THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Tomarse al Constitucional en serio

«Hay países que carecen de este órgano y los derechos de la ciudadanía no están arrastrados por el fango como en el caso de países que tienen Cortes Supremas»

Opinión
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Tomarse al Constitucional en serio

Tribunal Constitucional.

Ando apurado con la tribuna. Así que pregunto a Chat Open AI.com: «¿Se puede considerar el TC un órgano legítimo?». Transcribo su respuesta: 

«El tribunal constitucional es un órgano judicial que tiene como función principal velar por el cumplimiento y la interpretación de la Constitución de un país. Su legitimidad depende de cómo haya sido establecido y de cómo funcione en la práctica.

En algunos países, el tribunal constitucional es establecido por la propia Constitución y sus miembros son nombrados de acuerdo a procedimientos específicos, lo que le da legitimidad. En otros casos, el tribunal constitucional puede ser creado por el gobierno de turno y sus miembros pueden ser nombrados de manera discrecional, lo que puede generar dudas sobre su legitimidad.

En general, es importante que el tribunal constitucional sea independiente y tenga autoridad para interpretar la Constitución de manera objetiva y sin presiones externas. Si cumple con estas condiciones, se puede considerar un órgano legítimo…»

La verdad es que impresiona, pero no engañemos ni nos engañemos. 

Y viene ello a cuenta no tanto del increíble rendimiento de esta aplicación de IA, sino de las recientes y bien comentadas declaraciones de las magistradas Balaguer y Segoviano, a propósito de lo que ellas consideran debe ser su función y qué márgenes tienen frente a los desafíos constitucionales por venir. 

No nos engañemos, digo: el Tribunal Constitucional, si bien en una consideración graduable, es una institución sospechosa, de naturaleza «contramayoritaria» como popularizó ya hace muchos años el constitucionalista Alexander Bickel. 

Se trata de una acusación, o sospecha que, como el Guadiana, aparece y desaparece pero que está siempre latente. Su exhumación coincide, claro, con esos momentos «constructivistas» que diría la magistrada Balaguer, en los que las consecuencias no nos gustan tanto. Verbigracia: la decisión en Dobbs v. Jackson, que devuelve la competencia sobre la legislación en materia de aborto a los Estados, o las declaraciones de inconstitucionalidad de los estados de alarma en nuestro caso. ¿Cuántos fervientes liberal-progresistas han escuchado ustedes aplaudir la «construcción» del TC en esos casos? ¿Y fervientes partidarios de la democracia deliberativa ante las proclamaciones de ese TC «conservador» que ha declarado que no se puede «cerrar el Parlamento» ni siquiera en pandemia? No: no han sido estruendosos sus aplausos. No les deberá resultar sorprendente que proliferen hoy, en la meca del constitucionalismo, la academia estadounidense, quienes vuelven a considerar «purgable» la Corte Suprema como institución para así devolver el poder al Congreso. Lo que ya le pasó a Roosevelt, vaya, cuando se encontró con una Corte «neoliberal» que frenaba sus reformas «progresistas».

Y es que, querido Chat Open A, «chato» te llamaré a partir de ahora, interpretar «de manera objetiva» una Constitución que, casi por necesidad, cuenta con cláusulas «moralmente densas» o «vagas», no es sino una quimera. Cierto: hay casos ‘fáciles’, por ejemplo, la posibilidad de que Cataluña se secesione mediante un referéndum que no siga el procedimiento de reforma constitucional previsto. Pero otros… Piense en si la «prisión permanente revisable» es o no contraria a la Constitución y repase –sé que le costará un «segundo en el metaverso»- lo que sostienen los tirios y los troyanos del Derecho constitucional y penal. Y claro, cuando esos desacuerdos, que pueden ser bien razonables, se presentan, nuestro procedimiento favorito es el mayoritario, ¿no?

Imagínese, chato, si decidiéramos que en caso de desacuerdo se juega a cara o cruz: «Si sale cara el matrimonio entre personas del mismo sexo es constitucional, si sale cruz no». Y, claro, si al final resulta que lo que sea o no constitucional depende de una «mayoría», ¿por qué ha de tener la última palabra la de un órgano que no es «elegido ni responsable» por la ciudadanía? Chato, dices bien al señalar que ese órgano podrá tener mayor o menor legitimidad en función de cuáles sean esos procedimientos de elección, qué actitud adopten sus integrantes –parece recomendable que sea la más deferente, la menos «constructivista» posible, hacia el legislador- qué credenciales tengan, o proximidades con el resto de poderes… Pero hay países que carecen de semejante órgano y los derechos de la ciudadanía no parece que estén arrastrados por el fango como sí es el caso de países que cuentan con excelsas Cortes Supremas o constitucionales. La cuestión no es tan sencilla.

En fin, chato, recuerda (te costará todavía menos que «un nanosegundo en el macroverso») lo que sostuvo Abraham Lincoln cuando la Corte Suprema, en una decisión considerada quizá la más ominosa de su historia (Dred Scott v. Sanford), decretó que los esclavos negros no eran «persona» a los efectos de reclamar sus derechos. Condenó por supuesto la decisión, pero también advirtió: «Si la política relativa a cuestiones vitales que afectan a todo el pueblo va a ser irrevocablemente fijada por las decisiones de la Corte Suprema, el pueblo habrá dejado de autogobernarse». 

No, chato, digámoslo todo.   

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