THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Ya tenemos un «planeta B»: paradojas de la «justicia climática»

«Para muchos enardecidos ‘enverdecidos’, el ecologismo es (esencialmente) un anticapitalismo»

Opinión
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Ya tenemos un «planeta B»: paradojas de la «justicia climática»

Íñigo Errejón. | Europa Press

La inmensa mayoría de quienes componen la comunidad científica sostienen que hay evidencia muy robusta que prueba que el incremento de las temperaturas en el planeta tiene un origen en la actividad humana desde la Revolución Industrial (su causa es, por tanto, antropogénica) y que de no contenerse dicha elevación el planeta corre un serio riesgo de convertirse en un medio tan hostil para la especie humana como para no garantizar su supervivencia. Es por ello por lo que el conocido como Acuerdo de París de 2015, un tratado internacional vinculante que auspicia Naciones Unidas, conmina a los Estados miembros del Convenio a mantener el aumento de la temperatura media mundial «muy por debajo de 2º con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5º con respecto a los niveles preindustriales» (artículo 2). A tal efecto las partes se proponen lograr que las emisiones de gases de efecto invernadero lleguen a su punto máximo «lo antes posible» con el propósito de alcanzar una situación de equilibrio entre emisión y absorción de dichos gases – lo que se conoce como «neutralidad climática»- en la segunda mitad del siglo XXI (artículo 4). En octubre de 2021 los países del G-20 acordaron ser más ambiciosos en la lucha contra el cambio climático comprometiéndose a que la limitación del aumento de la temperatura fuera efectivamente de 1,5º. Subyace a estos compromisos, implícita o explícitamente, que estamos a tiempo de evitar un escenario catastrófico. Si no fuera el caso, esto es, si el «meteorito» impactará irremisiblemente y nos llevará a todos por delante, bebamos, fumemos y f… hasta que – ahora sí- no haya un mañana.

Así y todo, ese objetivo de «enfriamiento» parece una tarea hercúlea a estas alturas. Sumen a ello que, como ha escrito en estas mismas páginas Velarde Daoiz, a la luz de los datos disponibles debemos ser escépticos sobre la posible satisfacción de nuestras demandas energéticas recurriendo exclusivamente a las fuentes de energía renovables (eólica y solar), con lo que a la herida de un objetivo climático muy difícil de alcanzar cabe que estemos añadiendo la sal de la insistencia en políticas energéticas y económicas que pueden resultar contraproducentes.

En un seminario reciente celebrado en la Facultad de Derecho de la UAM, los profesores Sofía Simou y Fernando Simón explicaban los fenomenales desafíos que esa «transición ecológica» plantea a la comprensión de muchas instituciones jurídicas y políticas. Las decisiones judiciales por parte de un tribunal administrativo de París en febrero de 2021, del Tribunal Constitucional Federal de Alemania en abril de 2021, o de un tribunal de la Haya de mayo de ese mismo año pondrían de manifiesto un inquietante deslizamiento en la distribución de poderes del Estado en favor de los jueces, por no decir el extravagante recurso de designar como sujetos dignos de protección intrínseca, mediante el expediente de concederles derechos, a los espacios naturales – ríos, bosques, incluso el planeta mismo. Una iniciativa legislativa abierta a consulta pública la semana pasada en Galicia – la «Ley del clima de Galicia»- reconoce el «clima gallego» como sujeto de derechos.

Late bajo estos esfuerzos el objetivo de proteger a las generaciones futuras: una transición ecológica que revierta, o al menos frene, los efectos antropogénicos que aumentan la temperatura del planeta es el medio para satisfacer el deber de legar un planeta habitable a nuestros descendientes. El cambio climático se ha revelado antropogénico y nuestra preocupación es igualmente «antropogénica». Insisto, como señalaba antes, que el presupuesto de todo ello es que la extinción de la especie es evitable y que nuestra supervivencia constituye un objetivo valioso, vital, cabría decir especialmente en este contexto. Y ello a pesar de que, a la espera de que sean realizadas las promesas transhumanistas, morir, morir, moriremos todos antes o después. 

«Los científicos revelan como el cambio climático mató a Marte», anunciaba en 2015 la radio pública estadounidense (NPR). Se trata, claro, de una metáfora para llamar la atención porque Marte, por lo que parece, ahí sigue. ¿Y a quién le importa el cambio climático que aconteció en ese planeta o las lluvias de ácido sulfúrico en Venus? Salvo que nos afecten, claro. Cambios climáticos devastadores que se sucedieron hace millones de años en nuestro planeta hicieron posible nuestra aparición sobre la faz de la Tierra. ¿Lamentamos que la Antártida dejara de ser un vergel tropical hace 100 millones de años si de resultas de ello andamos por aquí?

Poder disfrutar de un determinado clima no parece un fin en sí mismo. El clima, el medioambiente en general, es un instrumento para la satisfacción de necesidades humanas que consideramos siempre prioritarias frente a las de otras especies. Imaginemos que dispusiéramos de una costosísima tecnología que permitiera mantener las brumas en las Highlands del Reino Unido: ¿deberíamos emplear dichos medios bajo el expediente de que los escoceses tienen «derecho a un entorno melancólico», o los gallegos a sus días de orvallo y morriña o los sevillanos a su «caló»? Hay quien ha sostenido que sí, que parte del problema del cambio climático es la injusticia «cultural» que supone en última instancia el obligado éxodo de poblaciones fuera de sus lugares de origen, territorios que pueden incluso resultarles «sagrados». La pregunta es, como siempre, a qué coste deberíamos preservar esos emplazamientos evitando así los «refugiados climáticos». Habiendo numerosos lugares en la Tierra en los que poder vivir una existencia digna, si la subida del nivel del mar hiciera imposible la vida en la isla de Kiritimati, en el lejano Pacífico, lo que debemos asegurar es que sus habitantes puedan encontrar asilo y refugio, más que la «conservación» si eso implica sacrificar intereses vitales de otros seres humanos que son igualmente merecedores de satisfacción.

