THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Los renglones torcidos de Alá

«Se insiste en el argumentario de los airados hijos iracundos el Islam en lucha contra la modernidad demoníaca, pero la vulgar realidad nos muestra a tipos desestructurados y desarraigados»

Opinión
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Los renglones torcidos de Alá

Momentos previos al funeral del sacristán asesinado en Algeciras. | EFE

Todo sería mucho más fácil de explicar si ese enajenado, Yassine Kanjaa, hubiera combatido en lejanos desiertos y remotas montañas con un kalashnikov en las manos para defender el verbo sagrado del Profeta frente a los ejércitos infieles de los cruzados de Occidente. Pero ese Yassine Kanjaa nunca se había alejado demasiados kilómetros de su polvorienta aldea natal en el norte de Marruecos antes de cruzar un día el Estrecho para seguir vagando a la deriva, ahora por los suburbios de Algeciras, un destino europeo a vista de pájaro de su chabola paterna. Sí, todo sería mucho más fácil de explicar si Yassine Kanjaa encarnase a un temible mujahidin bregado en mil batallas antes de cometer su último crimen en la persona de un sacristán andaluz, si fuese un islamista imbuido de una pétrea fe fanática y genocida tras frecuentar durante largos años la compañía y las prédicas de los imanes más extremistas en la mezquitas tomadas por el clero más radical y rigorista. 

Pero resulta que Yassine Kanjaa, igual que los autores de los atentados de las Ramblas de Barcelona, igual también que aquellos dos hermanos oriundos de la banlieues parisinas que cometieron el asalto a Charlie Hebdo, igual que esas decenas de sus pares anónimos que una mañana cualquiera saltaron a las portadas de los periódicos con las manos manchadas de sangre tras cometer alguna carnicería en Europa, es un pobre diablo ignorante y semianalfabeto, un marginal que, a imagen y semejanza de esos otros, no habrá leído una sola sura del Corán a lo largo de su triste y miserable vida. Porque su universo cotidiano de referencia no era el de Ben Laden o Ayman al Zawahiri, como tampoco el del Daesh, sino el muy sórdido y prosaico del trapicheo de chocolate al por menor en esquinas sucias y mal iluminadas de los extrarradios, el del visionado de revistas pornograficas como único y exclusivo hábito de consumo editorial y, en el más sofisticado de los casos, el del desempeño como usuario de videojuegos bélicos con alguna consola doméstica adquirida en el mercado de segunda mano. 

«Pocas cosas habrá más modernas y occidentales que el terrorismo en tanto que estrategia política»

Porque todo sería mucho más fácil de entender si, como el resto de sus iguales en esa liga de los horrores, Yassine Kanjaa dejase de ser un don nadie que interiorizó el odio criminal contra Occidente no en ninguna madrasa de Afganistán ni entre los muros de ningún templo dedicado al culto, sino viendo en soledad vídeos salafistas por Internet. Pero resulta que sí era un don nadie solo y aislado. Por lo demás, y como ocurre siempre que se repite otra salvajada como la de Algeciras, la semana pasada volvió a salir a escena el repertorio al completo de los tópicos y lugares comunes sobre el choque de civilizaciones y un nuevo retorno a la Edad Media, ese con el que soñarían los mentores intelectuales de los que ejecutan las atrocidades. Como si en la Edad Media hubiese existido alguna vez algo que, siquiera de modo remoto, se pareciera al terrorismo, técnica homicida creada ex novo en el siglo XIX por muy laicos y europeos revolucionarios y reaccionarios de, respectivamente, la extrema izquierda y la extrema derecha. 

Y es que pocas cosas habrá más modernas y occidentales que el terrorismo en tanto que estrategia política. Una y otra vez, en fin, se insiste en el argumentario de los airados hijos iracundos el Islam en lucha contra la modernidad demoníaca, pero la vulgar realidad nos muestra a tipos desestructurados y desarraigados, seres míseros que moran arrastrándose por el último escalón de la pirámide social. Muchas veces, usuarios habituales de esa forma eufemística de la caridad que gestionan los servicios sociales las distintas administraciones; otras, empleados inestables en los trabajos subalternos que nadie más quiere ocupar; en ocasiones, como ahora, enfermos mentales extraviados entre la cochambre. Siempre, seres portadores de eso que el ensayista barcelonés Ferran Sáez Mateu llama una identidad triste, y que buscan por la vía de la inmolación acceder a otra distinta, otra que los eleve a ojos de sí mismos y de los que creen suyos, una identidad nueva de la que no sentir vergüenza. Y esas son las identidades que matan.

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