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Jesús Perea

Diagnóstico: la izquierda enamorada de la derrota

«Esa izquierda doliente, permanentemente enamorada de las luchas legendarias del pasado y de un futuro cada vez más distópico que utópico, entrega el presente a un neoliberalismo cada vez más envalentonado»

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Diagnóstico: la izquierda enamorada de la derrota

Dentro de un par de meses, el mundo recordará la caída del Muro de Berlín en el 30 aniversario de un momento al que los cronistas no tardaron en imprimir un carácter genuinamente epocal. El historiador marxista británico Hobsbawm fue el primero en señalar esa fecha como el punto y final al corto siglo XX, abierto en 1914 en las trincheras de Flandes y liquidado cuando el sistema soviético hincó la rodilla, preso de sus contradicciones internas. Un siglo de 75 años, pródigo en guerras y revoluciones, y a cuyo fin una parte de la izquierda quedó desorientada ante el fin abrupto del comunismo y lenta de reflejos para comprender el impacto de la globalización.

El momento de gloria del neoliberalismo supuso la muerte de la utopía. En la sala de autopsias, los forenses no tardaron en diagnosticar que la causa del deceso era la privatización del sueño de la emancipación colectiva. Algo previsible teniendo en cuenta que el brazo ejecutor cabalgaba a lomos del hedonismo consumista de la posmodernidad, el individualismo y la negación de la sociedad como un mero constructo. Una invención progresista, como se encargaron de remachar obsesivamente Thatcher y Reagan.

Una parte de la izquierda guardó el duelo ante el deceso; otra se refugió en la melancolía.

Para Freud, la gran diferencia entre el duelo y la melancolía estriba en que el primero es un estado pasajero mientras la segunda perdura. Quien vive en ella no desea abandonar la tristeza, porque en cierto modo goza y se recrea con su recuerdo. Parte de la izquierda se refugió en esa épica profundamente melancólica. Y terminó por consolidar una estética del fracaso al que rendir culto, con la tristeza por bandera. En términos futboleros, a esa izquierda enamorada de la derrota le era aplicable la paradoja de la selección española en los tiempos del codazo de Tassotti a Luis Enrique; jugar como nunca y perder como siempre; a ser posible, en cuartos de final y con la sensación de caer de forma tan injusta como gloriosa.

Suele decirse, no sin razón, que hay dos clases de teóricos del poder. Los que idean manuales para alcanzarlo y los que se dedican a pensar qué hacer con él una vez que se obtiene. En las filas de esa izquierda melancólica abundan los primeros. Puede que la causa última no sea tanto su incapacidad de pensar políticas públicas que materializan el ejercicio del poder. Sino la futilidad de tal afán, habida cuenta de que la derrota se da por descontada -cuando no por deseada- con una retórica de teorías conspirativas, maléficos hilos movidos por el poder e injustas humillaciones.

Esa izquierda doliente, permanentemente enamorada de las luchas legendarias del pasado y de un futuro cada vez más distópico que utópico, entrega el presente a un neoliberalismo cada vez más envalentonado. Desconociendo que, sólo desde un pragmatismo superador del culto a la dulce derrota, se le puede combatir con garantías en una sociedad cada vez más escandalosamente desigual. Una sociedad que exige respuestas en el hoy, el aquí y el ahora.

En la película Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain, el personaje encarnado por Federico Luppi le replica a José Sacristán en una secuencia magistral: “Si la guerra se ha de perder, al menos me doy el lujo de ganar una batalla”. En un tiempo en el que, como dice Fredric Jameson, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del sistema capitalista, esa izquierda abrazada a la estética de la derrota haría bien en fajarse en la batalla de las causas materiales del presente, por poco encanto que tenga gestionar lo concreto en lugar de asaltar los cielos.

La política, como la naturaleza, tiene aversión al vacío. Y renegar del compromiso con el presente para seguir en un enamoramiento melancólico del pasado y la épica de la derrota implica asumir un riesgo terrible: que sea otro quien ocupe ese espacio y que el precio a pagar tenga el sabor amargo del totalitarismo de antaño.

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