THE OBJECTIVE
José García Domínguez

¿Quiénes son los culpables de la España vaciada?

«Hay que dejar de hablar de la España vaciada para hablar de la España vacía»

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¿Quiénes son los culpables de la España vaciada?

El aleteo germinal de una mariposa solitaria a lo largo de la circunscripción electoral de Teruel es bien probable que ande ya a punto de provocar todo un terremoto en la Carrera de San Jerónimo de Madrid dentro de un par de años. Sergio del Molino, el genuino Carlos Marx de eso que ahora llaman la España vaciada, compuso en su día algo así como el Manifiesto Comunista de las provincias orilladas del interior peninsular. A partir de ahí, del encendido de aquella primera mecha teórica, apenas habría de ser una cuestión de tiempo el que asistiésemos, entre la muy irritada perplejidad de la derecha y el silente desconcierto de la izquierda, al nacimiento de la Primera Interprovincial, esa asociación de los invisibles humillados y ofendidos de la España de segunda, la del diésel y el Internet a cámara lenta, que ya amenaza con romper el monopolio de los discursos identitarios con cargo al Ministerio de Hacienda, momio del que hasta ahora venían disfrutando vascos, catalanes y, de un tiempo a esta parte, incluso los madrileños con mando en plaza.

Así las cosas, a partir de ahora nos va a tocar hablar, y mucho, de ese novísimo y extensísimo agravio territorial emergente, al punto de que abarca más de la mitad de la superficie del país. Y puestos a hablar de la España vacía, vaciada o vaciable, antes de empezar con el alegre pim pam pum de los dedos acusadores y de los juicios sumarísimos e inquisitoriales contra el prójimo al que no le ha ido tan mal, acaso convendría recordar que si la España vacía luce tan vacía, quizá sea por algo. Y es que la geografía importa. Y la historia económica también importa. De hecho, importan mucho, muchísimo más que la maldad presunta de los gobernantes. Ocurre que esa España disminuida, la que ahora llega para reclamar con toda justicia su lugar al sol, se despobló -y se sigue despoblando- no porque algún poder superior y artero albergase el secreto deseo de despoblarla, sino porque, agrade o no, su pérdida de peso demográfico formaba parte de la factura colectiva a pagar por el desarrollo económico del país.

Si los promotores de esa nueva fuerza con inopinada vocación de bisagra resultaran ser honestos intelectualmente, y aún no han dado motivos para presumir lo contrario, deberían hablar de causas, pero no de culpables. Porque la historia, decía, importa. En 1850, el segundo territorio más desarrollado, más moderno, más industrializado y más próspero de toda España estaba en Andalucía. Andalucía, pues, disponía de casi todo los números para haber sido la región más rica de España durante el siglo XX; los tenía casi todos, pero no todos. La provincia de Málaga, con una industria siderúrgica que competía de igual a igual con la del País Vasco, además de disponer de decenas de fábricas modernas de todo tipo, se parecía por aquel entonces mucho más al Manchester febril del clímax de la Revolución Industrial que a cualquier otro rincón de la Península.

Pero les falló algo. Andalucía no poseía un mineral autóctono que sirviera de combustible para su siderurgia. Esa carencia crítica y una epidemia de filoxera que arruinó a los agricultores en el peor momento, dando al traste con la demanda local para su industria, acabó con el sueño, y quizá para siempre, de la Andalucía rica. Ahora, dos siglos y pico después, podemos acusar a Sánchez, a Rajoy, a Zapatero, Aznar, a González, a Franco, a Susana Díaz o a Fernando VII, pero las causas últimas de que tantos andaluces hayan tenido que emigrar de su tierra poco tiene que ver con ellos. Y lo que vale para Andalucía vale también para todas esas provincias. La geografía, también lo decíamos, igualmente importa. Francia, nuestro vecino del norte, posee, es sabido, una distribución mucho más homogénea de la población a lo largo del territorio. Al igual, por cierto, que Alemania.

Pero es que ni Francia ni Alemania, qué le vamos a hacer, presentan una superficie tan endemoniada como la española, atravesada toda ella de cordilleras, de punta a punta. Francia nunca necesitó emprender un esfuerzo titánico de ingeniería futurista, como las obras del AVE a Galicia, a fin de poder comunicar sus periferias con el resto del territorio. Y sin comunicaciones óptimas, desengañémonos, el desarrollo regional es casi imposible. Si quieren sus promotores hablar en serio, algo que está por ver, deberían dejar de mentar eso tan ingenioso, lo de la España vaciada, para apelar en su lugar a la España vacía, la única real. Una vez hecha esa mínima concesión previa al rigor, y antes de rifar sus favores en el Hemiciclo entre PSOE y PP, igual deberían orillar la quimera romántica y absurda de pretender repoblar, BOE mediante, unos territorios cuya marcha atrás en el tiempo sería tan imposible como indeseable. Políticamente, se puede gestionar la baja densidad crónica de población, primera opción, o se puede gestionar la nostalgia estéril, resentida y narcisista, segunda opción. Veremos.

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