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Joaquín Jesús Sánchez

La guillotina en la Puerta del Sol

«El lunes le preguntaron a Fernando Simón que cómo hace unos días la segunda ola se estaba estabilizando y ahora nos endiñaban otra vez el estado de alarma»

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La guillotina en la Puerta del Sol

Fernando Villar | EFE

Al comienzo de Amanece que no es poco, Luis Ciges le dice a Antonio Resines que quizás en ese pueblo son todos «unos hijos de puta que se hacen pasar por fantasmas». Esta semana, no sé por qué, me he acordado mucho de esta secuencia.

El lunes le preguntaron a Fernando Simón que cómo hace unos días la segunda ola se estaba estabilizando y ahora nos endiñaban otra vez el estado de alarma. El admirable doctor se zafó diciendo que no matasen al mensajero. Luego le preguntaron otra vez por la lista de los expertos de sanidad, esos que hacen la ciencia ultracientífica que alumbra todas las decisiones del Gobierno. «No merece la pena que me ponga a dar nombres».

Como las desgracias nunca vienen solas, la turbopresidenta de la Comunidad de Madrid, esa valquiria de la libertad, fue a la tele regional a predicar la buena nueva del hospital de pandemias. Cuando la periodista quiso saber de dónde iban a salir los médicos para ese templo de la virología, la fantástica Ayuso tuvo que confesar que haría una leva entre la plantilla del resto de centros de salud. Desnudar a un santo para vestir a otro. A continuación, se enfadó porque una presidenta de comunidad no está para responder a esas minucias y, finalmente, repitió dos docenas de veces que aquello era una buena noticia.

El martes nos enteramos de que el siempre dicharachero Pedro J. había montado un sarao en el Casino de Madrid donde, entre oropeles, lámparas con mucho cristal y cubertería fina, había juntado a 150 personalidades para dar unos premios importantísimos que no conoce nadie. El astuto periodista publicó en su propio medio un colorido reportaje fotográfico donde puede verse a la plana mayor de los poderes públicos y privados (ministros, presidentes de muchas cosas, militares con muchas chapas en la pechera, empresarios de alto copete, etcétera) dándose un homenaje sin mascarillas y apelotonados. También fue Salvador Illa, el ministro de Sanidad, que el domingo anterior había prohibido las reuniones de más de seis personas, salir de noche y los desplazamientos entre comunidades.

Unas horas más tarde, la ministra portavoz comunicó que lo del toque de queda que se había impuesto porque era vital para la propagación de la pandemia blablablá, ahora ya no lo era tanto, y que en unos días las comunidades autónomas podrían hacer de su capa un sayo. Del domingo al martes la ciencia cambia que es una barbaridad. Lo que parece inalterable, eso sí, es la ruina, la enfermedad y los muertos.

Estoy escribiendo esta columna el miércoles por la mañana, y mientras pienso en que no es ni la hora del vermú y a saber qué calamidades me esperan cuando abra los periódicos, se me viene a la cabeza otra secuencia (se ve que tengo la semana cinéfila): esa en que Miguel Rellán dice, en El maestro de esgrima, que está harto de escribir panfletos y que quiere poner la guillotina en la Puerta del Sol. «Zas, guillotina. Guillotina, guillotina, guillotina, guillotina».

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