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Rahm, porque yo lo valgo

«La noticia del contrato de Jon ha revolucionado el mundo y los envidiosos han salido a la superficie como setas»

Rahm, porque yo lo valgo

El golfista Jon Rahm. | Europa Press

Un día del pasado mes de junio Jon Rahm amaneció sobresaltado; más de cien mensajes en el teléfono móvil, que guardó en un cajón, y una inquietante noticia en la Prensa: «LIV negocia con PGA Tour y el Circuito Europeo». Se sintió traicionado y que su causa se desvanecía como los palos de un sombrajo. En la revelación subyacían las negociaciones entre ambas organizaciones, al margen de los artistas, y la amnistía, sí, la que él pidió sin éxito para que Sergio García jugara la Ryder; una amnistía controlada y envuelta en oro para los que, como el castellonense, se fueron a jugar con los árabes asumiendo el castigo americano, y europeo, porque las penas con pan, caviar y jamón cinco jotas son menos. Sergio saltó sin vértigo, convencido; económicamente le compensaba más que de sobra y digirió el veto. Jon rechazó una oferta mareante, similar a la que meses más tarde y en otro deporte convenció a Cristiano Ronaldo: 400 millones de euros por cruzar al lado oscuro. Consultó la decisión con su esposa: «¿En qué van a cambiar nuestras vidas con cuatrocientos millones más en la cuenta corriente?». «En nada», respondió Kelley Rahm Cahill. Tenían resuelta su vida y la de generaciones venideras.

Rahm siempre ha dicho que su pasión es el golf, no el dinero. Que le gustan los formatos tradicionales, jugar a 72 hoyos en vez de a 54 (LIV); cuatro días de competición en lugar de tres; no salir todos al tiempo sino escalonados; el golf en su esencia y no el espectáculo de los Globetrotters (gracias por la metáfora, Fernando Molina)… Todo eso defendía cuando un año atrás dio calabazas a los árabes, que, por otra parte, nunca perdieron la esperanza de llevar el agua de Barrika a su molino. Aguardaban agazapados, con la cartera rebosante de euros, trabajando pacientemente para afinar las negociaciones con esa competencia que se diluye y dar el penúltimo golpe de talonario. Así, a base de sembrar de dólares el universo deportivo, han cosechado Grandes Premios de Fórmula 1 y el Rally Dakar, pruebas de motociclismo y torneos de tenis; mundiales de balonmano y de fútbol en Qatar, la Supercopa de España y el Mundial de Fútbol de 2034 en Arabia Saudí… Desde la península arábiga han colonizado clubes de la Premier, también en Francia y en Italia –a España han mandado a los parientes pobres, más jacos que jeques–, y adquirido camisetas como las del Real Madrid o el Atlético.

Es tal la influencia que el «Llorando por Granada» de Los Puntos, en estos tiempos de amnistías, conciencia opaca y tribulación, precisaría una revisión políticamente correcta de la letra cuando el otro lado ya no es tan oscuro: Boabdil, último sultán del reino nazarí, hoy no sería «el moro hechizado que lloraba y paseaba su amargura por la Alhambra», sino el ÁRABE, con mayúsculas, el príncipe Mohamed Bin Salman, magnate del petróleo y del gas, poseedor de un capital inagotable, de inabarcables fondos financieros, presunto inductor del asesinato del periodista Jamal Khashoggi; señor de séquitos interminables, con sus aviones privados y sus limusinas, guardián de la moral en gimnasios para hombres y para mujeres, separados; el de las Mil y una noches y los harems, no el moro que no llega a fin de mes, ni siquiera a las playas de Europa porque pierde la vida en el intento. No son ni la millonésima parte de los hijos del islam quienes nadan en la abundancia, pero sí son estos, los dueños del PIF (Fondo Público de Inversión de Arabia Saudí), los que cortan el bacalao y van a ingresar en la cuenta no tan corriente de la familia Rahm 550 millones de euros en cuatro años, lo que convierte al golfista español en el deportista con el contrato más suculento de la historia, porque, además, puede ingresar anualmente cuatro millones de dólares por cada uno de los 13 torneos del LIV, si vence. 

Al sobrevenir la tormenta árabe, Jon Rahm formó con Rory McIlroy el tándem defensivo del PGA Tour y el Circuito Europeo. El español, número 3 del mundo y último ganador del Máster de Augusta, ha sido permeable a la amnistía de los fugados del LIV y se ha subido al tren de la abundancia la segunda vez que ha pasado por su puerta; el irlandés (número 2, el 1 es el estadounidense Scheifer Scottie) entiende a su amigo y le duele que, dadas las circunstancias, no puedan coincidir por ahora como rivales en algunos torneos ni jugar como compañeros en la Ryder, que automáticamente cierra las puertas a Jon. Rory, desde su debilitada posición, luchará para que reine la concordia entre los nuevos ricos del LIV y los clásicos del PGA, ahora que estos últimos, que ya han cedido con algunos de los que se fueron, han perdido también a uno de los dos puntales. La noticia del contrato de Jon ha revolucionado el mundo del deporte, no sólo el del golf, y los envidiosos han salido a la superficie como setas en el mejor de los otoños. Qué más da que le paguen dos millones o quinientos. ¿Lo vale? Para Bin Salman, empeñado en explotar el turismo de lujo en su país, sí. No deja de ser una inversión del proyecto saudí Visión 2030.

Así, pues, el problema no es de los envidiosos, ni siquiera del afortunado, el problema es de americanos y europeos cogidos a contrapié por este fenómeno oriental que tiene el petróleo por castigo. Los enemigos de hace un año en la actualidad resultan más compatibles porque cada día surgen, por la fuerza de don dinero, nuevos puntos de reconciliación, como esas amnistías preludio de la fusión, pues no hay que descartar que al número 3 le sigan otros colegas, incluso McIlroy, con lo que las defensas del PGA sucumbirían frente a esta pertinaz tormenta del desierto. 

Un día del pasado mes de junio, Jon Rahm vio las noticias y se le quedó cara de tonto. Seis meses después, un día de diciembre, decidió dejar de hacer el primo y puso el golf tradicional patas arriba. El mundo ha cambiado, o evolucionas o te estancas; la palabra dada ha dejado de ser un contrato porque lo firmado es agua de cerrajas. Si bien cualquier cambio no implica evolución, las modas mandan. «Antes conocías a alguien, te gustaba y te casabas. Ahora se leen muchos libros, se emplean palabras de cuatro sílabas y se psicoanaliza a la otra persona hasta que no se distingue entre una relación amorosa y unas oposiciones al ayuntamiento» (Thelma Ritter, en La ventana indiscreta). Apenas queda espacio para la improvisación, me quiere, no me quiere, me sirve, no me sirve, lo bueno o lo mejor. A Rahm le ha venido bien el empujón y ha decidido: lo mejor, porque yo lo valgo.


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