THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

En defensa del souvenir

«En el eje de coordenadas de la existencia, cuidar el pasado nos permite enfrentarnos mejor al futuro, con la consiguiente recompensa en el presente»

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En defensa del souvenir

Isabel Infantes | Europa Press

En esta época de vacas flacas, uno busca trabajuelos que insuflen músculo al magro balance anual del pertinaz freelance, que diría el poeta. Entre las dispares ofertas de los nuevos ‘tínders’ del ‘minijob’, una de dependiente de tienda de souvenirs, así, con ou, que le da más glamur. Curiosa jornada laboral la del mercachifle de la baratija emocional, rodeado cuarenta horas a la semana de posavasos de SSMM los Reyes, dedales de la Reina Sofía, abrecartas a imitación del noble acero toledano, delantales de toros bragados y vestidos de sevillana con sus lunares negros sobre fondo rojo. Réplicas en pequeñito de la Puerta de Alcalá de Sabatini y de la Sagrada Familia de Gaudí, figuritas de don Quijote y Sancho y, en fin, todo esa colección de objetos destinados a provocar una emoción futura, carentes en el momento de esa potencialidad emocional. Quien compra un recuerdo está pensando en rememorar el pasado en el futuro. ¿Vivir el presente? ¿Para siempre? Ni los yoguis más acendrados lo han conseguido.

De un tiempo a esta parte, he incorporado la compra de un souvenir en forma de imán adherible a la nevera en cada uno de mis viajes. Cuando fui esnob, renegaba de estos ganchos quizá fáciles a la memoria, de estos reclamos tan directos a la emoción, bajo la sospecha de una cosificación del alma. Dejar de ser esnob, de creerse especial, es el primer paso para algo. No sé bien el qué, pero desde luego algo importante. De hecho, abrazar, grosso modo, aquello que hace lo que antes consideraba «pueblo llano» o «gente normal», «vulgo» si me apuras, es signo de sabiduría y lo contrario, de estulticia fosilizada. Parecido desprecio elitista sentía, tiempo ha, hacia el uso de los emojis en las comunicaciones güasaperas. Hasta que descubrí cuánto podía comunicar una carita triste, una sonrisa orgullosa, un guiño bien traído. Se jactaba con soberbia Sánchez-Dragó de que moriría sin usar uno solo de esos emojis. Ay.

Compremos souvenirs, regalemos souvenirs, acordémonos de los souvenirs. A menudo he sentido una punzadita de remordimiento cuando, tras un viaje feliz, he olvidado, paradójicamente, el souvenir. Dicen que no hay que regalar libros que no se han leído ni recuerdos de lugares no visitados por el otro. No estoy seguro. Sin caer en el excesivo abigarramiento kitsch que retrata Renaud en La mère à Titi, una dosis sensata de souvenirs mantiene templada la ilusión. El deseo de volver a viajar. De volver a recordar, de volver, señores, a vivir.

Así lo siento, al menos, cuando al abrir la nevera me topo con el faro de Ciboure y con otro de la isla de Ré. Con un puente sobre el Danubio que separa en dos Budapest. Con el verde aceituno de Baeza. Con una boucherie años cincuenta de Lyon. Con unos bloques brutalistas de Cullera. Con la rareza arquitectónica que es la ermita de la Asunción de Urueña (Villa del Libro, no dejen de visitarla), de estilo lombardo catalán en plena meseta castellana. Con un trozo de lapilli o fragmento de malpaís de Lanzarote, esa basura volcánica que a partir de ahora tendrá que gestionar la isla de la Palma. Con un trocito de Coliseo que me trajo mi sobrina de la capital de Italia. Estuvo en Roma y se acordó de mí. ¿Puede haber algo más hermoso?

Así que yo abro y cierro mucho la nevera por contemplar esa incipiente colección de buenos momentos atrapados en los escasos centímetros cuadrados de un imán. Tal es mi adoración por estas postales del alma que a menudo he echado de menos un gran bazar de souvenirs del mundo en el propio Madrid. ¿Estuviste en Ekaterimburgo y se te olvidó traerme una matrioshka? ¿Pasaste por Melbourne y no me compraste una señal de peligro: canguros?

En el eje de coordenadas de la existencia, cuidar el pasado nos permite enfrentarnos mejor al futuro, con la consiguiente recompensa en el presente. Y, de paso, olvidar tiempos que no merecen mucho recuerdo, como algunos capítulos de nuestra política reciente. El último, destapado por THE OBJECTIVE, con habitaciones de hotel en las que un José Luis Ábalos con toda la responsabilidad del país encima se dedicaba a imitar al Berlusconi de las veline en versión Torrente. Defendamos el souvenir, la evocación de lo que vale la pena, pues nos protege de cierta ponzoña tóxica, acaso contagiosa, para el espíritu.

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