a la modelo del interior americano a la meca del cine: vemos imágenes de bailarines semiprofesionales, la victoria en un concurso de belleza, palmeras que suben al cielo componiendo una promesa de éxito mundano. Ya en la llegada de Betty al aeropuerto, sin embargo, se manifiesta lo inquietante: la pareja de ancianos que ha ayudado a la aspirante a calmar su nerviosismo durante el vuelo romperá a reir de forma malévola una vez que se ha despedido de ella; como si se hubiera urdido una trampa cuya índole se nos escapa.

A partir de ese momento, la historia aparente que se nos relata es la de Betty tratando de ayudar a Rita tras encontrársela en su apartamento: esta mujer desconocida no puede recordar con claridad quién es o cómo ha llegado hasta allí. Para conocer la historia real habrá que esperar, aunque esta última se insinúa en algunos momentos de una narración por la que desfilan personajes cuyo significado resulta inicialmente oscuro: la peripecia del joven director Adam Kesher (Justin Theroux) y de los mafiosos (el músico Angelo Badalamenti entre ellos) que financian su película y quieren imponerle a la actriz principal; la historia del sicario incompetente que trata de robar un libro de direcciones; los amigos que toman café en Winkie´s, diner que uno de ellos asocia a una pesadilla sobre la que luego volveremos. En esta primera parte, el origen televisivo del film se deja notar y no siempre para bien.

Mientras tanto, la historia de Betty y Rita se desarrolla bajo la forma de un misterio que ha de ser desvelado por las protagonistas. Rita es el nombre que ha dado a Betty la mujer accidentada, que no recuerda su propio nombre y toma el de Rita Hayworth a partir de una fotografía de la diva hollywoodense que está en el baño del apartamento. Igual que ella, pasará a ser rubia cuando las circunstancias exijan un cambio de imagen: en La dama de Shanghai, rodada cuando su divorcio se había consumado, Welles impuso a su ex esposa Hayworth el look de rubia platino que tan bien encaja con su personaje de femme fatale. Las referencias al Hollywood clásico son así abundantes: el pequeño complejo de apartamentos donde vive Betty recuerda al que habitaba el guionista interpretado por Humphrey Bogart en esa amarga fábula sobre la industria del cine que es In a Lonely Place; la superintendente es una señora llamada Coco, cuyo look oriental no habría desentonado en las producciones de la RKO; y el reproche que la propia Coco hace a un vecino a cuenta de los excrementos de su perro recuerda las quejas que provoca el perro asesinado de La ventana indiscreta. Para completar esta serie de evocaciones, una vidente llama por error a casa de Betty y augura una desgracia en plena noche. De hecho, las propias protagonistas se toman sus pesquisas como una aventura juvenil: «¡Será como en el cine!», dice Betty entusiasmada. Es como si Céline y Julie van en bote, la extraordinaria película de Jacques Rivette, saliera mal: Betty y Rita no saben que juegan con fuego. También los espectadores del cine en su etapa dorada acudían a las salas llenos de inocencia, sin saber que un cuchillo afilado les esperaba al otro lado de la cortina de la ducha.

Lynch establece un fuerte contraste visual entre la terrenal Betty y la divina Rita. Eso permite atribuir una dimensión simbólica a la atracción que la primera siente por la segunda, que representa el mundo de la fantasía cinematográfica cultivada en la oscura soledad de la sala. No obstante, Betty demuestra su potencial como actriz en el curso de una prueba que Lynch pone sarcásticamente en escena: la joven provinciana da una lección al galán marchito que planeaba aprovecharse del acceso sensorial a la joven aspirante. Literalmente, Betty se transfigura durante la actuación, siguiendo el guión de un melodrama barato; es el homenaje que Lynch rinde al medio o una advertencia sobre su artificialidad. Mientras tanto, el joven director que se negaba a aceptar a la actriz elegida por la mafia ve cómo su vida se desmorona y decide dar su brazo a torcer: un cowboy con acento texano le deja claro lo que tiene que hacer en el interior de un corral iluminado en plena noche por uno de esos neones titilantes recurrentes en la obra de Lynch. Tras este encuentro, Kesher se comprometerá a elegir a la actriz señalada en el curso de un proceso selectivo en el que las aspirantes deben cantar una canción pop a la manera —otra vez— de los años 50. Es la misma que Lynch evoca en Blue Velvet: la que figura en el imaginario colectivo norteamericano como una era dorada de optimismo y progreso.

