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Beatriz García Guirado: “¿Cuántos nosotros hay en nosotros?”

La escritora y periodista acaba de publicar su segundo libro, ‘La Tierra hueca’, una novela de aventuras en la selva brasileña que mezcla elementos de la Antropología con grandes dosis de pensamiento mágico.

Beatriz García Guirado: “¿Cuántos nosotros hay en nosotros?”

El sábado 27 de abril, un día antes de las últimas elecciones generales y por lo tanto jornada de reflexión, la librería Cervantes y Compañía, situada en el madrileño barrio de Malasaña, convocó a fieles y extraños con motivo de la presentación de una novela titulada La Tierra hueca (Aristas Martínez). Dos días antes de la presentación su autora, Beatriz García Guirado (Barcelona, 1983), publicó en este mismo medio una crónica de Sant Jordi contada desde la perspectiva del escritor que ha ido a firmar ejemplares de su libro y, en cambio, pasa las horas flipando con la cantidad de personas que acuden a rendir pleitesía al youtuber de turno. Como en aquella crónica Beatriz García Guirado describió su obra como una novela de aventuras sobre la selva protagonizada por un antropólogo llamado Alexander Gorski quise invitar a la presentación celebrada durante la jornada de reflexión a un buen amigo que es antropólogo y conoce unas cuantas selvas. Pensé que el asunto podía interesarle. Tres horas después, mientras cenábamos en una terraza de Moratalaz, este amigo me agradeció la invitación, confesó que había sido el evento literario más divertido que recordaba y dijo haberse quedado con la copla. Leería el libro.

Ojo. Conviene aclarar que, pese a las apariencias, La Tierra hueca no es ninguna comedia. Al contrario. El libro narra el viaje que realiza Alexander Gorski a una selva imaginada –Nakajo– con el objetivo de esclarecer la desaparición de un viejo amigo. Y esa es sólo la superficie; su búsqueda se verá constantemente interrumpida por la aparición de elementos sobrenaturales que van sumergiendo a Gorski en un viaje interior plagado de reflexiones sobre quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos. No es un libro denso –el estilo fresco y ligero viene aliñado con dosis de humor negro y bastante irreverencia– pero tampoco es una lectura fácil para los amigos de la certidumbre y del relato lineal. En otras palabras: basándose en los mitos y los rituales de las culturas amazónicas del río Xingú, en la región brasileña del Mato Grosso, Beatriz García Guirado propone un juego. Se llama ‘déjate llevar’ y, si accedes, completarás un periplo de 180 páginas con la sensación de haber pasado días en la piel de Charlie Marlow.

Comienzas el epílogo con el que cierras la novela hablando de un viaje que realizaste hace muchos años a Brasil; un viaje que te dejó unas impresiones muy fuertes. ¿Por qué decidiste embarcarte en aquella aventura?

Todo comenzó aquí, en Barcelona, después de conocer a un chico brasileño. Éramos muy jóvenes, nos enamoramos y cuando llegó la hora de despedirse ninguno quería perder de vista al otro. Total, que tras regalarme un anillo de compromiso terminé yéndome con él a Brasil. Un país que, por otro lado, a mí ya me interesaba mucho. Nuestra primera parada fue el pueblo de su familia, un lugar que podías recorrer en diez minutos, pero allí la atmósfera se hizo tan insoportable que empezamos a viajar.

¿La atmósfera se hizo insoportable?

Date cuenta de que era un pueblo muy pequeño y yo era una mujer extranjera. Y Brasil no era entonces –en 2007– lo que es ahora: un país multicultural acostumbrado a todo tipo de visitantes. A eso añádele que la región de Minas Gerais, donde estaba el pueblo, es lo más conservador que hay y que el chico brasileño era nieto del alcalde –había fotos del abuelo en todas las esquinas– e hijo del terrateniente que daba trabajo a todo el mundo. De hecho el día en que llegamos, en coche, la gente salió a la calle para recibirnos y echarme un ojo.

