THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

La avenida de París

«París crea y resuelve el problema del multiculturalismo, directa y abiertamente, en las terrazas»

Opinión
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La avenida de París

Ambiente en una terraza de París. | EFE

Llegan con su camisa arremangada, con el andar del turista perdido y la mirada ausente. Llegan con gafas de sol, gafas de incógnito en un día caluroso de junio, sombríamente, luminosamente, van llegando a los cafés. A la sombra, en las terrazas, en la rue parisina, la marea humana sigue su curso. La avenida de los Campos Elíseos es un Serrano mezclado con la jungla de la Gran Vía. El franchute con bigote ha logrado ser un rara avis en esta avenida, es ya el más excéntrico, como un viejo icono del cine. Esta ciudad recoge y vomita todas las culturas: Africanos con andares de pantera, asiáticas de ojos redondeados, operados, árabes vestidas de Chanel en la flor de sus 20 años, indios que gastan mucho en cremas, latinas con curvas. 

París, dudando entre el mimetismo y el excentricismo, ciudad donde los derechos del hombre y del ciudadano vienen a sustituir todas las místicas de la sangre y del suelo. Este caluroso junio alcanza los 39 grados, y el camarero viene a abanicarnos con el menú mientras nos invita a Marruecos. Venimos a ver símbolos nacionales y nos encontramos con una exótica multiculturalidad con pretensiones que ya no reclama la superioridad del espíritu francés. Un deliberado platonismo me impide retratar fielmente esta ciudad museo; tengo el ojo de un realizador que, en medio de una escena, amplía el zoom y congela el movimiento para atrapar un gesto afrancesado, una pieza de joyería. Bien mirada, esta es una ciudad para amantes de la joyería y los perfumes, para sutilezas que tienen algo de café de artistas.

La multiculturalidad también son las terrazas de los Campos Elíseos donde todos se juntan

La asiática que tenemos en frente copia la joyería fina de las francesas, pero no la lleva, ay, con la misma elegancia. Y en la mesa de al lado, dos Marías Antonietas comen caracoles con la elegancia de quien nunca los había probado. Las musulmanas, a las que el feminismo ha puesto de moda, llegan vestidas de si mismas a otra mesa. En este crisol de bellezas exóticas se rueda el anuncio de un nuevo perfume. La multiculturalidad también son las terrazas de los Campos Elíseos donde todos se juntan, rompiendo barreras culturales y tejiendo conversaciones que crean, y no solo reflejan realidades. La filosofía de café solía ser el diagnóstico burgués de los problemas que luego salían en la prensa. Pero en la prensa también hay conversaciones que en la cultura de los cultos son un tótem y un tabú, para que duren y no se resuelvan. Esta ciudad crea y resuelve el problema del multiculturalismo, directa y abiertamente, en las terrazas.

Se sientan en los cafés disfrazados de europeos, porque la globalización no es otra cosa que la occidentalización del mundo y muchos ya no saben a qué lugar pertenecen. Y paradójicamente, ahora son los occidentales quienes no quieren oír hablar de pertenencia. Pertenecer, dicen, es cribar. La afiliación conduce a la exclusión. La pertenencia es el asunto espinoso, y quizás por este tabú ya hemos desterrado toda alusión a las raíces. El francés De Gaulle dijo: «Somos no obstante y antes que nada un pueblo europeo de raza blanca, de cultura griega y latina y de religión cristiana». Para admirar la cultura griega vayan al Louvre, porque esa Europa ya solo existe en los museos. En la calle, la Francia multicultural desfila imponente, y es un espectáculo que asombra por su caos y su belleza. Con la multiculturalidad parisina ocurre lo que pasaba antes con el can-can, que era pecado ir a verlo a París, pero algunos iban, porque podían. Ya se sabe que la mejor forma de evadir la tentación es caer en ella.

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