THE OBJECTIVE
Santiago Fernández-Gubieda

La transmisión

«Sin memoria no hay transmisión. Recordar es hablar de identidad en una doble dirección: recordamos lo que hemos sido y somos lo que recordamos»

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La transmisión

Jana Sabeth | Unsplash

Uno de los debates imprevistos de la pandemia[contexto id=»460724″] ha sido la desconexión generacional. La tesis que se apunta es la ruptura de un supuesto pacto por el cual las generaciones mayores habrían transmitido a los jóvenes una sociedad mejor durante décadas. Pero la inestabilidad laboral, los sueldos bajos y el precio de la vivienda habrían acabado por activar la brecha generacional. En este punto, cabe preguntarse si la precariedad laboral, económica y política es la única explicación posible de una crisis que entra directamente en las lindes de la disgregación emocional y la pérdida social.

Quien quiera ver el verano del botellón sin mascarilla como un episodio más del jolgorio juvenil no tendrá reparo alguno en conceder a la fatiga pandémica y al desenfreno hormonal toda la carga de la prueba. Pero también podríamos abrir la hipótesis de que la desconexión y la reacción juvenil a la pandemia tienen una estrecha relación. Detrás del comportamiento de gran parte de la juventud, algunos han visto la respuesta de una generación que no siente por qué ha de proteger lo que no le vincula ni considera suyo. Algo habremos hecho para que muchos no entiendan aún el concepto de solidaridad.

Todo eso que podemos llamar la herencia cultural se ha licuado en propuestas de corte nuevo, global y liberador.

Sucede, tal vez, que durante años una parte dirigente de la sociedad ha claudicado en la transmisión de un legado común. El apego por la historia, la educación de nuestros hijos, el respeto a los mayores, todo eso que podemos llamar la herencia cultural, se ha licuado en propuestas de corte nuevo, global y liberador. Esta anulación ha derivado en una suspensión de la transmisión. Ya no es que los jóvenes no vean progreso posible en el mundo recibido, sencillamente es que tal vez no hayan recibido nada. ¿Cómo te sentirías si vivieras en un mundo que tus mayores no desean transmitir? Si la pregunta inquieta, la respuesta amenaza con abrir una fuga a nuestro sistema social.

Sigamos con el juego de la hipótesis: ¿qué podemos concluir si estamos ante una testificación de la pérdida de conexión cultural entre generaciones? Si la transmisión es la confianza depositada de un acervo común, su ruptura es la pérdida de credibilidad del depósito recibido. Las personas somos seres mediados, que necesitamos reconocernos en una cultura, una historia y una educación; sólo desde la transmisión se puede mirar el futuro con esperanza, ha apuntado François-Xavier Bellamy.

Tres son los activadores de la transmisión que conviene recuperar: la memoria, la comunidad y la educación. La ausencia de reflexión sobre su descrédito público está en el origen de los males que nos aquejan.

Sin memoria no hay transmisión. Recordar es hablar de identidad en una doble dirección: recordamos lo que hemos sido y somos lo que recordamos.

Sin memoria no hay transmisión. Recordar es hablar de identidad en una doble dirección: recordamos lo que hemos sido y somos lo que recordamos. Al mismo tiempo, nuestro recuerdo no está nunca confinado a nuestra sola experiencia. Descubrimos que la memoria es más que un depósito estancado de recuerdos privados. La memoria es un territorio emocional de convivencia. Como ha sabido ver Erik Varden, recordar es soltar amarras y zarpar mar adentro, con todo lo que conlleva de peligro y euforia. Que la memoria es fuente de conocimiento es idea antigua presente en PlatónAgustínBorges y Proust, entre otros, aunque no esté aún registrada por nuestros burócratas de la educación.

La pérdida del sentido de comunidad hace imposible la transmisión. Sostiene Josep María Esquirol que a la disgregación se hace frente con la recuperación de una metafísica de la proximidad. La relación próxima, lo común y el cuidado dibujan el entorno natural desde el que se transmite la herencia. Algo está pasando cuando por quinta vez no entendemos que la salud pública implica, no sólo infraestructura, recursos y gestión sino, sobre todo, un compromiso íntimo con la comunidad. Recuperar la confianza en el bien común es el primer gesto de selección grupal: fortalece el sentido de pertenencia e imposibilita la disgregación (Jonathan Haidt).

La sociedad que claudica en la transmisión renuncia a la educación y, por tanto, al significado de autoridad. Para que haya aprendizaje, hace falta una autoritas que nos ayude a distinguir lo verdadero de lo falso, lo mejor de lo menos bueno, lo que merece ser buscado de lo que merece ser abandonado. El encuentro con la autoridad, lejos de reducir, aumenta en el joven su propia libertad. Esta intuición permite ver mejor la generosidad del educador: transmitir lo mejor de aquello que hemos recibido para generar una auténtica libertad. Esta es la frontera que cruzó Albert Camus en El primer hombre cuando recordaba sus años de escuela en Argel. «En la clase del Señor Germain, por vez primera, los alumnos sentían que existían, que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo».

La persona que no hereda ninguna cultura permanece en la indiferencia. El rechazo de la transmisión priva al individuo de aquello en lo que podía nacer su propia singularidad. Porque «vivir juntos» no nos aleja de nuestra libertad. La libertad no nace del desorden. No basta con estar indeterminados para ser autónomos. La libertad genuina es el resultado de una mediación. Al igual que un pensamiento nuevo nace en la disciplina de una lengua, la libertad brota en el interior de una herencia cultural.

Toda la cultura testimonia esta paradoja: hay una gran diferencia entre sentarse delante de un piano para golpear las teclas aleatoriamente y hacer sonar una música única y personal. Recorrer esa distancia hasta uno mismo es la apuesta por una carrera de fondo y sin fin. Sin transmisión cultural, sin educación, sin reglas comunes, no hay diferencia ni singularidad. Tal vez la frase «la libertad de unos termina donde comienza la de otros» esconda una concepción tan aceptada hoy en día como equivocada: porque implicaría que para ser completamente libres debiéramos estar completamente solos.

Vivimos en la fragmentación y es preciso desfragmentar la realidad. Las cosas no suceden por una parte del todo, sino por la confluencia de fuentes y ramales en una encrucijada donde se embalsa el sentido. A la precariedad laboral y económica de nuestros jóvenes, sumemos otras lentes para un diagnóstico certero. Sólo así habrá una unidad de conocimiento y acierto en la salida. Sólo nos queda la esperanza de que no sea cierta la hipótesis de la desconexión. Porque de ser idea cabal vamos a tener que diseñar un plan para 2050 de verdad.

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