THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

El primer baño de cerveza y un paseo por el lado oscuro

«Las lámbicas –gentilicio de la ciudad de Lembeek– son las únicas cervezas que experimentan una fermentación espontánea de larga duración»

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El primer baño de cerveza y un paseo por el lado oscuro

Emma Vendetta | Unsplash

«El primer trago de cerveza es el único que vale la pena. Los siguientes, cada vez más largos, más anodinos, solo te dejan una sensación de pastosidad tibia, de abundancia despilfarradora. Tal vez en el último resurge, con la desilusión de terminar, una apariencia de nervio… ¡En cambio, el primer trago!». Nadie ha descrito mejor el disfrute melancólico del bebedor de cerveza que el francés Philippe Delerm en su libro de ensayos El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida (1997).

«¿Trago? Empieza mucho antes de la garganta. En los labios aflora ya ese oro burbujeante, frescor amplificado por la espuma, y lentamente en el paladar un placer tamizado de amargor», prosigue. «¡Qué largo parece el primer trago! Se bebe de un tirón, con avidez falsamente instintiva. En realidad todo está escrito: la cantidad, ese ni poco ni mucho que constituye el único ideal; el bienestar inmediato rematado por un suspiro, un chasquido de lengua, o, tan importante como estos, un silencio; la engañosa sensación de un goce que se abre al infinito».

Si todas esas sensaciones turbadoras las provoca el primer trago de cerveza, ¡qué no hará el primer baño! Sí, han leído bien. He escrito baño con todas las letras y sin voluntad metafórica. Y por baño no me refiero a esa ridícula costumbre perpetuada por algunos deportistas de élite que celebran sus victorias tirándose por encima cualquier bebida alcohólica burbujeante. No, me refiero concretamente al acto de sumergir el cuerpo en un líquido con ánimo lúdico, higiénico o terapéutico.

¿Pueden creerlo? Esta primavera han abierto en el centro de Bruselas dos spas donde la gente acude a relajarse en un jacuzzi lleno de birra y agua tibia, al tiempo que bebe el rico fermentado de cereal sirviéndose a discreción del grifo que cada bañera tiene al lado. Ambos locales –de empresas distintas– funcionan de forma similar: cada sala alberga varias tinas de madera de origen japonés con capacidad para dos personas, lo cual permite compartir la experiencia con la pareja o con un grupo de amigos. Por supuesto, el bañador es obligatorio.

Según los impulsores del Bath & Barley y del Good Beer Spa, estas zambullidas son adecuadas para reducir el stress, abrir los poros, mejorar la circulación, suavizar la piel y eliminar toxinas, además de regenerar el cuerpo y la mente. Propiedades salutíferas que ya descubrieron los antiguos griegos y egipcios –muy dados a emplear la cerveza en cosmética– y que se atribuyen a los granos de cebada germinados, las levaduras y el lúpulo, ricos en antioxidantes, enzimas y vitamina B. No es un invento belga, puesto que ya existen spas similares en Alemania o la República Checa, pero practicarlo en ese plat pays al que cantó Jacques Brel se me antoja más excitante por la formidable diversidad de su oferta cervecera.

Bélgica es una nación un tanto antipática de la que no solemos acordarnos demasiado, salvo cuando se trata de indignarnos por el cinismo con que se proclaman europeístas al tiempo que sus tribunales niegan la extradición de la etarra Natividad Jáuregui o del prófugo Puigdemont. A pesar de ello, admiro su capacidad para integrar bajo una misma bandera dos culturas (flamenca y valona) y dos idiomas (holandés y francés) y su vocación como incubadora de talento en distintas épocas y en las más variadas actividades.

