THE OBJECTIVE
Ernesto Baltar

El intelectual-masa y la ontología twitter del presente

«La clave es tener opinión de todo y en tiempo récord, y como la medida de la calidad la otorga el número de seguidores, visionados o megustas, el resultado final realimenta el propósito originario, y así sucesivamente»

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El intelectual-masa y la ontología twitter del presente

Morning Brew | Unsplash

Irrumpió la pandemia en nuestras vidas y el mundo se llenó de intelectuales que no podían cometer la irresponsabilidad de mantenernos huérfanos de su sabiduría, ya fuera a través de sus cuentas de twitter, sus webcams en penumbra o los artículos de prensa. En realidad lo que todos necesitábamos en esos momentos, más que experimentos literarios, discursos grandilocuentes o prédicas sociopolíticas, era que tomasen la palabra los científicos: que nos proporcionasen información veraz sobre la situación y que trabajasen para ofrecer, de la manera más ajustada y prudente posible, una solución eficaz a esta crisis de salud en la que el mundo sigue inmerso.

El problema es que las cosas no son tan sencillas como nos gustaría, y pronto se constató que los expertos andaban casi tan perdidos como el común de los mortales. Además de que ofrecían versiones contrapuestas y proponían alternativas incompatibles (la gestión errática de las instituciones públicas y de los organismos internacionales no debería quedar impune), había componentes o efectos colaterales que desbordaban el planteamiento técnico y se solapaban con decisiones de marcado cariz político, económico o social. Dentro de las distintas ramas científicas, llama la atención la unanimidad de los biólogos –al menos de sus divulgadores más visibles–, que responsabilizan al ser humano de la pandemia por haber empobrecido la biodiversidad y haber esquilmado la pluralidad de los ecosistemas. Y si sorprende es, sobre todo, porque no ven necesario añadir prueba alguna o esbozar una argumentación que refrende su hipótesis: se trata de una evidencia dogmática que sólo cabe aceptar. Una postura muy científica, desde luego. Algunos utilizan, además, sospechosas metáforas animistas, antropomorfas, místicas o teleológicas: la pandemia es una venganza de la Tierra, un desquite intencional de la Naturaleza ante tanta agresión antrópica. Otros echan mano, aquí y allá, del comodín infalible de los últimos años: el cambio climático, que al parecer sirve para explicarlo todo. Pero no aportan, ya no digo una demostración, sino ni siquiera un intento de explicación de por qué relacionan unas cosas con otras.

Por más artículos que leyera y vídeos que mirase, no terminaba de entender nada. El único que consiguió aclararme las ideas con su humildad y conocimiento fue el médico coreano Kim Woo-joo, del Hospital Universitario Guro de la Universidad de Corea, experto en enfermedades infecciosas, que sabía contar las cosas con rigor y naturalidad. Daba gusto escucharle. Aunque no dijese cosas especialmente optimistas, era el único que transmitía sosiego, simplemente porque se veía que sabía de lo que hablaba, era prudente y compartía información fiable, hasta donde se tenía, y de aquello que no se sabía con certeza lo reconocía sin mayor problema y solicitaba paciencia hasta que la investigación diese sus frutos. Por mucho que nos empeñemos, los tiempos de la ciencia –la ciencia seria, al menos, que es la que ofrece soluciones verdaderas, no mera propaganda futurista– no se acompasan al vértigo de las nuevas tecnologías, y ese desfase evidente provoca ansiedad en una sociedad que no sabe gestionar la incertidumbre ni vivir a la intemperie.

Quizá habría que empezar por asumir sin desasosiego ciertas limitaciones humanas muy básicas, como que somos seres frágiles y mortales. Y nadie dispone de una varita mágica para solucionar en un minuto problemas tan complejos.

Moralistas a priori y capitanes a posteriori

Dos especímenes sociológicos que resultaron bien identificados desde el principio de esta pandemia fueron los moralistas a priori y los capitanes a posteriori: los primeros, más campanudos y reconcentrados, se colocaron pronto al frente de la nave universal como timoneles del Progreso y conciencia insondable de la Humanidad; los segundos, quizá más toscos y provocadores, se pusieron el uniforme ventajista para impartir urbi et orbi la suprema lección del «yo ya lo veía venir».

