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Luis Antonio de Villena

La caudalosa correspondencia de Marcel Proust

«El tanto tiempo conocido como ‘petit Marcel’, un simple, rico y atento diletante, ha devenido uno de los grandes autores del siglo XX, sin discusión»

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La caudalosa correspondencia de Marcel Proust

La caudalosa correspondencia de Marcel Proust.

Al borde del centenario de su muerte (Proust murió en París, ultimando su novela, el 18 de noviembre de 1922) los homenajes no cesan. El tanto tiempo conocido como «petit Marcel», un simple, rico y atento diletante, ha devenido uno de los grandes autores del siglo XX, sin discusión. En busca del tiempo perdido -siete tomos- sus ensayos, cuentos y esbozos se hallan en todas las lenguas, pero ha sido relativamente frecuente preterir un tanto su enorme correspondencia, entre otras cosas porque no cesan de aparecer cartas nuevas de Proust. Hoy, cuando la carta prácticamente ha desaparecido como expresión escrita, a algunos les resultará raro saber que, con o sin voluntad expresa, vino a ser otro género literario, y que en el concreto caso de Proust, su inmensa correspondencia se puede y debe tener como una valiosa y no menos grande obra del autor. Entre 1970 y 1993 -al cuidado meritorio de Philip Kolb- la editorial Plon publicó en 21 volúmenes la Correspondence de Proust. Kolb -fallecido en 1992- no llegó a ver el último volumen. La Correspondencia de Proust se reedita en estos días, con bastantes cartas inéditas, al cuidado Thierry Laget y con prólogo de Jean-Yves Tadié, ambos considerados dos de los mayores especialistas en el autor, quien -como es sabido- tampoco llegó a ver su magna novela enteramente publicada. En español hay bastantes antologías -breves- de la correspondencia de Proust, y hasta donde llego, la mejor es Cartas escogidas edición de Estela Ocampo, tomo publicado hace poco por Acantilado.

En sus innúmeras cartas, que alguien ha llamado «la voz de Proust», aunque lo coloquial se mezcle con lo muy literario, está todo y de todo se habla. Hay cartas de gentileza (porque Marcel hacía gala de educación) e incluso algunas cartas a una vecina a quien Proust le pide -tema eterno- que no haga ruido. Pero hay también todo tipo de cartas de intimidad y de vida literaria.  Leemos por ejemplo (diciembre de 1902) una larga carta a su madre, «mi querida mamá» en la que, en medio de un torrente de sentimientos amorosos -se cierra con «mil besos cariñosos»- Proust acusa a la madre de ser la culpable del asma que hizo de su vida un peculiar calvario: Si él está enfermo (resumo) su madre lo quiere, pero si se encuentra bien, ella se olvida. «Pero es triste no poder tener a la vez afecto y salud». Proust dependía mucho del afecto maternal, pero los reproches a su «mamita» son incesantes. No hace falta ser freudiano para deducir una turbia y excelsa intimidad. Proust habla y escribe de los jóvenes (no pocos) a los que amó, la mayoría de los cuales fueron amigos, sin más, y sólo con un par de ellos el deseo se consumó, aunque parece que sin la plena satisfacción de Marcel. Jacques Bizet, Reynaldo Hahn, el príncipe Antoine Bibesco o Bertrand de Fénelon, ellos y otros son las verdaderas «muchachas en flor», que obviamente son «muchachos» como es sabido. Además, y algo después, se abre el mundo más «oscuro» -es un decir- de la sensualidad proustiana, la del chófer Alfred Agostinelli (que murió en un incipiente accidente de avión) y las frecuentaciones de burdeles masculinos. Ese orbe es más secreto, pero no una vivida y anhelada homosexualidad. Es tierno leer en una carta a André Gide de 1914, que entre sus últimos pesares está «la muerte de un jovencito (Agostinelli) al que probablemente quería más que a cualquier amigo…».  Se lo dirá más claro aún a Hahn, también 1914, a propósito de la duración de los sentimientos: «Yo quiero de veras a Alfred. No es mucho decir que le amaba, pues lo adoraba».  

Pero si el caudal de poderosa intimidad es enorme, no lo es menos (entre otros muchos detalles y personajes) el análisis del propio Proust sobre su novela en marcha y su cerrada y cuidadosa defensa de ese trabajo publicado ante algunos de los bastantes que, de inicio, la entendieron mal, como le había ocurrido al propio Gide. Así con el crítico Henri Ghéon, quien había dicho que la obra de Proust provenía de un rico ocioso. Marcel responde con muy sabia prolijidad: «Asimismo, tal vez pasar cuarenta años de ocio olvidado de uno mismo estudiando grupos humanos con un telescopio o un microscopio no dé un resultado vano». Cuando uno recorre esta fabulosa correspondencia sólo puede concluir diciendo que fue -no exagero- su segunda obra maestra.

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