THE OBJECTIVE
Lea Vélez

La distancia

«¿Es la imagen de una persona, por muy en directo e interactiva que sea… la persona? ¿Y es ese alimento intelectual igual de nutritivo?»

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La distancia

Jeff Chiu | AP Photo

Aprender a distancia, sin duda, es la gran revelación de esta pandemia. El colegio online, el gimnasio online, las clases de guitarra online. Mientras era temporal, tenía su gracia, su comodidad y su sentido. Mis hijos iban al colegio en pijama, desconectaban el sonido de los profes aburridos y dejaban un vídeo de sí mismos para parecer que estaban en clase mientras iban al baño o a estirar las piernas. La libertad, definitivamente, acaba en el campo de visión de los demás. Al menos, cierta libertad. En pocos sitios me siento más libre que en mi torre de marfil, que no deja de ser una celda maravillosa.

Pero una cosa es la pandemia y otra la normalidad. Si las clases online han venido para quedarse, ¿qué será de nosotros? De los profesores y de los alumnos. Hablo ahora de todo tipo de clases, no solo de la vida escolar. ¿Aprenderemos un millón de trucos más para huir de las obligatorias y lograremos humanizar las placenteras? Pero por mucho que las humanicemos… ¿Es la imagen de una persona, por muy en directo e interactiva que sea… la persona? ¿Y es ese alimento intelectual igual de nutritivo?

Ayer contacté con el profesor de guitarra de mis hijos. Aunque ya es posible tener clases particulares físicas, como las de toda la vida, el profe ha descubierto la panacea online y de momento, no acude a los domicilios. Todo lo hace por Skype. No tiene que ir de un lado a otro cargando con su guitarra, no tiene que gastar en transporte, no tiene que arriesgar, por supuesto, a contagiarse o contagiar a nadie. Es comprensible. Puede, sospecho, estar en pijama si le da la gana para dar las clases, como hacían mis hijos con el colegio. Pero esto online es eso, una clase. Una clase para practicar unos acordes, aprender una melodía. ¿Pero tiene sentido aprender así? No por lo que se aprende, sino por lo que no está presente. ¿Qué cantidad de enseñanza, motivación, magia social nos perdemos haciendo las cosas de esta manera?

Cuando no hay distancia ni física ni tecnológica, las clases no solo son clases, conceptos, números, datos. Son experiencias. Lo verdaderamente maravilloso de las clases es todo eso que sucede en el grupo y en el contacto, y que no tiene aparentemente nada que ver con la enseñanza de un concepto.

Recuerdo lo feliz que era en la Escuela de Cine. El refugio que resultaba -tras años de clases en las que lo gregario nunca me atrajo- ir a un lugar al que no iba a aprender exactamente, sino a compartir experiencias con gente como yo. Allí ponía en común mi pasión por el cine con otros cinéfilos igual de locos. Discutíamos, nos desnudábamos al escribir nuestros ejercicios y leerlos en voz alta, nos admirábamos y cómo no, también teníamos nuestros pequeños odios y competencias, y juntos en esa dinámica aprendíamos de todo aquello y todos aquellos que nos rodeaban, porque la escuela era un templo para nosotros y sus profesores nuestros mentores y amigos. Todo eso es parte del proceso formativo, esa competencia, esa cerveza tras la clase, esa comida de cantina y lo extracurricular, las anécdotas, el cariño, que forman y conforman el noventa por ciento de aprender sobre lo que sea.

Existe algo que va más allá de la enseñanza de una técnica o de un conocimiento a través de una pantalla y todos los profesores lo han echado de menos, pero no siento que se hable mucho de cuánto lo han echado de menos los alumnos porque no sé hasta qué punto saben los propios alumnos lo que lo han echado de menos.

Yo no quiero que mis hijos aprendan a tocar un acorde, una canción por turnos, veinte minutos uno, mirando a la pantalla y vente minutos el otro, conectados igual que están conectados para todo lo demás a un ordenador. Quiero que disfruten de un momento brillante, de hacer una broma accidental, de sentir el instrumento y la unión que hizo que los humanos inventáramos la música en alguna caverna tan lejana y tan cercana.

Se puede imitar la humanidad a través de una pantalla. Se puede nacer en un mundo donde la frontera entre lo digital y lo real es cada vez más fina, pero no se puede eliminar a la persona y su relación física con los demás, el instinto gregario, sin eliminar gran parte de lo que nos hace sentir humanos y en sociedad.

Languidecemos sin saber qué demonios nos está ocurriendo. Languidecemos sin contacto, contexto y lugar común en el que sentirnos plenos. Éramos personas, nos hemos convertido en imágenes de personas. Imágenes borrosas que necesitan de nuevo su instintivo contacto ancestral.

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