THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

El torogeist y la rebelión en la granja

«Evitarnos ese espectáculo cruel en que consiste la tauromaquia no será ‘letal’ para nuestra comunidad política»

Opinión
Comentarios
El torogeist y la rebelión en la granja

El presidente de la Junta de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page. | Isabel Infantes (EP)

En el año 2010 la Corte Suprema de los Estados Unidos tuvo que decidir si la prohibición, bajo castigo penal, de la producción, venta o posesión con fines comerciales de los denominados crush videos vulneraba la libertad de expresión de la primera enmienda (US v. Stevens, 559 US 460). En dichas filmaciones se exhiben actos deliberados de maltrato y crueldad con animales indefensos de pequeño tamaño -hámsteres, gatitos, cachorros, ratones, incluso monos- para la satisfacción de una cierta pulsión sexual fetichista que manifiestan algunos individuos. Así, se suele mostrar de modo camuflado a una mujer ataviada con los pertrechos propios del sadomasoquismo infligiendo lo que no puede ser descrito sino como bárbara tortura: calzando zapatos de tacón de aguja o descalza, golpea y aplasta al animal hasta su muerte.

¿Por qué semejantes filmaciones, y no así las de las corridas de toros, podían ser penalmente perseguidas? – se pregunta la Corte Suprema. La normativa federal estadounidense dejaba exenta de punición toda representación de la crueldad con los animales que tuviera valor religioso, político, científico, educativo, periodístico, histórico o artístico y, aducen la mayoría de los jueces, tal pudiera ser el caso de la tauromaquia. Sin embargo, arguye la Corte, el Estado no ha aportado una explicación basada en principios que permita la comercialización de imágenes de corridas de toros y no en cambio las de peleas de perros en Japón. En el fondo, si se trata de razones basadas en la «tradición», es cuestión de tiempo, liturgia y unos cuantos bardos que logren cantar persuasivamente cómo esa práctica es expresiva de nuestra libertad y nos conecta espiritualmente con algunos mitos fundacionales de nuestra condición humana -y así, de paso, despistarnos de la cruda realidad-. Lo escribió Richard Ford en Cosas de España con precisión de cirujano: «… nos molesta mirar cara a cara los hechos evidentes y nos aterra una deducción que requeriría el abandono de una diversión que hemos mirado como inocente y que nosotros, así como antes nuestros padres, no hemos tenido escrúpulo en permitirnos».

En Contra apocalípticos. Ecologismo, Animalismo y Posthumanismo (2021), Jesús Zamora Bonilla nos previene de las muy incoherentes y contraintuitivas consecuencias que se siguen de tomarse «demasiado en serio» la expansión del círculo de nuestra consideración moral para incluir a los animales no humanos. Sea porque los derechos que pudiéramos llegar a concederles son asunto puramente convencional –como los que nos concedemos a nosotros como humanos, por cierto-, sea porque en el cálculo de sacrificios y costes que entraña cualquier acción que implique el sufrimiento de los animales -no necesariamente sus intereses o bienestar- deban triunfar, el hecho es que muchas prácticas en ámbitos diversos – su uso como recurso alimenticio, para la experimentación o en el ocio- pueden ser moralmente admisibles. No hay, sostiene Zamora, una razón concluyente para que todos nos hagamos veganos, una opción que, como muy convincentemente argumenta, implica el necesario sacrificio de millones de animales que son eliminados para poder cultivar y a los que por ello concedemos un valor muy marginal, si es que alguno.

Nuestra moralidad de sentido común, describe cabalmente Zamora, atribuye una primacía no derrotable al principio de la igual y superior dignidad de cualquier ser humano frente a cualquier miembro de otra especie, incluso si ese este tiene mayor capacidad cognitiva o de sufrimiento que el humano -lo cual es perfectamente posible, como sabemos-. En ese sentido Zamora, como una inmensa mayoría, es especieísta, pero como la inmensa mayoría también concede que las acciones humanas que conllevan el sufrimiento de los animales no son moralmente irrelevantes, con lo que incluso si aceptamos la prioridad general de nuestros intereses frente a los de los animales, la satisfacción de aquellos debería estar presidida por criterios tales como la necesidad y evitar infligir dolor gratuito o caprichoso. Un buen número de modos de producción de los alimentos de origen animal que consumimos, de maneras de estabular a las vacas para lograr una determinada textura de su carne o de cebar a los gansos o patos para obtener su hígado cirrotizado, o de sacrificar cerdos o corderos para cumplir con los designios de alguna deidad o profeta, les generan un sufrimiento indecible y, en ese sentido, son moralmente muy cuestionables, si es que no aborrecibles. Como con torpeza, aunque en el fondo con verdad, ha dicho el ministro Garzón, mejorar las vidas y el bienestar de los animales que usamos como alimento tanto como sea posible es un objetivo moralmente valioso. Aunque de manera seguramente inconsciente, en su alegato en favor de la ganadería extensiva el comunista Garzón apelaría así a la sutil denuncia anticomunista de Orwell: «unos cerdos son más iguales que otros». 