Los moralistas a priori tenían ya escrito el guión, y la catástrofe no consiguió modificar una coma de su discurso, como viene siendo habitual desde que se iniciaron en el género de la homilía. Es la misma arenga desde hace siglos y les sirve para cualquier cosa que ocurra, sea lo que sea. Basta con cambiar la fecha de publicación y sustituir en el título, por ejemplo, la expresión «crisis financiera» o «ideología neoliberal» por la palabra «pandemia». Algunos llevan años ocupando el mismo lugar de privilegio en el escalafón, de modo que parece que la táctica les funciona.

Los capitanes a posteriori, dotados de esa ‘ciencia media’ que adjudicaba a Dios el teólogo jesuita Luis de Molina en su Concordia liberi arbitrii (1588), ya sabían de antemano todo lo que iba a suceder y, pasase lo que pasase, iban a adivinar siempre los futuros contingentes. A medida que fueran sucediéndose, claro. Sólo es cuestión de tiempo, basta con un poco de paciencia; en cuanto la ruleta deje de girar y la bolita caiga en su casilla, gritarán color y número a los cuatro vientos. Aunque los hechos del mundo tengan poco que ver con las afirmaciones de su último libro o artículo, demostrarán que encajan perfectamente. Para subrayar la coincidencia, estos nostradamus retroactivos suelen acompañar sus encendidas protestas con gestos de honda indignación.

Ambos grupos tienen en común una habilidad casi mágica o esotérica: la realidad siempre resulta una buena coartada para confirmar sus prejuicios, y tiñen el diagnóstico con el color de sus deseos. De virtudes clásicas como la humildad y la prudencia no andan muy sobrados, pero siempre están dispuestos a compartir su lección moral o política con el resto de los mortales. Almas caritativas.

Intelectuales-masa en Guerracivilandia

Un caso bastante extendido es el del nuevo intelectual multimedia, que propaga su narcisismo activista allá donde su mirada se posa: toda realidad es un espejo digno de reflejar la imagen de su conciencia. Este intelectual omnímodo, cuyo método consiste en halagar de manera servil a su segmento de masas, se convierte en una especie de algoritmo infalible de su propia ignorancia: dado un estado inicial de vaporosos prejuicios y una selección sesgada de datos del mundo entorno, aplica un conjunto de reglas incoherentes y llega siempre a la misma solución: la que traía de fábrica, que es la que espera su parroquia. La clave es tener opinión de todo y en tiempo récord, y como la medida de la calidad la otorga el número de seguidores, visionados o megustas –premios del inconsciente colectivo al exhibicionismo compulsivo–, el resultado final realimenta el propósito originario, y así sucesivamente. Puro cálculo autorreferencial y refuerzo cuantitativo.

En España, por desgracia, abunda además el subtipo del intelectual-masa politizado, de cualquiera de los distintos bandos (cuanto más extremista sea, más ruido internáutico genera), que sigue interpretando el mundo en términos sectarios y de poco vuelo, con sus packs ideológicos lacrados y sus criterios de cortísimo alcance, pero siempre tan socorridos: izquierda-derecha, PP-PSOE-Ciudadanos-Podemos-VOX, amigos-enemigos schmittianos, el bien y el mal absolutos. Su cerebro es una cacerolada perpetua que le impide escuchar sus propios pensamientos, si los hubiere. Sumido en la politización permanente de la existencia, salpica de bilis las redes sociales y vive engolfado en la ontología twitter del presente.

El nuevo frente de batalla en esta maldita Guerracivilandia se encuentra en la Red, aunque siempre hay fanáticos dispuestos a continuar en la calle las discusiones de la pantalla, llegando incluso a las manos. Como medida higiénica, propondría que unos y otros se den cita en un descampado perdido de la meseta central para desahogarse entre ellos y que nos dejen vivir en paz a todos los demás, que somos la inmensa mayoría. No hay que permitir que unos pocos ultras tomen la iniciativa política, aunque algunos de ellos estén bien instalados en el gobierno y otros cómodamente sentados en los escaños de la oposición.

Tampoco faltan a su cita diaria los nacionalistas vascos y catalanes, que siguen a lo suyo: los primeros sacando tajada siempre que huelen la debilidad del gobierno; los segundos con su monotema del procés. Nos habíamos hecho la ilusión de que el virus acabara con el martirio plebiscitario, pero no: como sólo tienen una misión marcada en la agenda política, «la independencia del Estado opresor», todo lo demás no importa, y hasta los medios más rastreros y cínicos están justificados por el benemérito fin. Cualquier desgracia es bienvenida para seguir culpando a la abyecta España, encarnación de los males del mundo, y toda artimaña es válida para seguir modelando las mentes con la misma propaganda machacona.

