THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

El deber moral de ser mortal

«Ahora que avanzamos en la domesticación de la naturaleza y la biología, la muerte se nos presenta como algo mucho más salvaje»

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El deber moral de ser mortal

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Una pandemia siempre nos permite comprender la relación que existe entre muerte y sociedad. Y es que este anómalo tiempo marcado por el coronavirus se ha convertido en la expresión más definida de cómo leemos hoy ese episodio biográfico al que todos llegamos de una forma u otra. Especialmente si pensamos en clave occidental, con su desdibujada tradición judeocristiana mediante. Unos cuantos meses antes de que conociéramos la existencia de un nuevo virus, estábamos discutiendo sobre la inmortalidad. O, mejor dicho, algunos ya estaban calculando directamente sobre cuándo iba a ser posible. Era inquietante observar que la controversia se generaba más bien por cuestiones científico-técnicas que por las implicaciones morales de este tipo de transformación distópica.

La ambición desmedida por encontrar una solución a la muerte es un signo más de nuestro tiempo. Al no poder derrotarla, nuestras sociedades han terminado por invisibilizar el proceso hasta convertirlo en un fenómeno aséptico. No hay más que recordar el inicio de aquel tsunami que vivimos entre marzo y abril en el que se debatió hasta por la presencia de ataúdes en la portada de un medio de comunicación. Como recordaba Norbert Elias en La soledad de los moribundos, la muerte siempre ha sido un problema de vivos, no de muertos. Y no hay mejor descripción de lo vivido aquellas semanas que el título de ese libro tan breve como intenso. Era un síntoma evidente de una ruptura que se ha ido fraguando al correr de los siglos. La muerte siempre ha sido un hecho biológico que se vivía de forma comunitaria. El historiador Philippe Ariès aseguraba que la muerte cada vez se vivía de forma más atomizada porque había habido «una abdicación de la comunidad». 

La muerte ha mantenido esa dimensión colectiva que se gestionaba con rituales, esos símbolos en acción que comunicaban sin palabras en muchos casos la realidad de la muerte. La propia ritualidad nació desde esta experiencia de finitud. Y con el progresivo abandono de los rituales nace la gran contradicción de nuestro tiempo. Cuánto más salvaje fue la naturaleza y la biología, más capacidad para domar la muerte tuvimos. Ahora que avanzamos en la domesticación de la naturaleza y la biología, la muerte se nos presenta como algo mucho más salvaje. Quizá tenga razón Byung Chul Han cuando defiende que los rituales “exoneran al yo de la carga de sí mismo”.

Pero, sobre todo, se ha terminado por romper el vínculo entre la muerte y la moral. Porque la mortalidad, primero la muerte de los otros (aquel «vendrá la muerte y tendrá tus ojos» de Pavese siempre estremece) y después la propia, nos sitúa constantemente ante ese ejercicio cotidiano del deber que es el núcleo de la moralidad. Con la certeza de la muerte tocamos el corazón de la experiencia humana. La muerte no es solamente el último episodio biográfico de cualquier persona. Es algo más: tiñe, matiza y colorea toda nuestra existencia. Al contrario de lo que consideraba Epicuro de Samos, la muerte no empañaba cualquier momento de felicidad. Más bien lo resignifica a través de una toma de conciencia sobre nuestra fragilidad y dependencia. Todos moriremos. No lo podemos evitar. Y, por eso mismo, seguiremos teniendo el deber moral de ser mortales. 

 

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