Sin embargo, el tono de la película se oscurece progresivamente. Tras una corazonada de Rita en el diner, las dos amigas llegan a la conclusión de que Rita vivía en unos apartamentos a los que acuden de inmediato; lo que encuentran allí es el cadáver hediondo de una mujer de identidad desconocida. Esa noche, después de que Rita se haya puesto su peluca rubia, ambas mantienen relaciones sexuales: Tánatos despierta a Eros. Pero Rita se despierta sobresaltada en plena noche y pide a Betty que la acompañe a un lugar que resulta ser el llamado Club Silencio. Se trata de un teatro enigmático donde un showman ataviado como un mago repite que «no hay banda» mientras suenan los instrumentos que va enumerando. Allí mismo, la cantante Rebeca del Río canta en español una versión de Crying, el tema de Roy Orbison sobre un amor desafortunado. Betty tiembla; la cantante se desmaya mientras la canción —era play-back— sigue sonando. Nos adentramos en el terreno de lo fantástico: Betty ha encontrado en su bolso una llave azul que encaja en la cerradura de una caja metálica en posesión de Rita y, encontrándose sola en el apartamento, la introduce en ella. Por cierto: es difícil exagerar la importancia que los objetos tienen en el cine de Lynch, quien los filma como Hitchcock y Buñuel: concentrándose en ellos, aislándolos de sus funciones habituales, invistiéndolos de potencia simbólica. Aquí, la caja se abre para revelar parte del enigma: Rita se desmaya y quien se despierta a continuación, en el apartamento que ambas han investigado juntas, es una versión deteriorada de Betty. Y la verdad va asomando: Betty se había enamorado de Camilla, a la que hemos conocido como Rita, quien la abandona tras iniciar una relación con Kesher. Incapaz de aceptar esa ruptura, Betty va hundiéndose en la desesperación y llega a contratar al sicario chapucero que hemos conocido antes para que asesine a Camilla. De vuelta a su casa, Betty es víctima de lo que parecen ser unas terribles alucinaciones, que adoptan la forma de los viejecitos que la han ayudado al desembarcar en Los Ángeles: perseguida por ellos, se arrastra hasta la cama y se pega un tiro. Su cadáver era el que ella misma había visto en compañía de Rita.

¿Hemos visto un sueño? La desorganización de los elementos narrativos parece sugerirlo; la tesis quedaría reforzada por un plano subjetivo que, en el primer tercio del film, se aproxima a una almohada. Pero no se trata de un sueño en sentido propio, sino de una ensoñación mediante la cual una conciencia desgraciada se cuenta a sí misma una historia con el propósito —consciente o no— de aliviar su sufrimiento. El contraste entre la ficción que da forma a la historia aparente y los crudos hechos que componen la historia real no puede ser mayor; sin embargo, la historia aparente se construye con los elementos que proporciona la historia real. La fantasía es rubia y glamurosa; la realidad es morena y sucia. ¡Sombra creada por la luz del foco! El arco de la narración va de la fantasía a esa realidad, que siempre termina imponiéndose y emerge con toda su fuerza durante la fiesta a la que acude Betty tras haber sido abandonada por Camilla. Allí, por ejemplo, está Coco: es la madre de Kesher y no la casera de Betty. Que el motor de la ficcionalización sea la devastación emocional causada por una ruptura amorosa, en el marco de un fracasado intento por triunfar en el cine, proporciona a la historia un núcleo dramático anclado en un tipo de experiencia que todos podemos reconocer.

Ahora bien, ¿desde dónde se cuenta la historia? ¿Y quién la cuenta? A primera vista, claro, se trata de Betty: lo que se pone en escena es la fragmentación de su vivencia. Pero quizá las cosas sean un poco más complicadas. Antes he hecho referencia a la conocida escena en la que un hombre llamado Dan (el siempre expresivo Patrick Fischler) relata en un diner una pesadilla recurrente que tiene como escenario ese mismo diner: una figura horripilante le espera en el exterior. El amigo con quien charla le anima a salir, para comprobar que su miedo es infundado. Pero la pesadilla empieza así a materializarse: el amigo le saluda desde el mostrador exactamente igual que en el sueño. Lynch consigue transmitirnos la aprensión del personaje con gran economía de medios, a través de un plano subjetivo que se aproxima al lugar donde se oculta la presunta criatura. ¡Tonterías! Pero la criatura aparece de golpe: una suerte de vagabundo gigantesco y sucio ante el que Dan cae al suelo, agitándose como si sufriera un infarto. ¿Es una figura real, o un producto de la imaginación del soñador? Saldremos de dudas al final de la película: justo antes del suicidio de Betty, vemos al vagabundo en su rincón; a sus pies se encuentra la cajita azul que Betty encuentra en bolso. Y de ella salen los viejecitos, miniaturizados, comenzando su terrorífico camino a la casa de su víctima. ¿Acaso no se nos presenta entonces el vagabundo como una especie de demiurgo que gobierna los acontecimientos desde su remoto escondite? La respuesta nos la ha dado Dan en Winkie’s, mientras trataba de explicar a su amigo los detalles de la pesadilla que lo atormenta. La figura de sus temores es descrita de manera inequívoca: «He’s the one doing this». O sea: aquel que hace —nos hace— esto. ¿Quién? El director de la película, naturalmente: David Lynch. Y nosotros, claro, nos dejamos hacer.

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