Luminarias internacionales

A nivel internacional, y limitándonos a los grandes nombres, la situación no es mucho más halagüeña. Las televisiones de medio globo se disputan la presencia en prime time del gurú mundial del momento: el historiador Noah Yuval Harari, best-seller internacional y pensador de cabecera –eso dicen– de Barack Obama, Bill Gates y Mark Zuckerberg. Al día siguiente los periódicos se hacen eco en sus titulares de las píldoras de Harari, compitiendo a ver cuál resulta más simplista. Veo en YouTube una de sus entrevistas en un late night show norteamericano: tras la aparatosa presentación («Una de las mentes más brillantes del planeta»), aparece Harari desde su casa por webcam diciendo cuatro cosas insustanciales y consabidas.

Para poder apreciar las virtudes proféticas de Harari, bastaba con haber leído las primeras páginas de su famoso libro Homo deus (2015), donde escribe literalmente lo siguiente: «Es probable que la época en la que la humanidad se hallaba indefensa ante las epidemias naturales haya terminado»; «En las últimas décadas hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra»; «las epidemias constituyen hoy una amenaza mucho menor para la salud humana que en milenios anteriores». Desde luego, un visionario. Si alguno de nosotros escribiese eso y luego llegase la pandemia del coronavirus, aprovecharía el confinamiento para permanecer calladito en casa una buena temporada. Pues no, este hombre no sólo no desaparece sino que lleva desde los primeros días de la pandemia dando lecciones a diestro y siniestro, que es sin duda su genus dicendi preferido (el año pasado publicó un libro titulado Veintiuna lecciones para el siglo XXI, donde obviamente los virus brillaban por su ausencia). Fallar en una profecía es lo normal, porque es una pretensión estúpida; el problema es que se equivoque de medio a medio quien ha hecho de la anticipación del futuro su profesión. El 19 de marzo Harari publicó en Financial Times el artículo El mundo después del coronavirus, donde, acusando una amnesia total de sus vaticinios, comenzaba con un intenso tono dramático: «La humanidad se enfrenta a una crisis mundial. Quizá la mayor crisis de nuestra generación. Las decisiones que tomen los ciudadanos y los gobiernos en las próximas semanas moldearán el mundo durante los próximos años». Nos temblaba la voz sólo al leerlo.

Aunque parecía demasiado pronto todavía para ponerse a sacar conclusiones filosóficas de la pandemia (ya decía Hegel que la lechuza de Minerva no emprende el vuelo hasta el anochecer), el hegeliano Slavoj Zizek no fue en esto muy hegeliano: a la hora del desayuno ya había planeado como un águila por los cielos y había regresado a casa para poder contárnoslo en streaming desde su sofá. De hecho, casi antes de resultar contagiado el paciente cero, ya había publicado un libro sobre la pandemia: Pandemic! Covid-19 shakes the world. El título es como el grito de un repartidor de periódicos de los años veinte, ese clickbait callejero avant la lettre. Zizek nos ofrece una disyuntiva postvirus muy profunda y optimista: lo que nos espera es «o la barbarie o alguna forma de comunismo reinventado». La buena nueva es la misma que lleva defendiendo desde hace cuarenta años, a saber, que el único remedio para todos los males del mundo es el comunismo y que ahora es el momento perfecto para implementarlo. No parece el único que quiere aprovechar la confusión del momento para intentar colar sus programas de ingeniería social y política.

Otro filósofo de moda y éxito mundial es Byung-Chul Han, acreditado por su estilo minimalista, lírico y gaseoso. En una entrevista reciente ha declarado, con gran aplomo y contundencia, que «la muerte nunca ha sido democrática». Claro, resulta obvio que los poderosos y los ricos son inmortales. Los hermanos Rothschild y John D. Rockefeller siguen vivos, y es bien sabido que hay tantos Napoleones como manicomios. Quizá los ricos también lloran, como decía aquel culebrón de los ochenta, pero pueden estar tranquilos porque son inmortales. Supongo que Han quería decir que la enfermedad ha golpeado con más dureza a aquellos sectores de la sociedad que tienen menos recursos económicos, pero si quieres decir algo lo mejor es decirlo, no decir otra cosa. Quizá está Han tan agotado de la sociedad del cansancio que ha decidido echarse a dormir y hace entrevistas en las que habla entre sueños.

