La intervención de Electricaribe por parte de las autoridades colombianas es un ejemplo interesante de una de las debilidades empresariales españolas en su proceso de internacionalización, que además afecta a eso que hemos dado en llamar Marca España. La mala gestión privada se convierte en un problema público para el país de origen de la inversión, no sólo para el de destino. Pensemos en el deterioro internacional de la imagen de España tras el caso de Panamá y Sacyr, o el de OHL y el AVE a la Meca.
El lenguaje es un espectáculo, y esconde —en la superficie, como en el cuento de Poe— verdades profundas. Se trata simplemente de fijarse en lo que decimos y ahí está, comprimida, toda la lección. Analicemos un ritual de estas fechas: la elección de los “personajes del año”.
Es lo que tiene formar parte del establishment y estar apoyado por los que manejan el cotarro. Que fracasas estrepitosamente, en un asunto peliagudo, con una masa de cadáveres de fondo, conflicto grave y de fuste, y te conviertes en un tipo con éxito, te dan el Nobel de la paz y Rajoy te entrega el premio al Desarrollo Económico y la Cohesión Social. Me refiero al presidente colombiano, Juan Manuel Santos.
Santos no es tan santo. De la mano de Uribe, el pragmático Santos, para llegar al poder, bajo la más ramplona interpretación de “El Príncipe” de Maquiavelo, bombardeo Ecuador, estuvo a punto de hacer la guerra con la Venezuela de Hugo Chávez, e hizo una operación de rescate al mejor estilo de Hollywood, con asesores directos de los mejores estudios.
Barack Obama recibió un Premio Nobel de la Paz preventivo. Su único mérito era no ser George Bush hijo; algo que le ha sido dado y en lo que ni siquiera ha podido mediar por ninguna vía. El Nobel de la Paz otorgado a Juan Manuel Santos también tiene algo de apaño. Se lo concedieron desde el convencimiento de que el pueblo de Colombia iba a seguir, sumiso, las indicaciones de la cayada de Santos, bien regada de dinero legal e ilegal. La campaña por el sí contaba con todos los medios a su favor, mientras que la del “no” sólo tenía de su lado tres cosas. Una, el apoyo de los dos políticos más respetados de su país, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana. Dos, la posición contraria del presidente con peor valoración de la historia democrática de Colombia, Juan Manuel Santos. Y tres, el peso, casi geológico, de la realidad.
El Nobel de la Paz comienza a ser como el Princesa de Asturias de los Deportes: la categoría que resta lustre al galardón. Si el segundo cae una y otra vez en el chovinismo más vulgar para honrar a figuras mediáticas españolas -Alonso ganó el premio antes que Schumacher, Casillas y Xavi se lo llevaron dos veces entre 2010 y 2012, lo tiene Sito Pons pero no Valentino Rossi-, el primero ha tomado definitivamente la deriva fatua de la corrección política para incurrir en el absurdo de premiar presuntas buenas intenciones, no hechos. Será difícil superar el sinsentido de concedérselo a un Obama recién aterrizado en la Casa Blanca, pero a fe que parecen habérselo propuesto.
Desde afuera de la realidad e idiosincrasia colombiana, el “NO” parecía imposible, parecía insólito. De primera vista, era como estar en contra de la paz, y eso es totalmente irracional, aunque sin embargo en nombre del bien se ha hecho en la historia mucho, pero mucho mal.
Un video en el que se ve a los tractores de oruga destruyendo sacos y sacos de arroz ante la mirada desolada de los campesinos colombianos muestra la magnitud del desastre y debe ser una señal de alerta para los gobiernos de la región