 

El reino que fundó Leopoldo I en 1790 puede presumir de grandes maestros de la pintura (Rubens, Brueghel, Van Dyck, Magritte), pero también de haber creado el cómic de línea clara (Hergé, Franquin, Jacobs, Morris y la revista Spirou). Tiene escritores de esos que te hacen quedarte la noche en vela (Maeterlinck, Simenon, Yourcenar, Nothomb) y diseñadores que marcan estilo propio tanto en los complementos (Delvaux, Pompilio) como en el prêt-à-porter glamouroso (Vermeulen, Vaccarello) o disruptivo (Dris Van Nothen, Margiela, Wijnants). Ha visto nacer a ciclistas tenaces (Thys, Merckx) y a músicos monumentales (Brel, Reinhardt, Thielemans).

En el plano hedonista, el belga es más glotón que foodie, aunque su gastronomía no está exenta de refinamiento. Para el lector menos viajado, diremos que el país ofrece bastante más que gofres, galletas spéculoos, mejillones y patatas fritas con mantequilla, siendo una auténtica tierra de promisión en cuestiones chocolateras (Godiva, Neuhaus, Leonidas, Pierre Marcolini) y pudiendo presumir de grandes restaurantes clásicos (Comme chez Soi, Karmeliet, Chalet de la Forêt) y vanguardistas (Hof van Cleve, In De Wulf, The Jane).

Pero no nos engañemos, lo que más nos atrae de una escapada a esa llanura tristona mecida por el viento del norte no son ni los bucólicos canales de Brujas, ni los clubes techno y las tiendas trendies de Amberes, ni el dichoso Manneken Piss, sino las cervezas de las órdenes monásticas trapense, benedictina y cisterciense –atención a las abadías de West-Vleteren, Orval, Rochefort o Achel– y, por encima de todo, las lambic de fermentación espontánea que se elaboran en el Valle del Senne. Esto es, toda esa tradición cervecera que la Unesco decidió incluir en 2016 en su lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

«La próxima vez que levante un vaso de cerveza belga, esté tranquilo: se trata de una experiencia cultural», bromeaba, nada más conocerse la decisión, un teletipo de Associated Press. Por mucho que la agencia de noticias estadounidense hiciera chistes al respecto, los belgas pueden estar bien orgullosos de esa cultura del brassage que se remonta al siglo XIV y que cuenta hoy con no menos de 200 fábricas (brouwerij o brasseries), donde se elaboran unos 18,7 millones de hectolitros anuales. De fermentación alta o baja; trapista o de abadía; dubbel o tripel; blanca, roja, negra o ambré… Hay hasta 8.700 marcas de cerveza belga y 2.500 clases diferentes. Así que poca broma.

Los belgas se toman muy en serio el tema, hasta el punto de que la sede de la Asociación de Cerveceros Belgas ocupa un edificio palaciego en la Grand Place junto al mismísimo Ayuntamiento de Bruselas. Y han creado, además, instituciones para garantizar el origen y calidad de las mismas.

Sin pretender despreciar los productos industriales de gigantes como Jupiter, Leffe u Hoegaarden, les animo a buscar en las botellas que les ofrezca su tabernero de confianza los logos de Authentic Trappist Product (ATP), Bière Belge d’Abbaye Reconnue (BBAR), Belgian Family Brewers (BFB) u Hoge Raad voor Ambachtelijke Lambikbieren (HORAL). Verán qué diferencia.

HORAL es el acrónimo del Alto Consejo de las Lámbicas Artesanales: una cofradía creada en 1997 por algunos de los más reputados brasseurs de la región de Pajottenland (Brabante), especializados mayormente en cervezas cuya fermentación no precisa el añadido de levaduras típicas como la Saccharomyces pastorianus o la Saccharomyces cerevisiae, sino que se produce espontáneamente por el contacto con los fermentos silvestres presentes en el aire. Esto confiere a esa birra un gusto ácido casi sidrero, que a los wine lovers de nuevo cuño –los que matan por la crianza biológica y los vinos naturales– les vuelve literalmente turulatos.

