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El Grand Tour universitario del siglo XXI: más allá del Erasmus

Cuando desde Europa leemos, hablamos y pensamos en educación e internacionalización solemos hacerlo partiendo de un escenario simplificado y estático.

El Grand Tour universitario del siglo XXI: más allá del Erasmus

Cuando desde Europa leemos, hablamos y pensamos en educación e internacionalización solemos hacerlo partiendo de un escenario simplificado y estático. Lo planteamos en términos políticos y administrativos, como si se tratara de fomentar la firma de acuerdos comerciales. Aún así, es indudable que en el siglo XX este constructo impulsó avances y produjo ventajas en la construcción de una identidad regional, un mercado común y una moneda única.

A su vez, la europeización en materia universitaria confeccionó una interesante homologación en favor de la “libre circulación” de estudiantes, dentro de un mismo espacio continental. Se empezó a visualizar una perfecta colaboración interuniversitaria entre instituciones europeas, pero priorizando el flujo y volumen de alumnos (que entran y salen de su país) por delante del conocimiento recíproco entre diferentes realidades.

Al desmenuzar el por qué los europeos hemos estado durante siglos viajando por el mundo, nos topamos curiosamente (en alguna etapa de la historia) con una serie de necesidades de carácter cultural y educativo sobre otras más de corte distraccional (la preponderante en el turismo de masas tan propio de finales del siglo XX).

‘Turistas ingleses en Campagna’ (Carl Spitzweg, circa 1835). Wikimedia Commons / Alte Nationalgalerie – Staatliche Museen zu Berlin

Tradición viajera

Sobre la propia tradición de viajar cabe destacar los siguientes momentos de los que disfrutó Europa:

En los siglos XVII y XVIII, con la Ilustración y, estirando el factor tiempo, hasta el XIX, nos encontramos con un encuadre multisensorial a la vez que profundo en cuanto a la dimensión humana del viajar.

En el XVII, eran pocos y ricos (cierto es) pero muy afortunados los privilegiados ingleses que junto a un tutor salían de su isla, con 20 años de edad, en busca de contacto con la cultura, el idioma, el arte y las costumbres continentales europeas (especialmente, con destino Francia e Italia). A esta especie de gap year de dos años de duración como media se le pasó a denominar el Grand Tour.

Hubo coetáneos que criticaron duramente dicha práctica, como el mismísimo economista Adam Smith, quien llegó a achacarlo a la consecuencia de la mala formación provista por las universidades de referencia (Oxford y Cambridge). Otros sólo entendían el viajar fuera de Inglaterra como terapia medicinal o por extrema necesidad (no por el placer de aprender, claro está). Unos pocos temían aquellos viajes como una tentación por la posible conversión del protestantismo al catolicismo.

Sin embargo, tal y como figura en algunos extractos de cartas de aquellos tiempos, el historiador de la Universidad de Exeter, Jeremy Black, en su libro, ‘The British Abroad. The Grand Tour in the Eighteenth Century’ recoge que los había que se congratulaban de la decisión de salir fuera del país como vía de aceleración del crecimiento personal, madurez educativa, formativa e intelectual del individuo.

Europa, en aquellos tiempos llevó gracias al comercio marítimo a un número importante de viajeros a acrecentar en sí una defensa humanista por la curiosidad, con salones o gabinetes en su casas donde albergaban rarezas inimaginables. Las denominaban en alemán, wunderkammern y en latín, mirabilia. Eran lugares que invitaban a soñar entre artefactos: dibujos, planos, manuscritos, instrumentos musicales, fósiles, armaduras y esqueletos de animales.

Varios objetos (conchas, pájaros, mariposas, corales) en el gabinete de curiosidades del Museo de Historia Natural de la Universidad de Pisa. Wikimedia Commons / Federigo Federighi, CC BY-SA

En el siglo XIX, de la mano de una creciente burguesía europea bien educada (no solamente comercialmente capacitada) se pasó a estrechar la distancia con la aristocracia en materia de viajes culturales, como apunta en el libro ‘On holiday. A history of vacationing’ el etnólogo europeo de la Universidad de Lund (Suecia), Orvar Löfgren.

Afanosamente, estos viajeros comenzaron a cubrir todos los puntos del globo terráqueo. Establecieron el hábito mundano, romántico y aventurero de plasmarlo en lo pictórico, lo literario y lo musical. A su vez, dieron forma, fondo y prestigio a la observación de primera mano, ya como exploradores autodidactas (Ernest Shackleton y Roald Amundsen) o como investigadores empiristas de toda fauna, flora y paisajes posibles (un caso claro es el de Charles Darwin).

Dejamos intencionadamente fuera del concepto el siglo XX europeo por su conexión viajera a un turismo más nacional en los países del Sur y más internacional en los del Norte, pero en cualquier caso dominados por el trabajo y el ocio o divertimento como prioritarios y en formato de corta duración/pernoctación.

La travesía universitaria del siglo XXI

Combinando los siglos XVIII y XIX llegaríamos inmediatamente al student journey demandado por el siglo XXI, hasta llegar al siguiente retrato:

Se inyectan experiencias de vida estimulantes a los estudiantes universitarios en un sentido amplio y a nivel transcontinental, saliendo de Europa (desde el primer año de estudios) y enfrentándolos a países de máxima influencia presente y futura, como China, Rusia, Japón, Israel, India, Indonesia, Sudáfrica, México o Brasil, entre otros.

