THE OBJECTIVE
Julia Escobar

Zola, doña Emilia y algunos escándalos literarios

«De todos es sabido que doña Emilia sentía una gran admiración (que nunca la cegó) por la obra y la persona del fundador del naturalismo»

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Zola, doña Emilia y algunos escándalos literarios

Cuando Zola denunció el escándalo morrocotudo que llevó al capitán Dreyfus a la isla del Diablo y dividió a Francia, no sólo consiguió reparar una injusticia, inventó además una figura que tendría una inmensa fortuna durante el siglo XX: la del intelectual comprometido. J’accuse fue una bomba de relojería que, al parecer, pudo también haber explotado en la cara de su autor, muerto en 1902, en su domicilio de París, envenenado por las emanaciones de una estufa de carbón mal ventilada. Más de cien años después, un periodista francés, llamado Jean Bedel, publicó en la editorial Flammarion un libro, Zola assassiné, en el que desarrollaba una teoría que ya había avanzado en 1953 según la cual un tal Henri Buronfosse, deshollinador de profesión y militante de una organización nacionalista y antisemita, taponó la chimenea de la casa de Zola, movido por el odio que le tenía por haber destapado el «affaire Dreyfus». En su libro, Bedel demuestra que las circunstancias de la investigación de la muerte del escritor no fueron muy claras. Por ejemplo, se pasó por alto que aquel día los deshollinadores habían estado remoloneando por los tejados y se concluyó, bastante alegremente, que la muerte había sido accidental. Así lo asumieron sus contemporáneos y asombra lo poco caritativa que se mostró doña Emilia Pardo Bazán a este respecto, en una carta que dirigió a su amiga Blanca de los Ríos:

«La muerte de Zola ha sido bien insípida. ¡Mire usted que calentarse con carbón mineral, la cosa más dañina, un escritor, abogado del progreso, de la higiene, un naturalista!»

Hay en estas palabras muy poco respeto por quien fuera cabeza de fila del movimiento al que ella se adscribió (con reservas) y que divulgó por España en su polémico libro, La cuestión palpitante, sacrificando de paso un matrimonio que no tenía futuro. Personalmente no puedo dejar de creer que la acritud y la ironía que se pueden percibir en la mencionada carta son una especie de pequeña venganza que doña Emilia se permite hacia el que ella asumió como mentor. De todos es sabido que doña Emilia sentía una gran admiración (que nunca la cegó) por la obra y la persona del fundador del naturalismo; en sus estancias anuales en París, la escritora era muy bien recibida en el «milieu» aunque ella, en sus crónicas, contaba cosas que a esos señores, tan pagados de sí mismos, no les hubieran gustado demasiado leer. Dice, por ejemplo:

«En todos ellos he notado además (y la observación me infundió, claro está, profundo disgusto), que lo que pasa fuera del horizonte de París les importa un rábano. El movimiento literario español ni siquiera les inspira la curiosidad que a mí me inspiraría el de Laponia… Impregnados hasta los tuétanos de vulgares preocupaciones, lo único que les merece interés en España son las manolas, las naranjas, los toros, el beau soleil y los ladrones en gavilla. Así mientras ellos creen que yo los admiro, yo les analizo, no siempre con benevolencia».

¿Y qué recibió ella a cambio? Dos apuntes de los Hermanos Goncourt en ese famoso diario en el que destripan a media humanidad, por supuesto, nada piadosos con ella pues hacen referencia a su corpulencia y a su vozarrón, y estas pocas líneas que escribió Zola para la traducción francesa de La cuestión palpitante:

«De novelas españolas —dice Zola a Rodrigo Soriano, redactor de La Época— ya he dicho que en Francia somos muy ignorantes. La señora Pardo Bazán ha escrito una obra que he leído. Es libro muy bien hecho, de fogosa polémica: no parece libro de señora. Aquellas páginas no han podido escribirse en el tocador. Confieso que el retrato que hace de mí la señora Pardo Bazán está muy parecido y el de Daudet, perfectamente. Tiene el libro capítulos de gran interés y, en general, es excelente guía para cuantos viajen por las regiones del naturalismo y no quieran perderse en sus encrucijadas y oscuras revueltas. Lo que no puedo ocultar es mi extrañeza de que la señora Pardo Bazán sea católica, ferviente militante, y a la vez naturalista; y me lo explico sólo por lo que oigo decir de que el naturalismo de esa señora es puramente formal, artístico y literario». Creo que las palabras que subrayo son lo que no le perdonó nuestra escritora.

Para comprender lo que supuso la doctrina del naturalismo en España, tal como la planteó el propio Zola en sus estudios teóricos y críticos, si no prestamente traducidos, si conocidos por los principales novelistas y críticos españoles contemporáneos, pendientes de todo lo francés, no se me antoja nada mejor que acudir a las fuentes mismas de la dificultad que entrañó, para una literatura realista veteada de idealismo postromántico como era la española del momento, admitir, no ya procedimientos de los que no estaban ni mucho menos alejados nuestros novelistas sino la «filosofía» que los sustentaba.

Y fue movida por el deseo de espolear la reflexión en torno al problema suscitado por Zola, por lo que doña Emilia Pardo Bazán (que todavía no era condesa) publicó entre 1881 y 1882 esos artículos que se plasmarían La cuestión palpitante. De que lo era, y mucho, lo prueba la polémica desatada en los periódicos de la época, con encendidas cartas de protesta que nunca estuvieron a la altura ni intelectual ni moral de las agudas respuestas de la gran polemista que era la autora. El crítico Luis Alfonso, el ministro venezolano Calcaño y otros varones ilustres, tan desconocidos ahora como notables en la época, se le echaron encima por propagar tan nefanda doctrina, siendo una buena cristiana y mujer por añadidura.

Sin entrar en el fondo literario ni teórico de la cuestión, es interesante dar un repaso a los escritores que la opinión «decente» consideraba contrarios al realismo y al naturalismo y que salieron a relucir a lo largo de esta polémica. Son muchos, pero citaré sólo a los más conocidos: Núñez de Arce, Castelar, Campoamor, Alarcón, Valera, Menéndez Pelayo, González y Fernández, Echegaray y Zorilla. A éstos, doña Emilia opone, por deducción, omisión y convicción, a Pérez Galdós, Pereda, Palacio Valdés, Ortega Munilla, ella misma y, por supuesto, a Clarín, quien precisamente le prologa la segunda edición de La cuestión palpitante.

Los ecos de la polémica no se apagarían fácilmente. Pereda aguantó hasta 1891 para declararle, por fin, toda su inquina en público (Las comezones de la señora Pardo Bazán), pero algo antes, había encontrado la sabia, un adversario digno de ella, Juan Valera, quien en 1887 publicó Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. El año anterior le decía a Menéndez Pelayo: «He escrito cuatro artículos sobre el naturalismo (…) Doña Emilia Pardo Bazán me ha escrito una carta muy amable diciendo que tal vez me conteste. Aunque lo haga, y esto me lisonjee, no replicaré, pues mi intención no fue nunca armar polémica o controversia, sino ir contra la extravagancia estética de Zola». La rivalidad de Valera con la escritora es evidente: «No puedo ni debo combatir con doña Emilia. Las damas deben ir vestidas según la moda. ¿Por qué he de tomar yo a mal que doña Emilia se vista de naturalista?». No ofende quien quiere, sino quien puede, y vaya si podía la señora.

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