THE OBJECTIVE
Anna Grau

Los indultos del diablo

«Los hay que pensábamos en 1998, pensamos ahora y pensaremos siempre que los servidores públicos están para dar ejemplo, no para quebrantar las reglas que precisamente ellos son responsables de hacer cumplir»

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Los indultos del diablo

Manu Fernandez | AP

El verano de 1998 fue largo y abrasador en Madrid. De todas partes de España y del mundo afluyeron gentes ansiosas de seguir en vivo el proceso por la Sala Segunda del Tribunal Supremo a varios exaltos cargos socialistas por el secuestro del ciudadano hispano-francés Segundo Marey, reivindicado por la organización terrorista GAL, y por graves delitos de malversación de caudales públicos asociada a lo que nadie dudaba ya en calificar de guerra sucia del Estado contra ETA. Aunque no faltó quien se lucrara personalmente, y mucho, con ello.

Vivimos en aquellos días un juicio feroz y espectacular. Felipe González fue inmortalizado como un león enjaulado en un receso de la vista que ya es casualidad, o mala leche, que se produjera justo en mitad de su declaración, cuando la sala entera se tuvo que vaciar y él quedó atrapado y solo allí en medio. Cuando digo que Felipe González fue inmortalizado allí, quiero decir que un fotógrafo del diario El Mundo, briosamente dirigido entonces por Pedrojota Ramírez, obtuvo su foto a escondidas, desafiando la prohibición de introducir cámaras en la Sala. La sacaron en portada al día siguiente, y fue la bomba.

No eran bombas informativas, jurídicas y de todo tipo lo que escaseaba aquellos días. Visto con la perspectiva del tiempo, que dicen que tiende a poner a todo el mundo en su sitio, tiene gracia recordar que el caso GAL lo impulsó el juez Baltasar Garzón, si bien con una instrucción tan empedrada de prevaricaciones, que hubo que rehacer el sumario íntegro para que nadie lo pudiera impugnar. También mueve a la sonrisa ponerle nombre y apellidos a la abogada catalana que representaba a Segundo Marey: Olga Tubau. La misma que hace no tanto logró que la Audiencia Nacional absolviera de sedición por los hechos del 1-O al mayor de los Mossos d’Esquadra, Josep-Lluís Trapero.

El exministro socialista del Interior José Luis Barrionuevo y el exsecretario de Estado para la Seguridad Rafael Vera fueron vistosamente condenados a diez años de prisión y doce de inhabilitación absoluta. En septiembre de 1998 ingresaron ambos en la cárcel de Guadalajara, en un acto-mitin al que acudieron a despedirles Felipe González, Josep Borrell, Ramón Rubial, Manuel Chaves, Juan Carlos Rodríguez Ibarra y José Bono, entre otros. También un nutrido grupo de militantes anónimos que, entre otros gritos de ánimo, coreaban: «¡Aznar, capullo, sácales del trullo!».

Desde las filas socialistas se manejaba con desparpajo la palabra «injusticia» para definir las condenas a Barrionuevo y a Vera, cuyo indulto se pidió a gritos desde el minuto uno. Nunca lo pidieron ellos, ciertamente. Fue una agrupación de concejales socialistas la que lo solicitó. Y fue la entonces abogada de Marey, y futura abogada de Trapero, Olga Tubau, quien trató de oponerse con toda la fuerza de la ley.

Pero con poco éxito. Barrionuevo apenas llegaría a cumplir tres meses de prisión efectiva. Efectivamente, Aznar le sacó del trullo, y lo hizo a gran velocidad: un indulto parcial le redujo la condena a un tercio y una modalidad especial de tercer grado penitenciario le eximió de volver ni siquiera a pernoctar entre rejas desde diciembre de 1998. A pesar de que en 2001 el Tribunal Constitucional ratificó las condenas del Supremo, confirmando que tanto Barrionuevo como Vera impulsaron y financiaron las acciones de los GAL, Barrionuevo obtuvo la libertad definitiva en 2004. El indulto fue tan completo que le permitió incluso reincorporarse a su puesto como inspector de Trabajo hasta la jubilación.