Como en Bienvenido, Míster Marshall

Sí, sí. La gente se reunió en la calle para ver llegar a la española que se iba a llevar al hijo de don Luis. Imagínate. Supongo que se quedaron bastante decepcionados al ver aparecer a una chavala de lo más normal. En fin, que para escapar un poco de todo aquello, del agobio del lugar, empezamos a recorrer algunas partes del país. Y es ahí donde empezaron a sucederse todas esas extrañas vivencias que cuento en el epílogo.

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Imagen vía Aristas Martínez.

Una de esas vivencias es un ritual de candomblé, una religión afrobrasileña de carácter animista.

Es que yo a ese viaje también iba como periodista de temas de misterio –sectas, rituales, esoterismo– y el candomblé me interesaba mucho.

¿Por algo en especial?

Digamos que mi familia se puede dividir en dos ramas: la rama más ‘convencional’, con gente que tiene alguna que otra creencia religiosa pero que se mantiene en el “dos más dos son cuatro” y no les preguntes más, y otra rama muy esotérica compuesta fundamentalmente por mi familia materna. Por lo tanto, siempre he sentido inquietud por el mundo paranormal y por los rituales de posesión, aunque lo que más me interesa de éstos es cómo representan el tema de la identidad. ¿Comprendes? El quiénes somos. De hecho, en la novela aparecen varias voces superpuestas que están ahí fruto de mis propios dilemas internos: ¿cuántos nosotros hay en nosotros? ¿nos acompaña alguien? ¿controlamos realmente nuestra vida o…? Son cosas que la psicología entiende de una manera pero que en otros ámbitos dan lugar a preguntas tipo si hay alguien que está jugando con nosotros o hasta qué punto estamos gobernados por otras energías. Y a mí, sinceramente, me gusta esa idea. Me fascina toda esa cuestión de perder el control y dejarse llevar. En el caso concreto del candomblé, quería que alguien me explicase bien qué son los orixás y conocer de primera mano el sincretismo religioso surgido a raíz de la llegada de los cristianos –de los portugueses– y sus esclavos africanos a un lugar llamado Brasil.

Siento curiosidad por saber cómo puede uno terminar participando en un ritual de candomblé.

En mi caso lo pedí. Iba buscando una oportunidad por ese interés que ya te he explicado y al final, gracias a un contacto en el Ministerio de Cultura, conseguimos acceder a una favela de Divinópolis –una ciudad de Minas Gerais apodada “la ciudad de las guapas”– en donde se iba a celebrar una ceremonia. Recuerdo que al llegar al lugar en nuestro todoterreno nos encontramos con un ambiente nada oscuro, muy festivo. Y sucedieron cosas extraordinarias.

La conversación con la señora que oficiaba la ceremonia…

En un momento dado la mae do santo, una mujer de mediana edad, me cogió del brazo para decirme que teníamos la misma sangre. El comentario no pasaría de la anécdota si no fuese porque al regresar a Barcelona me puse a investigar el álbum familiar y descubrí que, efectivamente, tenía antepasados que habían emigrado a Brasil. Algunos de los cuales, por cierto, terminaron desapareciendo. Fue un descubrimiento curioso que no deja de tener su gracia.

Pero aquello no fue lo único que pasó en aquel ritual.

No, no fue lo único. La mae do santo –la mujer de mediana edad– pasó por diferentes estados: en un momento dado pasó a ser un velho preto –el espíritu de un viejo esclavo africano– y en otro momento pasó a ser un niño. Que no es que se convirtiese en niño, entiéndeme, pero adoptó los modales de uno. Y a la hora de ser un velho preto su piel se arrugó y su voz se volvió gravísima. Además, había personas que se desmayaban y otras que entraban en trance durante el ritual. En fin, fue muy raro todo. Una experiencia bien cargadita, intensa, que me llevó a contactar con periodistas especializados en estos temas cuando regresé a España. Hablando con ellos confirmé que lo que había visto era totalmente normal. Que sucede con frecuencia en ese tipo de rituales, vaya.

¿Cómo enlaza esta vivencia con tu novela?