Creo que algo semejante sucede con las corridas de toros, aunque no debemos ser refractarios a considerar  los muchos factores – económicos, medioambientales- y algunas razones que militan en favor de su mantenimiento. No a todas, sin embargo, y en particular creo que es objetable un cierto tipo de estrategia para su defensa, clásica, pero recientemente exhumada por el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, en una tribuna publicada en el diario El Mundo el pasado 7 de enero.

En sus momentos de más encendido arrebato, los nacionalistas españoles –haberlos «haylos» y en buena cantidad por lo que se percibe últimamente- identifican la forma de nuestro accidental y accidentado territorio con la piel de un toro. Un expediente pintoresco: reto a cualquiera a que me diga cómo no podría ser también una piel de toro, no sé, Yibuti, Singapur, o cualquiera de las cartografías de los 193 Estados que, por razones accidentadas y accidentales, componen el actual sistema de naciones.

Son legión quienes disfrutan, y han disfrutado, del espectáculo de las corridas de toros, uno de tantos «divertimentos» que podemos encontrar en épocas y territorios próximos o remotos en los que la interacción con el animal implica su tortura y/o muerte. Pero también han sido legión, y desde siempre, quienes no se han visto eclipsados en su juicio por las interpretaciones altisonantes que vinculan esa particular tradición con nuestro «ser» o «alma» de españoles; o bien la justifican por haber sido fuente de inspiración de cuadros, textos literarios vibrantes o rimas conmovedoras. Los «combates de toros», sostuvo Rousseau en Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia y su proyecto de reforma, contribuían a mantener el vigor de la nación española, y parecidas hipérboles podemos encontrar en Ortega -«3.000 años de ‘amistad’ contemplan al español con el toro bravo»- o Tierno-Galván, quien también sostuvo que las corridas de toros exhibían nuestra «psicología profunda» como españoles, de la misma manera que la ópera al respecto de italianos. En un alarde que ni el salto de la rana de El Cordobés, Tierno considera que con ayuda de las vivencias obtenidas en la plaza «… se penetra hasta los estratos ontológicos de la ética, vigorizándola por la proximidad del suelo natural de donde deriva». Ole.

García-Page es consciente de que, junto con los mentados -amén de Lorca, Machado, Alberti o Miguel Hernández-, muchos españoles destacados, ilustres e ilustrados –Unamuno, Azorín, Baroja, Giner de los Ríos, Bergamín- deploraron la tauromaquia. Pero no se arredra: «Siempre se ha impuesto el corazón del pueblo…». Pero – la pregunta es obvia- ¿qué pueblo? En ese perimetrar a beneficio de inventario está la bolita.

El «corazón del pueblo» no se impuso cuando en 1908 se prohibieron las capeas y encierros. ¿Qué fragmento de «nuestro ADN» se perdió irremisiblemente cuando se obligó a parapetar a los caballos y «el pueblo» no pudo ya por más tiempo ver la pugna del caballo recuperado y reventado al que apresuradamente se puso estopa en su vientre eviscerado? ¿Quién lamenta hoy que «la canalla» no desjarrete al toro con medias lunas y otras armas porque nos perdemos un nuevo Goya que pinte la escena? Parte del «pueblo» – el de los habitantes del territorio que conocemos como Comunidad de Madrid– repudia institucionalmente el bou embolat y el bou capllaçat que algunos catalanes, en cambio, celebran. 

Ese «pueblo» al que apela García-Page, ese «alma» o «nación» quintaesenciada en un coso en el que convive vistosidad y sangre es él y el grupo aficionados que, como él, quieren seguir disfrutando de «la fiesta». No: el afeitado no cuela.  

El «pueblo» español, con los toros hace, y ha hecho, de todo, y dar el paso ulterior de dejar a los toros en paz, evitarnos ese espectáculo cruel en que consiste la tauromaquia no será «letal» para nuestra comunidad política, de la misma manera que de la pervivencia del catalán no depende «la supervivencia de Cataluña». Lo dejó dicho Jovellanos allá por 1790: «… sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación». 

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D