THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Hipocresía concertada

«¿Qué es lo que deberíamos hacer hoy para reformar el modelo educativo teniendo el espejo de la sanidad pública?»

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Hipocresía concertada

Mariscal | EFE

Aún recuerdo su cara de alegría cuando nos topamos en el parque: ¡es intolerante al huevo, es intolerante al huevo! Mi interlocutor, buen amigo, se refería a su hija, que gracias a esa circunstancia podría ser matriculada en el colegio concertado soñado: uno de los colegios Marianistas más demandados de Madrid. ¿Y qué tendrán que ver los huevos con los marianistas?, se estará usted preguntando. Yo mismo pude esgrimir mi condición de exalumno para lograr el «punto decisivo» y que mi hijo pudiera matricularse en un colegio concertado del mismo barrio, igualmente muy demandado aunque de ideario francamente distinto, en el que actualmente recala buena parte de la intelligentsia política y cultural predominante y gobernante; un colegio que en la década de los 80, haciendo gala de laicismo militante, la renovación pedagógica y ciertos valores «progresistas» concitó la escolarización de los hijos de Felipe González y de un buen número de ministros del PSOE, entre ellos los de José María Maravall, el ministro con el que, en materia educativa, podríamos decir que «empezó todo» desde que se aprobara la Constitución, el origen de nuestros avances y también de nuestros «desconciertos».

El 11 de octubre de 1983 el diputado socialista Eduardo Martín Toval se subía a la tribuna del Congreso para defender la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE). Previamente lo había hecho el diputado Óscar Alzaga, del grupo parlamentario popular, solicitando la devolución del proyecto, invocando, entre otras razones, que dicho texto atacaba la libertad de enseñanza que, junto con el derecho a la educación, figura en el artículo 27.1. de la Constitución española. Martín Toval señalaba: «Un derecho a la libertad, ¿cómo se garantiza por los Poderes públicos? Sin duda a través de asegurar (sic) la inmunidad para los ciudadanos ante la coacción privada o pública para el ejercicio e esos derechos. Esa es la garantía que el Poder público tiene que facilitar. Ligar libertad de enseñanza a subvención obligatoria de todo centro privado es, como poco, mezquino… Cuando ni los particulares ni los Poderes públicos pueden interferir las decisiones de un ciudadano en materia educativa es cuando, haya o no subvención pública, ese ciudadano tiene libertad de enseñanza… ¿Deja de haber libertad de libre circulación (sic) en este país, del artículo 19 de la Constitución, porque el Estado no pague todos y cada uno de los billetes a los ciudadanos que circulan por el país?» (Diario de Sesiones del 11 de octubre de 1983, p. 2995).

Mi hijo disfrutó de unos años en un colegio concertado que sigue llevando a gala los afanes de «justicia social y progreso», ciertas «diferencias pedagógicas», la activa participación de los padres, la inclusión y también el «ecofeminismo» (en los últimos años, el tiempo dedicado al 8M y su densidad doctrinal dejan en livianos picnics las celebraciones marianas de los concertados religiosos). Recuerdo que un año acudimos –como era tradición– a una temprana inmersión de lectura infantil en la Feria del Libro. Para esas, y otras muchas actividades semejantes, el colegio suele contar con la activa participación y complicidad de los padres voluntarios – muchos ellos de profesiones con horario laboral muy maleable- dispuestos a acompañar a media mañana a los críos por las calles del barrio de Retiro. Aquel año coincidimos con dos profesoras de un centro público del barrio de Batán – de indicadores socioeconómicos notablemente más bajos-, donde también se ubica otro de los centros concertados de la misma Fundación. Las profesoras «pastoreaban» muy poquitos alumnos en comparación. «¿Y eso?» –pregunté a una de ellas. «Es una actividad voluntaria –me respondió. Los padres de nuestro centro estas cosas no las valoran casi. A alguno le he tenido que pagar yo el billete de autobús. Lo peorcito de cada casa se queda en el nuestro, en el público» –remató.

Dejemos las anécdotas y tratemos de pensar por un momento en los principios, estirando así el alegato de Martín Toval. Imaginemos por un momento que existiera una «sanidad concertada» de forma análoga a la educación «concertada». Podríamos incluso suponer un origen similar a la existencia de los «conciertos» –la herencia de una red de enorme implantación de hospitales religiosos que han tenido el cuasi monopolio de la protección de la salud– y la inteligencia política en asimilarlos a la red estatal para, junto con los hospitales de titularidad pública, garantizar la posibilidad de que cualquier ciudadano pueda recibir asistencia sanitaria independientemente de su capacidad de pago. En eso se traduce, a mi juicio, uno de los pilares del Estado social junto con la educación.