Este movimiento geográfico facilitaría a los alumnos europeos una apertura de mente considerable. Dejarían de preocuparse por rentabilizar sus estancias convencionales para el alargamiento del currículum. Por el contrario, estarían centrados en la idea de participar dentro del contexto volátil e incierto al que nos invita el mundo de hoy.

Moldearían muy posiblemente su perspectiva crítica al contrastar sus valores, estilos y principios con los de otros jóvenes de fuera de Europa. Se sumergirían en episodios de vida trascendentes a partir de la exposición a la diversidad de idiomas, cultura, arte, solidaridad y empresa.

Sin duda alguna, los alumnos de hoy viajan mucho más que sus profesores, aunque el “viajar por viajar” para evadirse no implique en sí ser simplemente un turista.

Viajar de la cantidad (del turista) a la calidad (del viajero)

Si seguimos confiando fielmente en un modelo de corte transaccional (como único motor y medidor de movilidad humana) nos limitaremos a engordar las estadísticas oficiales, sin cubrirse las necesidades básicas de las nuevas generaciones que entran ahora en la universidad. Estaremos prestando un servicio contable a favor del número, pero no educacional ni personal. Llenaremos de vacío la misión, sentido y consistencia de la universidad europea.

Vanagloriarse por la cantidad de estancias consumidas o millas acumuladas en la aerolínea, por delante de la calidad de las experiencias vividas, supondrá una pérdida real para el sistema educativo, el individuo y la sociedad en su conjunto.

Resulta reduccionista para las universidades europeas el dirigir a los jóvenes hacia su traslado temporal a países y universidades tan similares, desde donde, además, no siempre se retorna con el idioma local aprendido o se asimila la cultura del país elegido. Existe una gran diferencia de aprendizaje transnacional entre aproximarse a un idioma extranjero vía gramatical (la mayoría) a abrazarlo vía cultural (la minoría).

Billete de Inter Raíl alemán de 1982. Wikimedia Commons

En sentido contrario, convendría ajustarse con mayor convicción al sentir de una Generación Z con aspiraciones, motivaciones y ambiciones educativas y vivenciales más autosuficientes, menos formales, más sociales y menos rígidas que aquellas que ofrece la estructura y la mentalidad de canje europea y el turismo Inter Raíl de una época ya pasada.

Con esa actitud estaríamos perseverando y preservando el que los universitarios europeos sigan anteponiendo como mejor opción la de cursar idénticas asignaturas en facultades muy similares a las propias (a cambio de garantizarse la aprobación de un plan de convalidaciones) por encima del peso en la elección del país a donde ir.

No se estaría contribuyendo a generar oportunidades laborales únicas, transformadoras y bien retribuidas tras los estudios, si las enseñanzas universitarias dentro de Europa han sido idénticas a las que hubieran obtenido no saliendo de casa.

El desafío refundacional de la internacionalización, en tiempos de recomposición del nuevo orden mundial, pasa en gran parte por las manos de las universidades capaces de interiorizarlo y operativizarlo.

El siglo XXI irrumpió y fue registrando sus propias marcas con su economía globalizada; una tecnología omnipresente; la digitalización del saber y una cierta hibridación cultural (entre otros factores clave). El collage exige de otro marco, mentalidad y proyección en materia internacional y universitaria. Se precisa de un esquema de trabajo más dinámico, abierto, híbrido y relacional. Las partes implicadas en su reformulación y competentes en su ejecución deberían apostar por otras fuentes de energía más experienciales y menos formales, aprovechando el mapamundi en su conjunto y no tan solo parte de él.

La educación es vivir y el caminar es aprender

John Dewey señaló hace ya un siglo, en su obra Democracy and Education, aquello de que la educación no conduce hacia la vida, sino que es la propia vida en sí, en enriquecimiento y significado personal. Para Dewey, en la teoría, y para las universidades europeas en la práctica, las inmersiones internacionales deberían llevar asociadas intrínsecamente una experiencia de vida y no un objetivo descontextualizado de fines.

De esto se desprende la clave del nuevo paradigma: cuanto más honda o profunda y menos ancha y superficial sea la estancia universitaria, mucho mejor.

Para el europeo, salir fuera de Europa debería ser contemplado como romper con un modo de estar en el extranjero confiados de lo conocido y predecible. Representa, igualmente, una oportunidad de testar el nivel de efectividad de las creencias, estereotipos y prejuicios particulares al cambiar uno de registro y circunstancias.

Pero, para cuando no podamos, tanto alumnos como profesores universitarios, permitirnos viajar lejos, quedará en su lugar el poder y saber caminar a corta o media distancia, pero pensando siempre más en el destino que en regresar mental o físicamente al origen.

El mérito reside en enfrentarnos a lo nuevo manteniendo siempre viva la curiosidad. Desechemos volver por inercia a los lugares comunes para sacar las mismas conclusiones expeditivas de siempre.

Caminar “de verdad” no consiste en atravesar exclusivamente senderos bien señalizados. Conviene perderse de vez en cuando, caminando tal y como evocaba, en su ensayo Un Paseo Invernal, Henry David Thoreau, pudiendo ver, entender y aprender más allá de lo obvio, común y frecuente… aquello que siempre encontraremos por defecto en Europa siendo europeos (añadimos nosotros ahora). El viajar no es volver a casa casi igual a como uno salió de ella, pero con más souvenirs en la maleta. El viajar es priorizar y discernir de distinto modo, adentrando uno su alma y alargando sus sentidos por el lugar que se pisa, huele y observa.The Conversation

 


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 

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