Pues enlaza de manera inconsciente. Fíjate que esto sucedió en 2007 y yo me senté a escribir el libro hace tres años. Es más: cuando me senté a escribir no tenía esta vivencia en mente. Fue escribiendo el epílogo –algo que hice a petición de mis editores para explicar algunas de las referencias que cito en la novela– cuando me puse a reflexionar y caí en la cuenta de que todo esto que te acabo de contar está ahí, debajo de la historia de Alexander Gorski. Incluso te diré que al principio yo quería escribir una novela sobre la maldad y poco a poco, a medida que iba llenando páginas, fui entendiendo que en realidad estaba escribiendo una novela sobre las raíces, el sentimiento de pérdida y los impulsos que nos mueven. Es decir: pasé de esbozar unos personajes malvados y cuadriculados a dibujar unos personajes con motivaciones tanto para ser malvados como para no serlo.

Pero tu viaje te lleva a Minas Gerais, una región alejada del pedazo de selva amazónica que plasmas en tu novela. Entre ambos lugares hay una distancia tanto geográfica como cultural importante.

Es que mi propósito no era, en ningún momento, utilizar las experiencias de ese viaje. O no de manera consciente. Fue –repito– una vez terminado el libro cuando me di cuenta de que había muchos detalles que tenían relación con lo que yo viví y con mis propias raíces familiares. Que, por otra parte, es lo que me interesa de la literatura: darme cuenta de que estoy recurriendo a cosas que ni siquiera sé que están ahí… hasta que termino lo que me traigo entre manos y entonces, al ver el resultado final, comprendo.

Te dejas llevar.

Exacto. Aunque eso tiene, también, algunos problemas que, dicho sea de paso, estoy intentando subsanar. Por ejemplo: matar a un personaje que luego termina resucitando.

Bueno, creo que eso lo hizo Cervantes con un burro…

¡Ojalá, colega! No, a ver, yo lo que hago es trabajar con dos borradores. Cuando he terminado el primero lo que hago es leerlo y ver qué fragmentos me interesan más, o dónde echo de menos algo, y entonces me pongo a reescribir. Ojo, no considero que esto sea un método ni nada por el estilo; es más bien poner negro sobre blanco la manera desordenada que caracteriza mi forma de pensar y cómo funciono con asociaciones e ideas. Pero, ya digo, no lo considero ningún método. De hecho, no creo que sea demasiado efectivo pues a veces la gente me pregunta que por qué hay tantas tramas abiertas, tantas capas. Lo cierto es que no me puedo justificar. Es mi forma de trabajar. Asociaciones e ideas que van surgiendo y desapareciendo. Algunas, como en la vida, nacen y mueren en el mismo momento de ser concebidas. Otras te acompañan durante todo el trayecto.

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Percy Fawcett fue un explorador que desapareció sin dejar rastro mientras trataba de llegar a la mítica Ciudad Z, en el Amazonas brasileño. Su historia inspiró a Beatriz García. | Imagen vía Wikipedia.

También has definido tu novela como “psicodélica”. Es un adjetivo interesante para explicar un relato en el que confluyen muchos planos de realidad. Algo que a nosotros –el lector occidental– nos suena muy extraño pero que en las culturas del Amazonas es muy normal; muchas tribus amazónicas no dibujan ninguna frontera entre lo natural y lo sobrenatural…

Así es.

Supongo que mi pregunta es: ¿has recurrido al adjetivo “psicodélico” para justificar de cara al lector de Madrid, Barcelona o, qué sé yo, Berlín, la narrativa que has escogido?

Más o menos. Utilizo el adjetivo “psicodélico” porque es una forma de intentar explicar ese ‘pensamiento mágico’ de las tribus amazónicas con el que a mí, por cierto, me cuesta muy poco conectar. Mucha gente contesta “ah, es onírico” o “ah, es como cuando alucinas tomándote un peyote”. Bueno, llámalo como quieras. Lo que decías de las tribus amazónicas es totalmente cierto: hay sociedades que entienden que lo vivo y lo muerto puede convivir y que no sólo acepta sino que fomenta que intentes hablar con una otredad tuya, un animal o con tus ancestros. Y no sólo sucede en el Amazonas o en tribus perdidas de vete tú a saber dónde. Sucede, también, en lugares como Islandia o Finlandia. Países que percibimos como francamente avanzados según nuestro estándares de raciocinio y progreso. Hace no mucho un alcalde de uno de estos países cortó una carretera porque creía que había una comunidad de duendes viviendo por donde ésta pasaba. Y no es raro encontrar académicos y autoridades que creen en los leprechaun. Nuestra sociedad rechaza el ‘pensamiento mágico’, que a mí me parece perfectamente factible, a causa de la moral judeocristiana.