La palma de oro en la sección ‘bocazas’ se la lleva, seguramente, el filósofo italiano Giorgio Agamben, que en fecha tan temprana como finales de febrero publicó un artículo titulado La invención de la pandemia, donde nos alertaba sobre las «medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus», e insistía en que esto no era más que «una gripe pasajera». Es lo que tienen las prisas, que no te dejan ni revisar las estadísticas. Tenía Agamben la buena intención de avisar de los peligros totalitarios que conllevan los estados de excepción y de alarma, que ciertamente ahí están, pero estropeó el aviso al no expresarlo en sus justos términos y pasarse de frenada. Quizá el patinazo fuera fruto de su urgencia por encontrar un respaldo a sus teorías sobre el poder soberano y la nuda vida. Desde entonces Agamben sigue en paradero desconocido. Ha tenido el buen gusto de desaparecer, no como Harari. Esperamos que esté bien.

Sin duda, una de las tareas de la filosofía es compartir su reflexión sobre la realidad, intentando traducir el presente en conceptos, pero el problema es que algunos de los nuevos medios en que se expresa ese saber acerca del presente distorsiona el sentido de lo pensado y lo perturba, impidiendo una deliberación sensata. Lo mismo ocurre con otras disciplinas. No me atrevería a afirmar, como Marshall McLuhan, que el medio es el mensaje, pero desde luego el medio «mediatiza» –estimula, conforma o acomoda– el contenido de las ideas que se transmiten, así como el estilo en que se formulan y su modo de transferencia. Resulta preocupante que el mundo académico y de la investigación, en su loable afán de «difusión del conocimiento», empiece también a plegarse a los hábitos y costumbres de las redes sociales. Siempre me acuerdo de aquel político alemán que decidió abandonar su cuenta de twitter porque se dio cuenta de que se estaba volviendo violento: «Twitter me hace más agresivo, más estridente, polémico y afilado. Y todo a una velocidad que dificulta que haya un espacio para la reflexión».

La nueva anormalidad

Ya se sabe que vivimos en la época de la posverdad, la posmodernidad y el posthumanismo (a ver si entre tanta moda postista llega, por fin, la postmemez). Nos inundan las fake news, los cebos de clics, los bots rusos y las conspiraciones geopolíticas, entre otros cientos de calamidades. No es que todo sea del color del cristal con que se mira, como decía el poeta, sino que directamente cada uno ve lo que le da la gana o lo que quiere que vean los otros. Ya no es cuestión de matices o de tono, sino de objeto. Cada vez es más rara la ocasión en que los periódicos describen hechos: prefieren dar rienda suelta a las opiniones y a los diagnósticos, a menudo dictados por intereses corporativos o partidarios y a veces aderezados con datos, masivos o minúsculos, para que no se note tanto. Lo prioritario es el enganche morboso del título, para que la gente pinche en la noticia y caiga la moneda en la hucha; si después el contenido no se corresponde con lo anunciado, la culpa es del incauto.

En el fragor de la batalla cultural o ideológica no hay convenios de Ginebra ni tratados de buenas maneras. Hasta los historiadores han asumido su suicidio como gremio y ya sólo hablan del «relato». Se ha impuesto en Occidente el dictum nietzscheano «No hay hechos sino interpretaciones», y campea por doquier el «Todo vale» de Feyerabend. Pero no, por mucho que se empeñen en confundirnos, la realidad es que hay hechos. Otra cosa es que luego haya interpretaciones –muy distintas y hasta contradictorias– de esos hechos, pero no todas valen lo mismo. Lo importante es someterlas a análisis racional, lo que requiere de cierto tiempo y esfuerzo.

En lo que todos los analistas y opinadores parecen coincidir es en que ya nada volverá a ser como antes: el mundo ha cambiado de manera irreversible. A ver si es verdad y empiezan a aplicarse la lección ellos mismos, exigiéndose más rigor y prudencia antes de pronunciarse en público. Sería una nueva anormalidad, beneficiosa para todos.

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