THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

El insoportable sectarismo institucional de Batet

«La exministra socialista Batet parece haber olvidado que, además de ser neutral, tiene que parecerlo»

Opinión
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El insoportable sectarismo institucional de Batet

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet. | Europa Press

Frente a quienes afirman que la legitimidad democrática nace y se agota en el voto, resulta obligado recordar que este es una condición necesaria pero no suficiente. No hay democracia sin poderes independientes que fiscalicen la actuación del gobierno y sin instituciones neutrales que, en el ejercicio de sus funciones, permanezcan ajenas a la ideología del partido instalado en el Ejecutivo. Las elecciones libres son al Estado democrático como el corazón al cuerpo humano: un órgano vital que precisa que los otros gocen de plena salud para latir con fuerza.

La neutralidad institucional es un principio rector de nuestro ordenamiento jurídico intrínsecamente unido a la igualdad ante la ley, pues cumple una función indispensable para la conservación de la democracia. Tanto es así que su trascendencia constitucional aparece reflejada en varios artículos de nuestra Carta Magna: la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3); la exigencia de que la Administración Pública sirva con objetividad los intereses generales y actúe de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (103.1 CE); o en el deber de los empleados públicos de ejercer sus funciones imparcialmente (103.3 CE).

Siguiendo con la metáfora del cuerpo humano, podríamos decir que las instituciones neutrales asumen el rol de los pulmones: sin ellas los ciudadanos no podríamos respirar, de forma que su mal funcionamiento acabaría redundando en nuestra libertad de voto.

Por eso, el fervor, la idolatría y el fanatismo, si bien son consustanciales a la política, quedan vedados en la administración pública, a cuyos representantes se les exige que prediquen y practiquen la neutralidad en el desempeño de sus tareas. Las instituciones no pueden ni deben ser ni activistas ni militantes, por muy noble que sea la causa que enarbolen y el fin que persigan.

Esto convierte a la neutralidad en un principio incompatible con el sanchismo, que se burla ostensiblemente de todo lo que aquélla representa: la transparencia, la independencia y la ecuanimidad. No hay organismo público que no esté al servicio de las necesidades de poder de Pedro Sánchez, desde el CIS hasta la Presidenta del Congreso y tercera autoridad del Estado, Meritxell Batet.

La exministra socialista parece haber olvidado que, además de ser neutral, tiene que parecerlo, pues su obligación no es para con Sánchez, sino para con los ciudadanos: la soberanía nacional reside en el pueblo español y no en la Moncloa.

Algo que Batet sabe pero que muy oportunamente soslaya. Hace ya mucho que eligió significarse como una activista del sanchismo y no de la ecuanimidad, aunque el precio sea arrastrar por el fango la dignidad inherente al cargo que ostenta. El último ejemplo lo tuvimos el pasado jueves con ocasión de la convalidación de la reforma laboral.

Como ya saben, los retoques a la llamada reforma laboral de Rajoy salieron adelante gracias a la equivocación cometida por un diputado de los populares al efectuar el voto telemático horas antes de celebrarse el plenario. Al percatarse del error -que torpemente imputó a un fallo técnico-, Alberto Casero intentó comunicarse con la Mesa del Congreso para trasladarles la eventualidad e interesar que se anulase su voto telemático y se le permitiese el presencial. Nadie respondió a su llamada, así que comunicó la circunstancia al grupo parlamentario para que informase debidamente a la Presidenta antes de la votación, cosa que hicieron. El susodicho diputado incluso se desplazó desde su domicilio al hemiciclo, pero no se le permitió la entrada.

El error del popular hubiera quedado en nada de no ser por la decisión de los diputados de Unión del Pueblo Navarro, Carlos García Adanero y Sergio Sayas, de romper la disciplina de voto impuesta desde su partido. Gesto que, aunque amparado constitucionalmente, adquiere tintes cuasi heroicos en una cotidianeidad política en la que la lealtad ha quedado desnaturalizada y la militancia se concibe como servilismo y sumisión.

Así que el voto de Casero era decisivo para que saliera adelante el Real Decreto Ley del que dependía la supervivencia política de Yolanda Díaz y buena parte de las aspiraciones electorales del sanchismo. Batet lo sabía al igual que sabía que Casero había solicitado anular su voto telemático para votar de formar presencial. Pero ignoró lo segundo para centrarse en lo primero, declarando aprobada la reforma laboral segundos después de haberla declarado derogada y de que Sánchez gesticulase pidiendo tranquilidad a la bancada socialista. Una intervención que pasará a los anales de la vergüenza del parlamentarismo patrio y de la democracia española.

Y aunque desde el brazo armado mediático pro gubernamental se ha intentado ridiculizar el anuncio de los populares de recurrir en amparo al Tribunal Constitucional utilizando símiles estúpidos que persiguen la reducción al absurdo, lo cierto es que el caso presenta muchas dudas trascendentes desde el punto de vista jurídico que deben tener cumplida respuesta judicial. Existen resoluciones de la Mesa del Congreso anteriores a la pandemia que obligan a la Presidenta -u organismo en quien delegue- a validar telefónicamente con los diputados que hagan uso del sistema telemático tanto su identidad como el sentido de su voto. También otra que estipula que los diputados que voten telemáticamente podrán interesar la anulación de este último y votar de forma presencial, debiendo la Presidencia convocar a la Mesa para resolver esta solicitud. Cierto es que esta operativa fue distinta durante los meses más duros de la pandemia (recordemos que el Congreso llegó incluso a cerrar de forma inconstitucional), pero los plenos de las Cámaras llevan ya mucho operando con total normalidad.

En cualquier caso, y al margen de lo opinemos respecto a si debe primar la voluntad del diputado expresada antes del pleno o, por el contrario, la que figura en el voto erróneo emitido antes de celebrarse aquél, en modo alguno puede cuestionarse que esa era una decisión que debía adoptar la Mesa del Congreso, pero que tomó Batet arrogándose funciones que no le correspondían. Ni convocó la Mesa, ni tampoco la consultó a pesar de que así lo afirmó en el ejercicio de sus funciones institucionales.

A la vista de lo expuesto, no son «las derechas» quienes cuestionan la democracia y deslegitiman las instituciones por impugnar el resultado de la votación, sino la actuación de Batet, cuyo sectarismo la llevó a intervenir orillando la legalidad con la única finalidad de garantizar al Gobierno el resultado buscado. La democracia española está hoy más deteriorada que ayer, pero menos que mañana. El sanchismo es implacable.

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