¿Se puede entender el viaje de Alexander Gorski como un viaje no tanto para descubrir qué ha pasado con su viejo amigo Gustav Valiente sino como un viaje para descubrirse a sí mismo?

Como sucede en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, sí. De todos modos, uno puede descubrirse a sí mismo en cualquier viaje. No hace falta irse al Amazonas o al África Tropical. Uno puede lograrlo haciendo el Camino de Santiago, por ejemplo. O siguiendo un río. Nunca se sabe dónde te vas a topar con el espejo. Mira, hace años entrevisté a un tipo que había dedicado toda su vida a buscar el Santo Grial. Pues bien, un buen día, al cabo de años de viajes y pesquisas, decidió parar en seco. ¿Por qué? ¿Había encontrado el Santo Grial? No. Había entendido, finalmente, que esa búsqueda del objeto era, en realidad, una búsqueda interna. Tú viviste en Nueva York, ¿verdad? Estoy segura de que te marchaste allí movido por un pulso consciente y animado, al mismo tiempo, por un pulso inconsciente. Pasa siempre. Aunque es cierto que suelen ser esos viajes tan feroces, esos viajes que te alejan de tu cultura y te enfrentan a cosas totalmente diferentes, los que más afectan. Con todo, estoy segura de que si tú te quedas diez años en Nueva York, viviendo, terminas con otro carácter. Te hubieses convertido en alguien muy diferente.

“Nunca llegamos a viajar al Amazonas y, sin embargo, la selva ya estaba en mi interior –una jungla imaginaria, ese pedazo de cada uno de nosotros todavía salvaje que se resiste a ser domesticado–. La jungla Nakajo no es el Amazonas brasileño, sino su silueta modificada por mi infinita necesidad de que me dejen ser […]”. Esto también aparece en el epílogo. Tengo la sensación de que no estás nada de acuerdo con la ‘domesticación occidental’ de las personas.

Por supuesto que no. Mira, yo soy muy junguiana, he estudiado bastante a Carl Jung, y los símbolos me encantan. ¿Y sabes qué? Que al final lo que no aceptas de ti va en contra de ti. Acaba destrozándote. Tenemos una parte muy salvaje que nos han dicho que es mala y que debemos guardar a buen recaudo o, incluso, eliminar. Sin embargo, debemos aceptar nuestra parte salvaje, carnicera y violenta. Y esto va también por las mujeres, eh. Reivindico que somos violentas y unas cabronas, si queremos. Pero es que eso, precisamente, es lo que nos da poder. Somos así y debemos reivindicarnos así. Esto de someternos –a mí me han educado para estar sometida y para asumir determinadas jerarquías– va en nuestra contra. En mi casa se decía aquello de poner la otra mejilla, que si lo piensas es una gilipollez como un piano, además de ser contrario a los principios de la evolución porque va en contra de la supervivencia más elemental. Así que para mí reivindicar ese lado salvaje –malvado si quieres, pero superviviente a fin de cuentas– es una forma de vivir más en contacto con uno mismo; ser más libre. Y, desde luego, la jungla somos nosotros mismos.

Nakajo es, entonces, una metáfora.

Bueno, no me propuse escribir una novela ambientada en la jungla de una manera consciente; simplemente sabía que la novela empezaría en la jungla y que iba a explorar el mal y, con el tiempo, pasó a ser una novela ambientada en la jungla que se puso a explorar la pérdida de las raíces. Pero no me lo planteé de una forma consciente. Ahora bien: si me paro a pensar llego a la conclusión de que todo esto es la jungla; la propia vida, la propia lucha en la vida, toda nuestra confusión.

Entonces la metáfora de lo salvaje también podría servir para repensar nuestra cotidianidad en ciudades como Madrid o Barcelona.

