THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Ucrania, la fragilidad de la democracia y un poco de neolengua

«A pesar de su desgaste, en Podemos siguen sabiendo retorcer el lenguaje para que no parezca que dicen lo que están diciendo»

Opinión
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Ucrania, la fragilidad de la democracia y un poco de neolengua

Ione Belarra e Irene Montero. | Europa Press

Desde que Putin comenzó la invasión de Ucrania hace diez días, el horror de las imágenes que nos llegan no ha dejado de aumentar en una apuesta que solo puede subir. Putin no ha respetado el alto el fuego pactado para establecer un corredor humanitario, la foto que abría los periódicos el domingo y mostraba a gente refugiada bajo una carretera (tomada por Emilio Morenatti) hoy ya no puede tomarse: esa carretera ya no está, los proyectiles volaron el puente y mataron a tres personas. Saray Encinoso escribía a propósito de esta nueva modalidad de guerra, la guerra instantánea. No es del todo nueva, la de Siria también se retransmitió en Twitter, pero la cercanía geográfica y geopolítica se nota también aquí. Sobre la pulsión de estar todo el tiempo al tanto de la última hora ha escrito también Héctor G. Barnés, que señalaba que quizá esa obsesión nos lleve a sobredimensionar todo lo que sucede: «Hoy tenemos sobredosis de historia, aunque seamos incapaces de cuantificar el verdadero calado de los acontecimientos que presenciamos hasta muchos años más tarde. Antes no ocurría nada, hoy pasa todo, continuamente y a cada momento». Ian McEwan también ha escrito sobre Ucrania. Decía que «estamos paralizados por un farol que no nos atrevemos a ignorar, somos unos observadores expertos que manejan el ratón y la pantalla y, en nuestra angustia común, incapaces de hacer mucho más que imponer sanciones, donar armas y dinero y lanzar condenas». Barnés citaba a Fukuyama y el fin de la historia, yo me acordaba de la frase atribuida a Churchil que leí en La hazaña secreta, de Ismael Grasa, sobre que la democracia es el sistema en el cual si alguien llama a la puerta a las seis de la mañana es el lechero. Los ucranianos están experimentado de manera dolorosa la fragilidad de la paz. Estos días, a raíz del discurso de Borrell en el Parlamento Europeo, se recuperó otro discurso de 2009 donde decía que al contrario de lo que podamos pensar, la paz no es el estado natural de las cosas, sino la guerra. La paz es un trabajo y es fruto del esfuerzo por el entendimiento. Nos debatimos entre seguir la guerra al minuto y tratar de sobrellevar una cierta normalidad.

Vamos camino de los quince días de guerra, motivada por el deseo de expansión territorial de un hombre, cuyo empeño no es otro que el nacionalismo. La invasión ha provocado el exilio de más de un millón de personas, las fotos de las familias separándose en trenes son terribles, hemos visto los vídeos de niños ucranianos siendo recibidos con un peluche en la frontera con Polonia. En algunas televisiones españolas hemos escuchado a expertos que han asimilado el marco de Putin: la expansión de la OTAN es una amenaza para Rusia, Ucrania debe asumir un papel neutral y de bisagra entre Occidente y Europa. Para que lo entendamos todos bien, lo que dicen es que los países que rodean Rusia, por el hecho de rodearla, pierden derecho a tener una posición en la geopolítica internacional y a ser, de facto, democracias plenas. La ministra de Igualdad, Irene Montero, decía ayer en un discurso que la única vía para pararle los pies a Putin era la «diplomacia de precisión», demostrando que a pesar del desgaste en su partido siguen sabiendo retorcer el lenguaje para que no parezca que dicen lo que están diciendo. Los que aún hoy, con la ley que amenaza con 15 años de cárcel a quienes den información no verificada por el gobierno, con los medios internacionales abandonando Rusia o con las detenciones de rusos que protestan contra la guerra defienden la vía de la negociación o critican el envío de armas para ayudar a un país bombardeado por un tirano o son unos cretinos o son malas personas. 

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