La preocupación por las generaciones futuras es atendible pero su alcance es limitado. Para empezar porque los escenarios futuros que podemos conjeturar para así imponernos obligaciones deben ser «cognitivamente accesibles», suficientemente familiares. La fascinación que ejerce el planteamiento de la novela «Planilandia» de Edwin Abbott es precisamente lo inasible que resulta un mundo de dos dimensiones. En el municipio de Eurajoki, en Finlandia, se construye un silo de almacenamiento de residuos nucleares de larga actividad llamado «Onkalo» (cueva). Durante 100.000 años esos desechos allí depositados serán altamente peligrosos. ¿Hay manera de advertirlo a las generaciones futuras? ¿Con qué símbolos que puedan ser reconocibles dentro de, pongamos, 20.000 años? Y sobre todo: ¿seguirán siendo peligrosos para ellos? ¿Y qué o quiénes serán «ellos»?

Tengo para mí que una buena manera – si es que no la única- de pensar en estos intrincados asuntos, en nuestras obligaciones de justicia «intergeneracional» es calibrar antes que nada cuánto pensamos que nos debemos unos a otros «intra-generacionalmente» y, si acaso, a los inmediatamente próximos. Cuanto más nos alejemos de ese umbral, digamos más allá de los bisnietos de la actual generación, la que podríamos llamar «tasa de descuento moral» – cuán intensa es hoy nuestra obligación frente a la satisfacción de derechos de seres futuros- se incrementa formidablemente a la luz de la incertidumbre. Así que cuando pensamos en «decrecer» o internalizar los costes de mantener estilos de vida hasta el punto de hacerlos casi imposibles para la inmensa mayoría, ¿por qué no pensamos primero en lo que ya hoy estamos dispuestos a sacrificar por los que están mucho peor? El llamado felizmente «planeta B», el de las condiciones medioambientales hostiles, ya es este para millones de seres humanos.

Íñigo Errejón señalaba recientemente que la transición ecológica, los empleos verdes y el futuro verde es una obligación frente a la desertificación de España. ¿Debemos asegurar que quienes habiten en el territorio peninsular en 2100 no vivan en un «desierto»? ¿A qué coste? Los seres humanos, millones de ellos, ya viven en desiertos. ¿Qué derecho se ha violado al niño que nace hoy en Tinduf? No, me parece a mí, el de ser «un niño del desierto», sino el de ser un niño que, a pesar de vivir en el desierto, vive en condiciones infinitamente peores que los niños que viven en el Estado de Nevada o en  alguna de las ciudades del territorio desértico de Arabia Saudí. Mutatis mutandis para los nietos y bisnietos de Errejón que habiten en España. De otra parte, sólo si su existencia es verdaderamente miserable le podrán reprochar algo. Y sabemos, por lo que sabemos hoy, que no tiene que ser necesariamente así, que los seres humanos pueden vivir en condiciones suficientemente dignas aunque el clima cambie o no sea el óptimo, el que disfrutó Errejón.

Si la carne que ponemos hoy en el asador de la justicia global es tan escasa, ¿qué nos permite confiar en que la pondremos en mucha mayor medida para la cohorte de los bisnietos de Errejón? Pensemos en cuán poco estamos dispuestos a que el poder público interfiera en nuestras decisiones que atañen a la generación futura pero inmediata, inmediatísima: nuestros hijos. Y fíjense que las razones que pudiéramos tener para limitar la procreación de quienes tendrán hijos en condiciones muy precarias parecen exactamente las mismas que esgrimimos en defensa de la «transición ecológica» (que  no existan seres humanos viviendo en un planeta hostil). No ya que tener hijos sea quizá de las cosas que más «huella ecológica» o insostenibilidad produce, sino que esos seres humanos vivirán ya en un «planeta inhabitable»: el de la miseria que nos resulta familiar o sus circunstancias desafortunadas, por ejemplo su expectativa vital, que pudieran ser muy inferiores a las deseables. ¿Cómo es posible conciliar esta casi absoluta libertad reproductiva que proclamamos – cuántos hijos tener, y qué condiciones vitales van a disfrutar- con la imposición de deberes y sacrificios tan enormes que recaerán sobre el presente (también sobre los más pobres) justificados por el horizonte de condiciones de vidas futuras?

No dudo de que en muchos de quienes se muestran alarmados por el cambio climático anidan propósitos rectos, intenciones no espurias de cambiar un «rumbo de colisión» en beneficio de la posteridad. Pero para muchos otros, enardecidos «enverdecidos», el ecologismo es (esencialmente) un anticapitalismo, parafraseando a Sartre. Y bien está, pero sin marcar las cartas.

Y también tengo la sensación, me atrevo a confesarles, de que hay en ese compromiso moral por nuestro futuro una estrategia que me atrevo a llamar de «lavanda ética» para la conciencia culpable de quienes sí podremos «transicionar» manteniendo nuestra forma de vida. Preocuparse por quienes vivirán en 2100 permite despreocuparse más cómodamente de los desheredados que ya nos acompañan.

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