THE OBJECTIVE
Miguel Aranguren

El hombre de la banana

En la portada de aquel disco del final de los ochenta, Leonard Cohen se comía una banana con la misma displicencia con la que Occidente clavaba sus talones sobre el mundo, anunciando a los cuatro vientos que un judío sin credo, sin moral, sin patria, sin rumbo era el hombre que necesitaban nuestras mujeres, las mismas que con el tiempo perdieron las horas y los ardores en las páginas manchadas con sombras de Grey. Cohen es hijo de la segunda de las Guerras, un desencantado que se buscaba en los espejos de cada uno de los hoteles a los que le conducían sus promociones y giras. Con la piel de plátano en la mano entonaba –con esa voz ruinosa que tanto me gusta- aquello de «First we take Manhattan, then we take Berlin», acompañado a los coros por dos bellas odaliscas.

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El hombre de la banana

En la portada de aquel disco del final de los ochenta, Leonard Cohen se comía una banana con la misma displicencia con la que Occidente clavaba sus talones sobre el mundo, anunciando a los cuatro vientos que un judío sin credo, sin moral, sin patria, sin rumbo era el hombre que necesitaban nuestras mujeres, las mismas que con el tiempo perdieron las horas y los ardores en las páginas manchadas con sombras de Grey. Cohen es hijo de la segunda de las Guerras, un desencantado que se buscaba en los espejos de cada uno de los hoteles a los que le conducían sus promociones y giras. Con la piel de plátano en la mano entonaba –con esa voz ruinosa que tanto me gusta- aquello de «First we take Manhattan, then we take Berlin», acompañado a los coros por dos bellas odaliscas.

Si uno prueba a traducir la canción del judío errante, descubrirá que sus versos son tan absurdos como los de cualquier gran poeta que no escriba en nuestro idioma (me hablaron de Withman, leí la traducción de sus versos y decidí regresar con las moscas de Machado). Pero el estribillo… ¡Ay el estribillo de Cohen!… Al paladearlo, me asusto: <<Primero tomaremos Manhattan, después caerá Berlín>>. Parece mentira la profecía de una canción, una simple canción, una estúpida canción que peleaba por abrirse un hueco en el Billboard de Radio Louisville y en Radio Zamora. Por cierto, en la ciudad que humedece el Duero también hay seguidores del narigudo canadiense que se volvía loco intentando traducir a Lorca.

Los terroristas del Estado Islámico, con sus barbas oscuras y mal cuidadas, sus espesas cejas, los turbantes con los que se cubren la cabeza cargada de odio, amenazan con tomar Washington, París, Roma y ese pedazo de nuestro corazón al que ellos llaman Al-Andalus. Semejante rosario de conquistas no cabe en un estribillo. Si Leonard Cohen lo intentara, necesitaría una máquina de oxígeno para recuperarse del esfuerzo. Además, no tendría la comparsa de su bella coral: por entonces formaría parte del harén de quienes, en nombre de Alá, están dispuestos a un generoso suicidio en el que la muerte se multiplica hasta el infinito.

¿Somos los occidentales la causa del Apocalipsis? ¿Están en la decrepitud de nuestros principios las fisuras por donde se cuela tanta muerte? ¿Tenemos razones que sostengan la unidad de nuestra civilización frente a estos jinetes con chaleco bomba?… El trovador de “Suzanne” ya tiene material para una próxima canción, empapada de su habitual pesimismo.

 

 

 

 

 

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