Algo más vidrioso sería el horizonte penal de Vera, quien acumuló varias condenas sucesivas por malversación que le tuvieron entrando y saliendo del trullo y hasta provocaron el paso a titularidad pública de varias fincas por él adquiridas, según la justicia, con centenares de millones de pesetas de la época de los fondos reservados. En su caso se denegaron peticiones de indulto tan sonadas como las formuladas en persona por González, Barrionuevo y hasta por otro exministro socialista del Interior, José Luis Corcuera. Vera se yergue como la figura más trágica de todo aquel proceso: fue el único que se acercó a algo parecido a pedir perdón. Llegó a admitir públicamente que la guerra sucia del Estado contra ETA pudo ser una «equivocación legal». Aunque nunca ha dejado de sostener que bienvenida sea, si gracias a eso Francia cambió de tercio y empezó a colaborar con la lucha antiterrorista española.

No es de extrañar, con estos antecedentes, que el gobierno socialista actual, bastante menos épico que el de antes, se plantee con desparpajo indultar a los políticos catalanes presos por los hechos del 1-0, que no incluyen delitos de sangre, y que también se creen cargados de razón por encima de la ley, y a años luz del más mínimo arrepentimiento.

Todavía hoy da para encendidos debates el tema de si los ejecutores de los GAL tenían «razón» en su pretensión de situarse por encima de toda ley. Es verdad que «esto pasa en muchos países», incluso en algunos más pretendidamente «serios» que el nuestro. Lo bastante serios, quizá, como para que si alguien pilla a un gobernante tomando decisiones así, bueno, pues lo asuma públicamente (como hizo en su día toda una Margaret Thatcher), dimita quien tiene que dimitir y pene quien tenga que penar. Sin pretensiones de impunidad y sin excusas. No permitiendo que otros vayan a la cárcel por ti mientras tú te fumas puros con tus amigos multimillonarios o te escapas del país oculto en el maletero de un coche.

Los hay que pensábamos en 1998, pensamos ahora y pensaremos siempre que los servidores públicos están para dar ejemplo, no para quebrantar las reglas que precisamente ellos son responsables de hacer cumplir a todos los demás, por duras que sean o nos lo puedan parecer. También los hay que hemos pensado siempre que no hay delito pequeño cuando es la esencia de la convivencia misma la que está amenazada.

No sé si todos los que me están leyendo han visto una película de 1961, inspirada en los juicios de Nuremberg, que en España se tituló ¿Vencedores o vencidos?. En ella, Burt Lancaster encarna a un juez alemán acusado, junto a varios colegas de toga, de haber colaborado con los nazis dictando sentencias injustas a sabiendas contra los judíos. Al principio eran, o parecían, cosas pequeñas: avalar la segregación en las escuelas, permitir la esterilización de un deficiente mental…

Todos los jueces juzgados en la película, ante un tribunal cuyo presidente es interpretado por Spencer Tracy, tratan de salvarse apelando a justificaciones de todo pelaje, que van desde la negación pura y dura de los hechos hasta hacer valer de forma solapada el daño político que puede causar a la sociedad alemana la condena de tan famosos magistrados. Sólo el personaje de Burt Lancaster muestra arrepentimiento, empatía y hasta agonía. Al fin renuncia a seguir mintiendo y admite la terrible verdad en toda su extensión.

Ya condenado, recibe en la celda la visita de Spencer Tracy. Entonces Burt Lancaster busca a la desesperada una especie de indulto privado. «Yo no tenía ni idea de a qué extremos iban a llegar los nazis, yo no sabía que todo esto iba a ocurrir», porfía. Spencer Tracy le mira fijamente a los ojos y le contesta: «Todo esto empezó a ocurrir cuando usted dictó la primera sentencia injusta a sabiendas, por poco importante que pareciera».

Pues en el fondo sigue siendo igual de sencillo, ¿no?

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