THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

La obra y la vida

«Todo el que ha sido mordido por la libélula de la vocación merece compasión, porque se enfrentará mil y una veces al dilema de darse a la vida o la obra»

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La obra y la vida

Juan de Jáuregui

«O se tiene biografía, o se tiene obra». Lo leo en el prólogo de un libro de poemas. La frase me hace dudar un momento, hasta que viene a la cabeza un nombre que la refuta: Cervantes. Nacer en Alcalá, iniciarse en el estudio, reñir con tu maestro, marchar a Italia, servir como mayordomo de un cardenal, alistarse para una batalla naval contra el Turco, quedar manco en el combate, ser apresado por corsarios, permanecer cautivo en Argel un lustro, casar, tener amante e hija natural, recaudar fondos para la Armada, ir de nuevo a cárcel por una oscura bancarrota, asomar por la Corte en Valladolid, morir con sesenta y ocho años: eso es biografía. Escribir El Quijote: eso es obra. Y sin embargo…

Y sin embargo, ¿no habría dado el propio Cervantes su otra mano por una vida de reposo para hacer lo que le gustaba, escribir? Una vida de anaquel y candil, tintero, pluma y salvadera, y sobre todo silencio, mucho silencio, y no de arcabuces, galeras y mazmorras. Cierto: sin su azarosa biografía, algunas páginas de El Quijote no se habrían escrito (nadie duda, por ejemplo, que el relato del capitán cautivo es trasunto de su peripecia africana). ¿Pero cuántos manuscritos, obras inacabadas o solo esbozadas en su mente se perdieron por causa de una vida de aventuras que merecen más el nombre de penurias? Admitamos esto: hasta cierto punto vida y obra se estorban. El inconveniente se suele solucionar haciéndolas rotar, de manera que sean sucesivas. Rimbaud, por ejemplo, abandonó la escritura a los veinte años, para embarcarse en empresas coloniales y hacer fortuna como traficante de armas, nada menos. Proust, caso contrario, se pasó la primera mitad de su vida vagueando por salones de la aristocracia de París antes de recluirse entre paredes forradas de corcho para crear su obra maestra. (Proust plantea el dilema adicional de sacar tiempo no ya para escribir, sino para leer a Proust, cosa por la que, dicho sea de paso, merece la pena romperse una pierna).

El dilema lo abrevió antañazo Hipócrates: Ars longa vita brevis. Téngase en cuenta que aquí Ars significa no sólo una disciplina artística, con ser estas vocaciones especialmente tiránicas, sino todo oficio que se quiere aprender bien. Una vida no suele bastar, y cuando basta, es a costa de otras cosas y en contienda con el resto de dimensiones de una existencia plena y saludable, que pueden llegar a verse amputadas. La escritura, por ejemplo, es una actividad solitaria, que necesita de la benevolencia de un círculo próximo y trae consigo el riesgo de convertir al escritor en un ser huraño y cicatero en el tiempo que dedica a los demás. (No está de más añadir que este problema, que antes afectaba en mayor medida a la mujer, de quien se esperaba capacidad de abnegación y renuncia, nos afecta hoy también a los hombres, convocados a los deberes del cuidado, y bien está, porque esa asimetría era injusta). La escritura, además, difumina los contornos entre vida y literatura, de modo que toda la vida se le antoja al escritor material literario –igual que para un pintor toda naturaleza es paisaje–; de resultas, la vida, la vida virgen, se le puede llegar a escurrir de las manos como un pececillo. Ese es el significado de la llamada «deformación profesional», una distorsión de la mirada, un filtro que se interpone entre nosotros y la realidad. De ahí la necesidad de no tomarse demasiado en serio, ni tampoco, aunque cueste, aquello que creemos más sagrado –a lo mejor no nos toca escribir otro quijote–. Si el arte es un egoísmo, hay que saber ser egoísta de vez en cuando con uno mismo.

Dicho lo cual, todo el que ha sido mordido por la libélula de la vocación merece compasión, porque se enfrentará mil y una veces al dilema de darse a la vida o la obra. En mis modestas proporciones, e inmaduro como soy, en principio no querría renunciar ni a una cosa y la otra. Cada vez que el dilema me provoca una alteración nerviosa, me sirve como ansiolítico susurrarme estos versos de Antonio Machado:

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
–así en la costa un barco– sin que el partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.

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