Las lámbicas –gentilicio de la ciudad de Lembeek– son las únicas cervezas que experimentan una fermentación espontánea de larga duración, que puede ir de tres meses a tres años, incluida la posterior crianza. Dentro de esta venerada familia, existen cuatro categorías llamadas Gueuze, Kriek, Framboise y Faro, todas las cuales envejecen maravillosamente, por lo que no deben extrañarse si alguna vez un entendido les propone descorchar una con 15 o 20 años de guarda. ¿Han notado que he dicho descorchar? Efectivamente, porque todas la lambic suelen llevar tapón de corcho y presentarse en botellas de grueso vidrio como las que usan los vinos espumosos para aguantar la presión del gas. De ahí su muy acertado sobrenombre de «el champagne de la cerveza».

Mi amigo Igor Corral, que se dedica a tocar el violín en Bruselas –además de otras actividades vinícolas que otro día contaré–, me trae fantásticos ejemplares de Geuze, cada vez que se escapa de la capital belga por la N-6 en dirección suroeste y va visitando las mejores brouwerij de cada pueblo: Boon (Lembeek), Hanssens (Tourneppe), Lindemans (Vlezenbeek), Timmermans (Itterbeek), De Troch (Wambeek), Oud Beersel (Beersel), Tilquin (Bierghes), Girardin (Chapelle-Saint-Ulirc), Drie Fonteinen (Beersel)… La mayoría de estas casas son las que fundaron HORAL, aunque también hay formidables brasseries como Belle-Vue, Omer Vander Ghinste, Van Honsebrouck o la reverenciada Cantillon que no pertenecen a la asociación, ni falta que les hace.

«De esta elaboración ancestral o te enamoras o la aborreces. No esperes una birra al uso. La lambic no es apta para principiantes», ha escrito al respecto la periodista especializada Raquel Pardo en Condé Nast Traveller. Se trata, efectivamente, de una cerveza anclada en el pasado, aunque su estilo resulta hoy rabiosamente moderno, con ese bajo nivel de gas y esos peculiares aromas fermentativos y de crianza en madera gastada.

Como no se seleccionan las levaduras, el sabor cambia mucho de una casa a otra, en función de las levaduras salvajes que predominen en sus bodegas. Y ahí radica parte de la magia, como si estuviéramos hablando de los micro-organismos que habitan las soleras de Jerez provocando el velo de flor. O sea, una rareza difícil de explicar y promocionar en el mercado de exportación, que hasta hace nada se mantenía reservada al consumo local.

Las lambic suelen tener entre un 30% y un 50% de trigo crudo, que se completa con cebada ligeramente malteada y lúpulo viejo. El mosto se cuece muy lentamente y luego se produce una larga fermentación y envejecimiento en grandes toneles usados, que puede durar varios años hasta alcanzar entre un 4% y un 6% de alcohol. Estos rituales parsimoniosos son los que explican su precio moderadamente alto.

Pero, atención, no todas las lámbicas son iguales, dándose diversos estilos, de gusto más o menos impertinente para el paladar celtíbero acostumbrado a nuestras clásicas pilsen. Véanse la golosa Faro (con azúcar añadido que da lugar a una segunda fermentación en botella) o la acidulada Kriek (que agrega cerezas o frambuesas a la elaboración). Para no errar en el bautismo de fuego, escojan una Gueuze, que es el resultado de mezclar birras puras, jóvenes y maduras, e incluye además una segunda fermentación en botella, como si fuera –¿lo han adivinado?– un genuino Champagne.

En nuestro país, territorio abonado a la rubia fresquita y –más recientemente– a las IPA turbias de estilo estadounidense, una lambic no se encuentra precisamente en el bar de la esquina. Pero, si tienen vocación de beer-lover o simple curiosidad después de tanto rollo, no deben desanimarse. Acuden a hotspots infalibles como La Caníbal o La Tape en Madrid o Lambicus Bar en Barcelona.

Recuerden que, una vez que la hayan probado, no volverán a beber lo de antes. Y cuando sus amigos les acusen de esnobismo recalcitrante, confiesen haber caído irremediablemente y para siempre en el lado oscuro de la fuerza. Si estos persisten en su actitud, anímenles a apuntarse a un viaje a Bruselas que están ustedes organizando para bañarse en uno de los novísimos spas cerveceros y luego tomar la N-6 en pos de experiencias extraordinarias.

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