Es que estamos hablando de putas junglas de asfalto. Y, si te fijas bien, vivimos en tribus. Lo que ocurre es que lo hacemos con dinámicas mucho menos igualitarias que las que caracterizan a las tribus amazónicas. Esto lo podrán decir mucho mejor los antropólogos, pero allí los miembros de las diferentes tribus se enfrentan, se secuestran y se matan pero todos saben lo que hay y en todas esas acciones subyace una suerte de comportamiento honorable, el cumplimiento de unas normas comúnmente aceptadas. Aquí, en cambio, no hacemos más que lanzar eufemismos –justicia, igualdad, etcétera– que lo único que consiguen es enmascarar una realidad igual de cruel, o más, en la que los poderosos se comen a los débiles y en la que, por encima de todo eso, prima una cultura cada vez más individualista. Estamos, cada vez más, en una sociedad compuesta por seres débiles y aislados que no han desarrollado un sentimiento de comunidad.

Me gustaría preguntarte por los referentes de los que te has servido para sacar adelante la novela. Porque es obvio que te has documentado antes de escribir.

Me encantan las novelas de aventuras. Julio Verne, Conrad, que es maravilloso, los escritos de John Muir y en general cualquier texto que explore la relación entre el hombre –o la mujer– y la naturaleza. Todo eso me interesa mucho. Más allá de eso, he leído libros sobre las leyendas del Xingú y algo de Antropología. Los diarios de Malinowski, por ejemplo, o la historia de Percy Fawcett, que desapareció en 1925 sin dejar rastro mientras trataba de llegar a la mítica Ciudad Z. Lévi-Strauss sería otra referencia que merece ser citada. De todas formas, no me he documentado de una manera muy profunda. Entre otras cosas porque soy consciente de que, si leo demasiado sobre el tema, puedo venirme arriba y convertirme en una escritora muy académica, muy árida. Y esta es una faceta que me da bastante rabia.

Lo preguntaba, también, porque uno de los personajes de la novela es un académico llamado Clifford Gee. He supuesto que era un guiño a Clifford Geertz, un antropólogo estadounidense que murió hace algunos años.

Pues ha sido casualidad. Hombre, en mis novelas y cuentos siempre hay un personaje representado por una persona mayor, una especie de profesor o eminencia, que está y a la vez no está. Un ermitaño oscuro, si lo prefieres. Y siempre se llama Clifford o Cooper. Pero vete a saber. Igual no es tanta casualidad; igual es algún nombre que salió en una de mis lecturas sobre Antropología y se quedó en la recámara. A este respecto, Jung tiene una teoría muy interesante sobre gente acusada de plagio porque había escrito la primera página de un libro que ya estaba escrito, tal cual, pero que alegó no haber sido consciente de ello. Jung demostró que, efectivamente, no había plagio; que a veces la memoria actúa de manera fotográfica. Jung, por cierto, también suele estar presente en mis escritos por todo el tema del inconsciente colectivo, la memoria heredada de la familia o incluso de una determinada tradición cultural. Es un tipo francamente interesante.

¿A quién va dirigido el libro? Porque tu novela no es un libro para todos los públicos. Exige una mente abierta, ganas de experimentar.

Cuando uno no se propone escribir una obra muy comercial, dirigida a un público masivo, suele terminar escribiendo en mayor o menor medida para uno mismo. Con esta novela intento seguir la senda de mi primer libro –El silencio de las sirenas (Salto de Página)–. Son obras que uno escribe porque quiere sacar algo, contar algo, pero no sabe muy bien a quién se lo está contando. Y esto es un error, eh. Muchas veces lo es. Porque te genera la inquietud de si te están entendiendo o no. Yo siempre me estoy preguntando si me entienden porque soy consciente de que soy una persona extraña, difícil, y me preocupa que no lo hagan. Es más: soy consciente de que puedo escribir más clarito que todo esto y por lo tanto sé que no todo el mundo me va a entender. Pero, en fin, asumo que me entienden las personas afines a la simbología y también las personas que no necesitan tener la respuesta para todo inmediatamente; personas que sepan –que puedan– vivir con cierto grado de incertidumbre y que toleren el componente místico y mágico. Hay un compañero escritor, Francisco J. Pérez, que tiene unas novelas que generan cortocircuitos. Empiezas la novela y no entiendes nada. Pero nada, eh. Porque, además, él empieza tirando mucho de mitos y proponiendo un planteamiento muy laberíntico. Hasta que, de repente, en un momento dado, tu mente hace ‘clic’ y entonces entras en su mundo. Es como un lenguaje. Yo no creo que llegue a ese punto, pero sí creo estar proponiendo un juego. Y como sucede con todos los juegos, tú tienes que estar predispuesto a jugar.