Esos hospitales, por seguir desenrollando la analogía, exhibirían, sin embargo, algunas particularidades pintorescas: (1) para empezar vendrían a satisfacer una suerte de “libertad sanitaria” que no se traduce siempre en la preferencia por recibir los tratamientos médicos más eficaces, sino en compartir la planta con un determinado «tipo de pacientes»; (2) de manera estadísticamente significativa no atienden a los enfermos más problemáticos; (3) los hospitales concertados pueden cobrar algunas «cuotas» voluntarias con las que mejorar el servicio, pero que, de facto, sirven como barrera de entrada a quienes tienen menor capacidad económica (es cierto que esas aportaciones no son jurídicamente exigibles, pero ello no impide que existan formas difusas pero eficaces de reproche a quienes no contribuyen en el seno de esa comunidad educativa). Los hospitales plenamente privados se quejan, por ello, de competencia desleal; (4) resulta muy peculiar también que, puesto que los pagos se hacen a fundaciones sin ánimo de lucro – como lo son los propios hospitales- quienes abonan esas cantidades se las deducen en el impuesto sobre la renta de las personas físicas, o se quejan si no les resulta posible.

A lo largo de los años en los que ha funcionado este imaginario sistema sanitario «dualizado» se han producido dos fenómenos también llamativos y que es imperativo consignar: (1) en primer lugar, ha resultado que la asistencia sanitaria concertada es más eficiente en la provisión del servicio (el coste/efectividad por paciente es menor que en los hospitales públicos), de tal suerte que el Estado gasta menos de lo que gastaría si no hubiera sanidad concertada; la gran mayoría de los pacientes –incluyendo los de la sanidad concertada- no estarán dispuestos a que les suban los impuestos para «acabar con la concertada» ni siquiera a que se investiguen las ineficiencias de «la pública»; (2) aún más llamativa es la resistencia de muchísimos pacientes (mutatis mutandis los padres de los estudiantes) a que la Administración evalúe la calidad de los hospitales y sus profesionales sanitarios. Es más, cuando en alguna ocasión se ha propuesto un proceso mucho más selectivo y exigente para el acceso a la profesión médica, buena parte de la llamada «comunidad educativa» se ha levantado en armas acusando a la iniciativa de «elitista», «meritocrática» y «poco sensible a la equidad».

Si tuviéramos que diseñar ex novo un sistema sanitario público, no lo haríamos así, ni aceptaríamos cómodamente las inercias que han resultado de su asimilación. Pero también sería imprudente desaprovechar lo que ya sirve. En una suerte de reverencia ante lo que los economistas denominan «dependencia de la senda» (path dependence) el ministro Maravall apuntaba en 1983 que su proyecto, al integrar a la educación concertada: «… reconoce lo ya existente, entre otras cosas, porque los productos sociales son resultado de una larga historia que no cabe ignorar» (Diario de Sesiones, 11 de octubre de 1983, p. 2977). ¿Qué es lo que deberíamos hacer hoy para reformar el modelo educativo teniendo el espejo de la sanidad pública?

Para empezar, la LOMLOE hace bien en intentar poner coto a esa segregación de hecho que resulta odiosa, aunque tengo mis dudas de que para ello haya que embarcarse en un esfuerzo legislativo y no en una mejor tarea de gestión y administración. Por lo demás, la libertad de enseñanza – como una presunta «libertad terapéutica»– deviene en una preferencia particular, que, como la libertad de desplazamiento que recordaba Martín Toval, o el tratamiento sanitario más sofisticado o atento a peculiaridades religiosas como las de los testigos de Jehová que no pueden ser trasfundidos, no tiene por qué estar sufragada por los poderes públicos, que, antes bien, deben preocuparse mucho más por quienes, viniendo de entornos menos privilegiados, deben gozar de iguales oportunidades educativas. Claro que este planteamiento genuinamente liberal e igualitario presupone que en materia educativa, como en lo que hace a la asistencia sanitaria, sabemos «lo que le conviene al paciente» y nos cabe proveer universalmente en la mayor medida que sea financieramente posible. Eso es lo que haría, entonces, que instaurar un MIR en la selección del profesorado fuera un clamor popular, y no digamos ya vigilar y supervisar si los profesores en las aulas logran que sus alumnos aprendan más y mejor. ¿Se imaginan un hospital al que acuden pacientes que no quieren que se investigue si hay hongos en los quirófanos? En el colegio concertado de mi hijo, como en tantos otros centros públicos, la «huelga» contra las pruebas de evaluación organizadas por la Comunidad de Madrid era, y es, un timbre de gloria progresista.

Pero todo esto, me temo, será mucho pedir, y de ahí que, a mi juicio, la LOMLOE, más preocupada por la santimonia ideológica, por añadir «la educación para la transición ecológica con criterios de justicia social como contribución a la sostenibilidad ambiental, social y económica» entre los fines de la educación que por procurar que en los colegios se mejore la calidad de la enseñanza, no permita alimentar el optimismo.

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