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José Carlos Llop

Tiro al pato, que estamos en feria

«Cuanta más calidad tiene la obra de un escritor, más desigual es. Quiero decir que los bajones en la obra son más ostensibles»

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Tiro al pato, que estamos en feria

Víctor Lerena | EFE

Mario Vargas Llosa publicó un ensayo sobre Flaubert titulado La orgía perpetua y esa orgía era la escritura, la literatura. Era joven cuando lo escribió y ahora ya no lo es. Se contaba entonces que, estando en París, había sido visitado por una dama –joven también– vestida con un abrigo de piel. Le abrió la puerta del apartamento un amigo suyo y al pasarla a la habitación donde Vargas tecleaba como un poseso –como un escritor poseído por la literatura– pudo ver cómo la señorita o señora en cuestión dejaba caer el abrigo al suelo y se quedaba desnuda. El peruano siguió tecleando y no dejó de hacerlo hasta que la joven parisina decidió marcharse. No sé si la anécdota es real pero es muy, muy parecida a otra que cuentan de Flaubert y tan parecida es que tanto puede ser verdad como no serlo. Pero da cuenta del poder de la escritura frente a la vida y ese poder es superior porque concede otro grado de superioridad a la vida misma. Quien no lo sabe es porque no tiene el don ni la voluntad que ha tenido, por ejemplo, Mario Vargas Llosa.

Todo escritor es desigual y Vargas Llosa también. O mejor aún: cuanta más calidad tiene la obra de un escritor, más desigual es. Quiero decir que los bajones en la obra son más ostensibles, sobre todo si ha escrito mucho: la perpetuidad de esa orgía. Él se inició con una obertura excepcional, compuesta por La ciudad y los perros, La casa verde y su extraordinaria Conversación en la catedral. Un escritor con estas tres obras es un escritor completo, pero Vargas Llosa continuó escribiendo libros mejores y libros peores –que en otro escritor habrían sido buenos libros– hasta llegar a otra obra maestra: La fiesta del chivo, donde todo, desde el relato al uso del tiempo –maravilloso–, es una gran obra de arte.

Pero hay algo esencial en Vargas Llosa que va paralelo a su literatura y sin embargo lesiona de vez en cuando –o lo pretende– su figura de escritor, cosa que no consiguió en los sesenta ni siquiera la visita de aquella chica desnuda bajo un abrigo de piel. Me refiero a su pensamiento liberal y militante, expuesto de palabra en periódicos –aquí en El País– y obra en declaraciones y actuaciones políticas. Un pensamiento liberal hijo del rechazo a todas las dictaduras e imperdonable para cualquier clase de sectarismo. Y ha sido ese sectarismo una especie de mezquino crítico literario dispuesto a desfigurar al escritor e intelectual Vargas para desprestigiar su papel público en la dialéctica política. Ahí se han utilizado sus ideas como su vida personal con un regodeo propio del tonto resentido, pero en fin, allá cada cual.

Ahora bien: si lo apunto es porque también eso demuestra el cambio a peor de nuestra sociedad o al menos de nuestra prensa, que es quien la agita. Ni una literatura potente y extraordinaria, ni un premio Nobel, ni siquiera el orgullo –que sí se tenía en el pasado– de contar con alguien así, han servido de protección o fortaleza ante el avance de esta clase de agresiones. Como si el escritor peruano fuera un casuario polvoriento en un abandonado museo de Ciencias Naturales y hubiera que retirarlo ya. Y la explosión de satisfacción vampírica –hilillos de sangre en la boca– ha venido dada por su presencia –no se sabe de qué calado– en eso que llaman los papeles de Pandora. Ya me aburre preguntar si lo mismo habría pasado, por ejemplo, con un escritor marxista y sabemos que no. Hay cosas que no cambiarán nunca. Y he recordado cuando Peter Handke publicó su libro sobre Serbia, donde además de describir el paisaje y sus gentes recordaba que había sido Croacia –la primera en declararse independiente– y no Serbia, la provocadora de la repugnante guerra civil en la exYugoslavia. Fue hace veinticinco años y los medios lo destrozaron. Sobre todo aquellos que eran criticados en su libro por desfigurar la realidad histórica. Pues eso.

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