THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

El arte no es decoración

«Sólo es la fuerza del arte barcelonita la que mantiene L’Atelier aux sculptures en toda su dignidad, mientras la plana mayor del gobierno le da la espalda»

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El arte no es decoración

Borja Puis de Bellacasa | EFE | Pool Moncloa

La relación del poder con el arte ha tenido dos tendencias mayoritarias: su monumentalidad como símbolo de fuerza y su consideración como elemento ornamental. La primera ha fructificado en la arquitectura –desde las pirámides de Egipto al París de Haussmann, desde Pompeya al Vaticano…– y en ella la pintura era parte del todo: frescos y murales, como había bajorrelieves y esculturas. La burguesía flamenca –sus grandes maestros de interiores– y el esplendor de la burguesía decimonónica europea encontraron en la pintura un motivo decorativo que era también su seña de identidad: el nuevo poder económico. Los museos serían su popularización: si antes el arte no privado sólo se veía en las iglesias, a partir de ese momento las colecciones reales pasaron a ser patrimonio contemplativo –que no propiedad en sentido estricto– de la sociedad. Y así hasta nuestros días donde la concepción decorativa del arte –me refiero para el poder– ha alcanzado un sentido que roza lo pompier.

Que L’atelier aux sculptures, de Miquel Barceló, no es para estar en la sala de un consejo de ministros sino para sumergirse en él y ser contemplado como si estuvieras dentro, lo sabíamos todos los que descansamos el domingo pasado, cuando el artista mallorquín dijo algo así como que no era una obra para que le dieran la espalda, sino para estar en un museo y ser visitada. Asociar L’Atelier… a decretos gubernamentales, a los rostros de algunos ministros, a las decisiones contra la pandemia, a las banderas –uno de estos días apareció una foto en El País donde la bandera europea y la de España tapaban los laterales del cuadro–… es un despropósito. Y es difícil no hacerlo –al menos subliminalmente– si cada dos por tres lo ves convertido en el fondo de una Ronda de noche nacional. Es decir, blanca y de día y con los miembros del gobierno como figurantes externos. Una invasión.

Sabemos que son muchos los artistas que estarían encantados de que una de sus obras estuviera ahí, apareciendo en televisión día tras día: son los tiempos de Facebook e Instagram. En el ‘yo no’ de Barceló está la libertad plena del artista, al margen y por encima del poder. Pero está, sobre todo, la responsabilidad de un creador frente a su obra, la exigencia del cuidado que se ha de tener con ella ya que a nadie, antes, se le ha ocurrido que esa obra no existe para decorar un escenario institucional. No es un tapiz, ni un mural. Arranca de Altamira y acaba en Barceló, pasando por distintas derivas del arte, tanto pictórico como escultórico. No es un bibelot, ni una lámpara, ni un perchero. Tampoco una cuestión de ideologías; sólo de arte. Y la verdadera función del arte no es la decoración, ni servir de fondo de pantalla.

Francisco Calvo Serraller –qué diría si pudiera– escribió un gran libro sobre El taller de esculturas de Barceló, con multitud de fotografías de los detalles que explican esa pintura y su encuadre en el arte de todos los siglos. Algo que no se puede disfrutar, colgado donde está y teniéndolo detrás -usurpando de paso el carácter chamánico del arte en beneficio propio- o viéndolo de reojo. (Aparte de que los ministros no deberían distraerse de su trabajo y esa pintura es tan potente que fácil no lo tienen). En este libro, Paco Calvo establece la genealogía de L’Atelier y su arqueología contemporánea –la celeridad de Barceló, tan picassiana–, Tàpies, El carnaval del arlequín, de Miró y hasta Gauguin, incluso, y destaca la animalística del pintor mallorquín, siempre cercano al gabinete de curiosidades: si no recuerdo mal, el gran Patrick Mauriès incluyó el estudio de Miquel Barceló en su libro sobre las Wunderkammer. Por mi parte, creo que nunca olvidaré la cabeza de rinoceronte o el oso hormiguero de su estudio del Marais –donde en 1993 pintó  L’Atelier…– y siempre he creído que la parisina Deyrolle ha de ser uno de sus lugares, como lo es mío desde que la descubrí gracias a mi amiga Valerie Touissant.

Todo esto no está en la caja blanca del consejo de ministros. Ahora que Barceló acaba de ilustrar La metamorfosis, de Kafka, el traslado y ubicación de la pieza en Moncloa podría titularse ‘La metamorfosis de un cuadro’, ya que su nueva función neutraliza no sólo su sentido originario, sino la pintura en sí. Y sólo es la fuerza del arte barcelonita la que mantiene L’Atelier aux sculptures en toda su dignidad, mientras la plana mayor del gobierno le da la espalda. Si no se les ha ocurrido, deberían pensar sobre eso: a lo mejor hasta les ayuda en sus tareas, que son las de todos.

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