THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

Votos a punta pala

«Tanto el voto de quienes no tienen hijos como la llamativa abundancia de políticos sin hijos tienden a privilegiar el presentismo de un ‘carpe diem’ institucionalizado».

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Votos a punta pala

Salvador Sas | EFE

Qué suerte que estuviese leyendo las noticias en la playa, bajo la protección de la torre albarrana de mi sombrilla. Porque leía algo que lo que veía si levantaba los ojos corroboraba punto por punto. Todavía tuve la chamba de darme contra un tuit que reincidía.

Hace unos años propuse en un artículo que se acotasen algunos metros de nuestros kilómetros de litoral como «playas familiares». Mi argumento fue que entendía que las hubiese nudistas, naturalmente, y también que las haya caninas, para soltar a los perros, y las playas más diversas que ustedes deseen. Pero ¿no podía haber también unas zonas donde soltar a los hijos sin que viesen casi desnudos (los nudistas son más pudorosos y tienen sus playas) y escenas de amor pasional que no sé yo y gente fumando qué sé yo, y bebiendo a mansalva, etc. ¿Era tan disparatada la idea de respetar la libertad de todos, aprovechando que hay playas para aburrir? Ni idea, porque la idea, como era de esperar, no salió ni de forma experimental. Se rechazó con caras de suficiencia y risillas cómplices. Aquí la libertad va por barrios (o por zonas de playa).

De modo que ahora levanto la vista de mi sombrilla y veo de todo. Y entre las cosas que veo, la diferencia entre la bronceada comodidad de las parejas sin hijos o de la gente sola y las carreras angustiosas de aquí para allá de los padres de niños perdidos o perdiéndose o poniéndose perdidos. Algunos intentan contenerlos un poco haciendo murallas como chinos con las palas en la arena. El tuit que decía es de Rosa Correa y reincide desde la otra orilla exactamente en la misma percepción: «Escenas de playa, padres pendientes de sus hijos casi sin descanso. Lo miro y me agoto. Y me ratifico en lo contenta que estoy sin hijos». Yo estoy feliz con mis hijos y sólo lamento los pocos que han sido, pero tengo correa suficiente para entender a Rosa. Veo idéntico paisaje que ella. Y hasta hace dos años yo también me agotaba de verme a mí mismo y todavía hoy de recordarlo.

Lo cual da un valor mayor a lo que venía leyendo en la prensa acerca de J. D. Vance. Es el autor de un libro que ha dado mucho que hablar, Hillbilly Elegy, esto es, Una elegía de pueblerinos o de catetos. El fondo de su mensaje tiene confluencias con Feria, de Ana Iris Simón. En ambos late, desafiante, una elegía autobiográfica de la vida local y de la vieja clase media que no se resigna a desaparecer. Vance, además, se ha presentado al Senado por el partido republicano en Ohio. Ya veremos cómo le va electoralmente. El libro le fue de cine (literalmente: el libro ha sido llevado a la pantalla por Ron Howard en 2020 con el título de Una elegía rural). Y Ana Iris Simón está arrasando en las librerías. Parece un signo de los tiempos.

Como político, Vance ha propuesto un cambio en el derecho de sufragio activo. Quiere el voto universal, incluyendo a los niños de pecho. No sólo, como proponen los demócratas, bajar la edad para votar a los 16 años, sino verles la apuesta y permitir que cada persona tenga derecho al voto con independencia de su edad. Eso sí, ejerciéndolo a través sus representantes legales hasta la mayoría de edad, como con los demás derechos civiles. O sea, que la madre de cinco hijos podría votar hasta tres veces y media, y el padre otras tres veces y media.

Antes de que empiecen las risillas, sopesémoslo con calma playera, que para algo estamos bajo una sombrilla. Técnicamente, no supondría dificultades insalvables. Democráticamente, implicaría un progreso. Observen la evolución histórica. Pasamos del voto aristocrático de la prestigiosa Atenas, al estamental de las cortes medievales, al censitario decimonónico y de ahí al voto masculino universal hasta que, finalmente, se logró el voto femenino. La tendencia es clara: a más. En buena lógica, el voto familiar será la próxima conquista. Que ningún ciudadano se quede sin ejercer su derecho. Nada en la historia de la democracia justifica un inmovilismo en el derecho al voto que ha ido cambiando a lo largo de los años, siempre ampliándose.

Políticamente sería justo, justo por todo lo que estoy viendo desde mi sombrilla. Si alguien decide que está más tranquilo sin tener hijos, tiene todo el derecho y parte de razón, qué me va a decir a mí. Pero, por otro lado, esa persona me reconocerá que está contribuyendo menos a las pensiones futuras, incluida la suya. El agobio de los padres que corren de aquí para allá o cavan en la orilla beneficia a la comunidad en su conjunto. No estaría mal que ésta lo reconociera y les correspondiese.

Ese voto corregiría, además, algunas distorsiones de las que nuestras democracias se resienten. Con la inversión de la pirámide poblacional, el peso del voto jubilado puede imponer gobiernos muy comprometidos con los derechos adquiridos —lo que está muy bien— y muy descuidados de los compromisos futuros —lo que está fatal—. Tanto el voto de quienes no tienen hijos como la llamativa abundancia de políticos sin hijos tienden a privilegiar el presentismo de un carpe diem institucionalizado. Piénsese en el escandaloso crecimiento de la deuda pública. Es difícil que a un padre no se le parta el corazón pensando en la de billones de euros que tendrá que amortizar su tierna criaturita a través de tremendos impuestos. También es más fácil de entender la importancia de sostener el prestigio de un país en el que nacerán tus nietos. La importancia del ahorro cae por su propio peso. Etc.

Es probable que el voto familiar tenga un sesgo ideológico. No es un motivo para cerrarle la puerta. Las izquierdas durante la República se opusieron al voto femenino porque presumían que sería conservador y católico. Pero eso no era un argumento democrático, porque el voto ha de ser secreto y libre; y aquellos prejuicios republicanos dan hoy vergüenza ajena y no sé si propia a las izquierdas que los sostuvieron. La clave es si tendríamos, gracias a la medida, una democracia que representase mejor a todos sus ciudadanos sin discriminación de sexo, claro, pero tampoco de edad.

J.D. Vance no juzga moralmente a nadie: «Si no tener hijos les permite disfrutar de un estilo de vida más lujoso (viajes, cafés con leche de 5 dólares, etc.), que así sea». Simplemente considera que no es descabellado dar mayor peso en las decisiones democráticas a quienes más comprometidos están con la pervivencia y el sostenimiento del sistema político. Desde una sombrilla de una playa no familiar (porque no las hay), constato lo mismo que Rosa Correa. En vista de lo cual, creo que cabe hacer, a la vez que una defensa de la libertad personal de cada uno, una generosa gestión política para todos.

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