¿Has recibido alguna crítica?

Hay personas que me han tachado de intelectualizar mucho. Pero fíjate: mi tía, que es una señora que no lee, una señora adicta al Sálvame, conectó muchísimo con este libro. Por lo tanto no creo que sea una lectura especialmente intelectual. Hay gente que se puede quedar con los aspectos más académicos, pero ahí tienes a mi tía. Ella conectó a otro nivel. En cualquier caso, es un libro abierto a interpretaciones. Con mi primera novela, por ejemplo, yo leía a algunos reseñistas y pensaba para mí: “este no es mi libro”. Pero es que tú puedes coger el libro, hacerlo tuyo y construir tu propia interpretación. Una cosa diferente es que no te guste y te dediques a calificarlo de “paja mental” o cosas parecidas. Ahí es cuando digo: “no has entendido una mierda”. Esas personas dejan caer que te has fumado un canuto y después has escrito el libro. Y lo he escuchado, eh. Mogollón de veces.

¿Estás trabajando en tu siguiente novela?

Sí. Y debo decir que bebe de cierta tradición norteamericana: Faulkner, Fante y demás. Que no tiene demasiado que ver con ésta, vaya, aunque el segundo borrador está yendo por derroteros algo diferentes a los que había esbozado en el primero. De todos modos, estará ambientada en Nuevo México. O, bueno, en un lugar que se parece a Nuevo México. Que yo con las localizaciones hago una cosa: fijarme en la que me interesa y luego plasmarla en mi novela con muchas licencias. Así, con esa técnica, se puede hablar de muchos lugares a la vez.

Me gustó mucho la crónica que escribiste con motivo de Sant Jordi. Por eso quiero preguntarte por el panorama editorial. ¿Cómo lo ves?

Lo que veo es que de la literatura ya no se puede vivir en este país. Sí, es cierto que algunas editoriales independientes están haciendo cosas muy interesantes. Pero el mercado es el mercado. La gente no lo sabe, pero hay algunos escritores que nos pensamos que venden mucho cuando en realidad no venden nada. Quienes están vendiendo de verdad, quienes están llenando las arcas de algunas editoriales, son los youtubers y toda esa gente. Lo que pasa es que son precisamente esos youtubers, con sus ventas, quienes hacen posible que gente que no vende tanto pueda seguir publicando. En fin, son las dinámicas del negocio. Lo que sí me da rabia es publicar por moda, publicar por trending topic. Por ejemplo: creo que este feminismo mainstream, edulcorado, esta cosa súper oficial, no hace ningún favor al feminismo. Esta etiqueta de “autoras feministas”. Pero vamos a ver. Primero: ¿qué es el feminismo? Porque el feminismo es muy amplio. Pero si feminista es lo que algunas de estas autoras dicen que es feminista, cualquiera es feminista. No creo que estas modas hagan ningún favor al mundo editorial. Quizás haya que ir pensando en publicar menos pero publicar mejor. Porque lo que ocurre ahora mismo es que o estás en todas partes o no vendes… y, claro, así no vende casi nadie. Y luego están los mamoneos. Es un mundillo con demasiados mamoneos. Y no debería haber tantos.

Me gustaría terminar esta entrevista preguntándote: ¿para entender al otro tenemos que dejar de ser nosotros mismos?

Para entender al otro uno tiene que ser empático; no tienes que dejar de ser tú mismo. Alan Watts decía que sólo nos entendemos a nosotros mismos en relación al otro. Es decir: yo sé quién soy porque tú no eres como yo pero en algunos aspectos somos parecidos. Puesto de otro modo: yo sé quién soy, y dónde estoy, cuando aparece la otra persona, alguien con quien me puedo comparar. Para entender al otro te has de reconocer en el otro.

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