THE OBJECTIVE
Antonio Caño

El Falcon

«El Falcon refleja -y esto es lo más serio- una cierta manera de Pedro Sánchez de entender el poder político, como la culminación de un triunfo personal, no como lo que realmente es en una democracia»

Opinión
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El Falcon

Pedro Sánchez se dirige al avión presidencial Falcon. | Moncloa

El problema no es el Falcon, por supuesto. Cualquier jefe de Gobierno debe tener a su disposición los medios de transporte que el Estado sea capaz de habilitar para que cumpla con su trabajo de la forma más eficiente y se garantice en mejores condiciones su seguridad. Es verdad que el uso de medios públicos, sobre todo los que resultan tan aparatosos, tendría que estar mejor regulado y sometido a una mayor transparencia con el fin de evitar suspicacias de los ciudadanos, que deben ser siempre muy desconfiados en cuanto al destino que se da a su dinero.  En Estados Unidos, por ejemplo, está claramente establecido que el presidente debe pagar de su bolsillo por el uso del avión oficial -así como todos quienes le acompañan, excepto los agentes de seguridad- cuando el viaje está destinado a una actividad personal o política distinta a la que le corresponde en función de su cargo. En el caso de que sea un viaje, digamos, mixto, en el que se mezcla la agenda política del hombre de Estado y el hombre de partido, el presidente asume el pago de la mitad del gasto del avión oficial. Para quien tenga curiosidad en conocer más detalles sobre este asunto, puede acceder a una página web del Congreso norteamericano que permite a cualquier ciudadano saber cómo se gestiona el uso del avión presidencial.

Pero decíamos que el problema no es el Falcon, no el problema principal, al menos. El problema es que el Falcon se ha convertido en una metáfora de quien actualmente lo ocupa con más asiduidad, de su personalidad y de su forma de entender la política. Claro que Mariano Rajoy también utilizó el Falcon, pero a nadie le importaba mucho porque nadie creía que Rajoy disfrutara especialmente, ni de ese ni de otros símbolos del más importante cargo político del país. Intuyo que no cambiaría el Falcon por una de sus caminatas veraniegas en Galicia. Pedro Sánchez, mientras tanto, deja la impresión de que subirse al Falcon ha sido la gran meta de su vida, y que no piensa bajarse nunca más. Cuando uno manda, lo demuestra. Y lo demuestra destituyendo de madrugada a los colaboradores que parecían más cercanos, y subiéndose al Falcon. Siempre que se pueda. Ya sea para ir a un concierto o a un mitin en Santiago. Mejor si se trata de un gran asunto de Estado, pero si no, si es sólo para ir a una boda, también en Falcon. Que sepan quién llega.

Humanamente, se comprende esa debilidad. Lo del avión privado con azafatas que atienden diligentes y sirven finos refrigerios mientras el personaje a bordo reposa, charla con sus amigos o repasa sus importantes asuntos pendientes es uno de los estereotipos más socorridos para describir el éxito, la cumbre del éxito. El protagonista de la serie Sucession pasa casi tanto tiempo en su jet como en tierra. Más de medio centenar de veces ha recurrido Sánchez a las aeronaves del Estado. Para una persona seducida por el encanto ornamental del poder no hay mejor afrodisiaco que el Falcon.

El Falcon refleja -y esto es lo más serio- una cierta manera de Pedro Sánchez de entender el poder político, como la culminación de un triunfo personal, no como lo que realmente es en una democracia: un contrato temporal con los ciudadanos para administrar su patrimonio y sus intereses hasta las siguientes elecciones. Es el reflejo de una manera de entender el poder como un fin en sí mismo, no como una vía para mejorar la vida de las personas. Sánchez llega al poder para usarlo en torno a él y a sus necesidades; se sube al Falcon con la misma avidez con la que nombra ministros, el que más en la historia de España, el que más en Europa. Dieciséis ministros bastan para gobernar en coalición en Alemania, 22 necesita Sánchez a su alrededor. Y el Falcon refleja, igualmente, una forma de entender el ejercicio de ese poder, en el que predomina la ostentación y el exhibicionismo sobre la discreción y la austeridad. Otro socialista en un anterior Gobierno obligaba a sus colaboradores a emplear los puntos que obtenían en viajes oficiales en otros vuelos oficiales, no en sus desplazamientos privados, y exigía en cada ocasión un estudio sobre alternativas más baratas antes de aprobar el uso de un avión del Estado.

Cada político tiene su estilo y su estándar de conducta, y la gente acaba descubriendo o intuyendo la calaña de cada cual. El Falcon de Pedro Sánchez puede ser para algunos un pecadillo aislado que apenas emborrona una conducta ejemplar. Pero también puede ser una muestra más de una personalidad narcisista que necesita la pompa, el boato y el halago tanto como el oxígeno que respira. Para eso, Moncloa es su espacio ideal, rodeado, imagino, por colaboradores, como aquellos que lo recibieron con un pasillo entre aplausos al regreso de un Consejo Europeo, que le susurran cada día lo listo que es. Hacen mal, no porque no sea listo, que no lo sé ni me parece lo más importante para ocupar ese cargo, sino porque tanto elogio lo aleja de la realidad de su mediocre gestión y de su pobre aceptación entre los ciudadanos a los que gobierna. Tanto elogio, como el Falcon, lo eleva sobre la tierra que pisan los demás mortales, le hace volar sobre los problemas que se acumulan y le hacen olvidar su verdadera condición, la de un humilde servidor público que pronto pasará al olvido.

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